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la Iglesia dejó ver la existencia de una conjura comunista en marcha, en la que supuestamente subyacía una judía, aunque pasada la guerra el término “judío” pasó a retiro forzoso, sobre todo después de las barbaridades sobre esta población en Europa por los nazi-fascistas y que dejó raspado al Santo Padre. Para cerrar con broche de oro su pontificado, Por su parte Pío XI apoyó sin reservas a la Iglesia Católica Nacional de España y a la sublevación de Francisco Franco; obispos y sacerdotes bendijeron las armas de los alzados, e intervinieron de distintas maneras en el conflicto contra la República, incluso con armas en la mano. La complicidad del clero con el terror militar y fascista de Franco y los suyos durante y después de la guerra fue absoluta. Desde el Arzobispo Gomá, Primado de España, hasta el cura del pueblo más apartado, a pesar de conocer el sufrimiento de los republicanos en las garras de sus enemigos, advertían los disparos, atestiguaban los fusilamientos y masacres, confesaban a los que iban a morir, veían como se llevaban a la gente “a paseo”, prestando oídos sordos a los familiares que imploraban piedad y clemencia para los presos en espera de su hora final. La actitud predominante fue el silencio, por convicción propia o por orden de sus superiores, cuando no la acusación o la delación, y el apoyo irrestricto al llamado nacionalcatolicismo español.5 Con la victoria franquista los prelados pasaron a ocupar la primera fila del régimen dictatorial, haciéndose cómplices de la brutal represión contra los derrotados. Pocas horas después de anunciar que el ejército de los rojos estaba vencido y desarmado, Franco recibió un telegrama de Pío XII, recién elegido Papa el 2 de marzo de 1939, que rezaba: “Levantando nuestro corazón al Señor, agradecemos sinceramente, con V. E., deseada victoria católica España. Hacemos votos porque este queridísimo país, alcanzada la paz, emprenda con nuevo vigor sus antiguas y cristianas tradiciones que tan grande la hicieron.”6 El 16 de abril siguiente el mismo papa dirigió un radiomensaje a la “católica España” en el que se congratulaba “por el don de la paz y de la victoria, confirmaba el carácter religioso de la guerra, recordaba a los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica”, y pedía “seguir los principios inculcados por la Iglesia y proclamados con tanta nobleza por el Generalísimo (Franco) de justicia para el crimen y de benévola generosidad para con los equivocados (itálicas mías)”.7 Con todo y lo anterior, Pío XII –como también lo había hecho Pío XI– no pronunció, ni entonces, ni antes ni después, una sola palabra de misericordia o compasión para las víctimas, muchas de ellas católicas. Apenas el 12 de abril de ese 1939 tuvo lugar en Roma “un tedéum y recepción por el final victorioso de la guerra”, organizado jubilosamente por el cardenal Giovanni Battista Montini, futuro Pablo VI, en la iglesia jesuíta de Gesú, a donde asistieron el Colegio Cardenalicio y de la Secretaría de Estado del Vaticano.8

      Notas del capítulo

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