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y por no mirar el camino, choca con un poste, cae en una fuente, rueda por unas escaleras o es atropellado por un automóvil. Accidentarse o perder la vida por una situación así, no parece nada inteligente.

      En su libro Pape Satán aleppe, Umberto Eco dice: “No sé si los chicos de hoy tendrán aún la posibilidad de convertirse en adultos, [pero] los adultos, con los ojos pegados al móvil, ya están perdidos para siempre”. Eco nos recuerda, al igual que Zaid, “cuánto han contribuido a la evolución de la especie dos manos con pulgares prensiles” que ahora sólo sirven (¡y justamente los pulgares!) para teclear frenéticamente, en su dispositivo digital, o para conversar mientras se camina por la calle como si ésta y los peatones no fueran reales, como si todo perteneciera a la realidad virtual.

      Y Eco, con maligno regocijo, cuenta en su libro la siguiente anécdota:

      Caminaba por la acera y vi que en dirección contraria venía una señora con la oreja pegada al teléfono, y que por tanto no miraba al frente. Si no me apartaba, chocaríamos. Como en el fondo soy malo, me detuve bruscamente y me volví hacia el otro lado, como si estuviera mirando el final de la calle; de este modo la señora se estrelló contra mi espalda. Yo había tensado el cuerpo preparándome para el impacto y aguanté bien, ella se quedó descompuesta, se le cayó el teléfono, se dio cuenta de que había chocado con alguien que no podía verla y que era ella la que debía haberlo esquivado. Farfulló unas excusas, mientras yo le decía con humildad: ‘No se preocupe, son cosas que pasan’. Sólo espero que el teléfono se le rompiera al caer al suelo, y aconsejo a quien se encuentre en una situación parecida que haga lo mismo que yo. Desde luego, a los adictos al teléfono móvil habría que matarlos de pequeños, pero como no es fácil encontrar todos los días a un Herodes, es bueno castigarlos de mayores, aunque nunca entenderán en qué abismo han caído, y perseverarán.

      Como afirma Bauman en sus Vidas desperdiciadas, “la novedad de hoy es la que torna obsoleta y abocada al vertedero la novedad de ayer”, porque el hoy reniega del pasado (mucho más hoy que antes) desdeñando incluso lo que no conoce. Pero esto que ya había enunciado Marx, en el Manifiesto, con una prodigiosa imagen (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), lo explicó Veblen con mucha precisión. Dijo:

      Cuando se ha dado un paso en el desarrollo, ese paso constituye por sí mismo un cambio de situación que exige una nueva adaptación; se convierte en punto de partida de un nuevo paso en el ajuste, y así sucesivamente. Hay que notar también, aunque pueda ser una perogrullada monótona, que las instituciones de hoy –el esquema general de vida aceptado en el presente– no se adaptan enteramente a la situación de hoy. A la vez, los actuales hábitos mentales de los hombres tienden a persistir indefinidamente, a menos que las circunstancias impongan un cambio. [...] La estructura social sólo cambia, se desarrolla y se adapta a una situación modificada, mediante un cambio en los hábitos mentales de las diversas clases de la comunidad; o, en último análisis, mediante un cambio en los hábitos mentales de los individuos que constituyen la comunidad. La evolución de la sociedad es sustancialmente un proceso de adaptación mental de los individuos, bajo la presión de las circunstancias, que no toleran por más tiempo hábitos mentales formados en el pasado.

      Todo esto, en abstracto, ni es bueno ni es malo; únicamente es real. Lo bueno o lo dañino se juzga más bien, de manera ulterior, de acuerdo con la ética y la lógica de las conciencias que deseen examinar las formas de vida a la luz de la moral. Y es inmoral, sin duda, que millones de toneladas de basura electrónica se envíen a los vertederos de los países pobres, contaminándolos. Sólo para tener un dato de esta inmoralidad, podemos informarnos, en internet, por cierto, de que “el peso de todos los cargadores para teléfonos móviles, laptops, tabletas, etcétera, que se producen cada año se estima en un millón de toneladas”.

      Gozamos de los lujos y la comodidad que nos ofrece la modernidad, porque tampoco podemos renunciar a ellos, a menos que nos volvamos ermitaños (a veces lo deseo, si se me permite esta confesión) que es otra forma de irresponsabilidad frente a los riesgos de la vida. Lo que ocurre es que en esta modernidad es muy fácil asumir convicciones justificadoras. Lo que sea con tal de no meternos en las complicaciones de la autocrítica. Así, algunos defensores a ultranza de las tecnologías de información y comunicación, convencidos discípulos de Negroponte, llegan a afirmar que las obsoletas tecnologías del libro en papel son muy contaminantes y que, por ello, ha llegado la hora final del libro en papel que exige talar árboles, para obtener celulosa, lo cual, además de deforestar el planeta, contamina los ríos y los mares. A partir de este supuesto, se concluye que no hay nada mejor que internet para relevar a la vieja y contaminante tecnología del libro impreso.

      Pero les tenemos noticias. La mayor parte de los dispositivos móviles (incluidos la tableta y el eReader) pueden llegar a ser más contaminantes que la producción del libro tradicional en papel. El editor español Manuel Gil, que de esto sabe enormidades, publicó a principios de 2018 el revelador ensayo “Ecología del papel versus ecología digital”, y ahí afirma:

      “Ni el papel ni lo digital ni internet son tecnologías limpias ni verdes ni inocuas. Pero dicho esto, en la comparación con una edición en papel más limpia, lo digital e internet pierden ahora mismo por goleada. [...] Soy un defensor del mundo digital, pero las tecnologías que sustentan internet no son limpias”. Y bastan cinco simples datos para probarlo:

      El consumo de energía de los buscadores en cuanto a huella digital es enorme. Google: mil millones de búsquedas al día, 365 mil millones al año. Traducido a huella ecológica: emite lo mismo que 40 mil 515 coches. Los centros de computación son responsables de más CO2 que países como Argentina u Holanda. Las empresas de tecnología representan el 2% de todas las emisiones globales de carbono, más o menos lo mismo que el sector de la aviación. En 2017 las TIC consumieron el 8% de la energía mundial.

      El colofón de Manuel Gil debería llevarnos a reflexionar sobre este punto y a replantear el irracional optimismo que prácticamente todos los sistemas educativos en el mundo suelen mostrar (en contubernio con las empresas de la industria electrónica):

      Cada año, en los países desarrollados, se producen hasta 50 millones de toneladas de residuos electrónicos, el 75% de los cuales desaparece de los circuitos oficiales de reciclaje. Su destino habitual son vertederos africanos o asiáticos donde contaminan el agua, la tierra y el aire, y envenenan a miles de personas.

      Saber esto es importante, especialmente para no repetir, con irresponsabilidad (la irresponsabilidad que da la ignorancia), los falsos diagnósticos y las optimistas conclusiones de una industria (la electrónica) que ha conseguido marear (¿o maicear?) a los espíritus supuestamente siempre alertas y críticos en las instituciones de enseñanza superior. Ni satanizar a las TIC ni angelizar al libro en papel, pero sí reflexionar sobre la parte de responsabilidad que nos toca en estos usos. El ámbito de la academia tiene la influencia de la autoridad intelectual capaz de oponerse, en alguna medida (al menos, para crear conciencia) a la algarabía de la ideología de internet por motivos puramente económicos. Sabemos cuán útiles son las tecnologías digitales, pero evitemos el optimismo irresponsable, y digamos algo, más allá de nuestra comodidad digital, sobre la importancia que aún tiene lo analógico. Alberto Manguel lo ha hecho en muchas ocasiones, y la claridad con que expone sus argumentos, en el ensayo Cómo Pinocho aprendió a leer, es inobjetable:

      El presupuesto asignado a la educación es el primero que se reduce; la mayoría de nuestros gobernantes apenas saben leer; nuestros valores nacionales son puramente económicos. Se elogia de la boca para afuera el concepto de alfabetización y los libros se celebran en actos oficiales, pero, de hecho, en las escuelas y en las universidades, por ejemplo, la ayuda financiera de la que se dispone es altamente insuficiente. Además, en la mayor parte de los casos, ésta se invierte más en equipos electrónicos (gracias a una feroz presión de la industria) que, en la letra impresa, con la excusa voluntariamente errónea de que el soporte electrónico es más barato y más perdurable que el papel y la tinta. Como consecuencia, las bibliotecas de nuestros centros de estudio están perdiendo rápido un terreno esencial. Nuestras leyes económicas favorecen el continente en lugar del contenido, ya que aquél puede comercializarse de una manera más productiva y parece más seductor. Para vender tecnología electrónica, nuestras

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