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      Aquel médico en ciernes que aún era había aprendido en su propia carne lo importante que es la acción de los individuos en la sociedad y la eficacia de una presencia personal en tribunas e instituciones públicas. Había estado implicado en la Junta revolucionaria y establecido contactos con prohombres del progresismo valenciano. Su sentido de responsabilidad social le animó a impartir lecciones de higiene laboral en el Centro Republicano de la clase obrera de Valencia, ya en 1870. Sin duda pensaba que el saber había de estar puesto al servicio de los demás, y muy particularmente al servicio de las clases más menesterosas. En particular, los temas de la higiene tenían entonces una innegable actualidad, especialmente en lo relativo a la prevención de la lepra, el cólera y el paludismo. Pocos años después, iba a conmocionarse la conciencia de los ciudadanos y de los hombres de ciencia ante el hallazgo, no sin problemas ni dificultades, de la vacuna del cólera por el médico catalán Jaime Ferrán (1885), como después veremos.

      Su preocupación encajaba con los objetivos y esfuerzos que desde mediados de la década de 1850 había ido adquiriendo un movimiento defensor del «higienismo», en el que convergían figuras de la medicina, la sociedad y la política. Se pretendía promover la salud desde la sociedad.

      La medicina se fue abriendo a esta perspectiva social en la segunda mitad del siglo XIX, especialmente al desarrollarse los aspectos de prevención de la enfermedad, que vinieron a ordenarse en un cuerpo teórico-práctico de «higiene pública». Precisamente en 1875 Max von Pettenkofer (1818-1901), profesor en Múnich (Alemania), logró establecer el primer Instituto de Higiene que se conoce. La salud se iba convirtiendo en un tema colectivo, social, más allá de lo puramente personal, aunque en medio de dificultades sorprendentes. A comienzos de la década de 1860, todavía fracasó el médico húngaro Philippe-Ignace Semmelweis (1818-1865) en su lucha a favor de la limpieza y la esterilización de manos e instrumentos médicos en la práctica obstétrica. Semmelweis fue un descubridor no atendido que trataba de alertar sobre los riesgos que tenía la infección clínica que azotaba las salas de parto de los hospitales, donde innumerables mujeres parturientas morían de fiebres puerperales. Solo cuando los hallazgos de Louis Pasteur (1822-1895) y de Robert Koch (1843-1910) pusieron más allá de toda duda razonable la existencia de microbios, organismos microscópicos cuya acción sobre los organismos era patógena, cobraron nueva fuerza las tesis del médico húngaro, quien a raíz de su fracaso había terminado sus días en un manicomio. Los hallazgos de los microbios, de las vacunas, la lucha contra las epidemias, las técnicas de esterilización e higiene, no eran simples hallazgos de una ciencia en expansión, sino un conjunto de factores que determinarían la emergencia de una nueva mentalidad médica: la «mentalidad etiopatológica», que vino a sustituir a la anatomo-patológica precedente.

      Fue un cambio esencial. Como ha escrito Laín,

      no (…) es fácil imaginar la fabulosa impresión que en los médicos del último cuarto del siglo XIX produjo (la) larga serie de hallazgos etiológicos. La idea, por demás fundada, de que la medicina entraba en una etapa histórica nueva, y la ilusión, harto más discutible, de que la enfermedad infecciosa iba a desaparecer pronto de la superficie del planeta, alentaron en casi todas las mentes. No debe sorprender que se intentase construir una nosología etiopatológicamente orientada, rival de las que anatomopatólogos y fisiopatólogos habían propuesto en los decenios anteriores a Pasteur y Koch (Laín, 1963: 586-587).

      Todo esto era lo que estaba en juego, por debajo de las preocupaciones higienistas de Simarro. No solo el cumplimiento de un importante deber del médico para con la sociedad, tratando de librarla de enfermedades y de padecimientos, y defendiendo y promoviendo la causa de la salud individual y colectiva, sino también un modelo teórico médico de fondo, desde el cual había que pensar los problemas de la salud y la enfermedad de un modo sólidamente fundado en los hechos positivos que la investigación iba esclareciendo.

      En último término, lo que en todos estos temas quedaba puesto en cuestión era el proyecto de médico, como hombre de ciencia, que el joven estudiante terminaría por asumir. Estaba en juego una idea de terapeuta de enfermedades que había de ser a la vez un higienista con sentido social. Desde su juventud parece Simarro haber vivido este doble compromiso, que lo ligaba a la vez con la ciencia y con la sociedad. Al discrepar muy a fondo de su maestro Ferrer Viñerta, optó sin duda por mantener la fidelidad a las convicciones propias, al tiempo que adoptaba la solución práctica de trasladar su expediente académico a la Universidad Central, en Madrid.

      Había entonces un cierto caos en el mundo universitario y, en particular, en el de estas enseñanzas médicas. En 1871, en un informe del ministro de Fomento, se hablaba de que la Facultad de Medicina se hallaba en «estado anómalo», lo que ocasionaba «frecuentes disgustos, conflictos y dificultades» (Albarracín, 1998: 43). Este estado de cosas empezaría a cambiar con la Restauración, pero, entre tanto, el joven estudiante valenciano braceó como mejor supo en su nueva escuela para mantenerse a flote en medio de aquella agitación.

      Su traslado a Madrid parece haber ido unido a la obtención de la matrícula extraordinaria para agilizar el término de su carrera. Ello le permitió aprobar su asignatura quirúrgica pendiente en una facultad que trataba de encontrar una estructura satisfactoria para la alta misión que había de cumplir, que era formar a buenos médicos.

      La caída de Isabel II había traído, entre otras consecuencias, un sinnúmero de reformas y cambios en muchos órdenes de la vida, entre ellos en el de la universidad. Se quería olvidar la reglamentación anterior. La mentalidad progresista quería suprimir barreras y limitaciones administrativas. Entre las nuevas medidas adoptadas se incluyó la de que se diera autorización para establecer nuevas escuelas de medicina, como corolario de la doctrina de libertad en la enseñanza cuya primacía se admitía sin discusión. «Sirviendo la enseñanza para propagar la verdad, cultivar la inteligencia y corregir las costumbres, es absurdo encerrarla dentro de los estrechos límites de los establecimientos públicos». Así decía un decreto que hizo publicar el ministro radical Manuel Ruiz Zorrilla el 27 de octubre de 1868. A partir de ese momento la libertad de enseñanza iba a crear mil confusiones y problemas.

      El cambio político afectó ampliamente al mundo del profesorado. Así, una serie de profesores supuestamente «reaccionarios» fueron destituidos, al tiempo que se nombró a otros nuevos. En el caso de Medicina, se eligió a una serie de profesionales entre los médicos del Hospital y aquellos que «daban repasos libres (como Pedro González de Velasco)» (Albarracín, 1998: 43). También se crearon nuevas escuelas cuyos títulos fueron ahora reconocidos. Una fue la Escuela Libre Teórico-Práctica de Medicina y Cirugía, creada por los facultativos de la Beneficencia provincial madrileña, en donde intervino Ezequiel Martín de Pedro; otra fue la Escuela Práctica Libre de Medicina y Cirugía, de Pedro González de Velasco. Esta última se convirtió pronto en un centro con considerable relevancia en el ámbito científico. En ella colaboraron figuras como el clínico Carlos María Cortezo y el paleontólogo Juan Vilanova, entre otros, y consiguió dar a la luz una importante publicación, El Anfiteatro Anatómico Español, entre los años 1873 y 1880 (Velasco, 1998). Estuvo establecida en el Museo Antropológico, que había fundado y dirigía el propio González de Velasco en Madrid. Este era persona internacionalmente conocida en el campo de la antropología, bien relacionado con investigadores como el francés Paul Broca, descubridor del centro cerebral del lenguaje motor, localizado en el «área de Broca», así llamada en su honor. Sus relaciones le habían permitido familiarizarse con el estado de las enseñanzas médicas en varias naciones europeas, y se esforzó por establecer una enseñanza clínica rigurosa y moderna, vinculada directamente con la investigación. Con esta mantendrá Simarro estrechas relaciones al establecerse en la capital.

      En 1874, superado al fin el conjunto total de asignaturas que formaban la licenciatura, se convirtió en licenciado en Medicina. Pero sus intereses teóricos no podían sentirse satisfechos sin redondear el esfuerzo con la obtención del doctorado, máximo nivel de los estudios, cuya concesión estaba entonces reservada a la Universidad de Madrid o Universidad Central, como entonces se la llamaba. Y, de

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