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que es el paraíso de lo fragmentario, ha cobrado tanto auge en analfabetos funcionales (aunque sean profesionistas o, sobre todo, profesionistas) que creen que ya conocen perfectamente todo sobre el perro con sólo haberle visto el rabo.

      Pero hay algo peor (siempre hay algo peor): no deja de ser gracioso (y temerario) que quienes escriben y publican libros que tienen como evidentes referencias a otros libros, tampoco los hayan leído. Es el caso del propio Piketty cuyo best seller de la economía alude sin duda a la obra fundamental de Marx, El capital; de ahí que un periodista le haya preguntado: “¿Podría decirnos algo sobre el impacto de Marx en su pensamiento y cómo empezó a leerlo?”. Y he aquí su respuesta (para el repertorio de lo insólito y lo estulto): “En realidad nunca lo he leído. El capital creo que es muy difícil de leer y no fue mi influencia”. El periodista se sorprende ante tal respuesta e insiste: “Porque por el título de su libro, parecía que le rendía tributo”, ante lo cual Piketty reitera: “No, no, ¡para nada! La gran diferencia es que mi libro es sobre la historia del capital, y en el libro de Marx no hay datos”. Y aunque Piketty no haya leído El capital, esto no le impide afirmar, en otra entrevista, que ¡“Marx estaba equivocado”!

      Yo tampoco he leído el libro capital de Marx (ni, por cierto, el de Piketty), aunque en mi adolescencia preparatoriana me enfrasqué, con muy poco éxito, en las páginas del primer tomo, pero ni soy economista ni he escrito un libro que aluda o tenga como referencia esa obra que, por lo demás, uno supone que todo economista conoce al dedillo. Esta es otra de las cosas que ha delatado internet: que hay gente que escribe libros y que no lee siquiera los que tendría que haber leído para escribir los suyos: tan sólo los conoce de oídas.

      En este escenario, ¿cuál es el futuro de la lectura, más allá de sus soportes y formatos? Transcribo y suscribo, textualmente, las palabras de Carlos Monsiváis: “El futuro de la lectura depende del futuro de los lectores”. Y creo, que ya sea en el papel o en la pantalla, la cultura formativa tiene que ser morosa y no inmediatista, y que el verdadero conocimiento (al igual que el auténtico placer) no es cosa de pedacitos (ni de lecturas de veinte minutos), porque ni el conocimiento ni el placer pueden prescindir de la totalidad, de la obra íntegra, en aras de “saber” más prontamente las cosas. Sería como aspirar a orgasmos sin pasar previamente por todo aquello que desemboca en el orgasmo. No dudo que esto último también las modernas tecnologías lo hagan realidad y que el sexo se resuelva sin siquiera meter las manos en el teclado (no digamos ponerlas en otra cosa), pero cuando confundimos la realidad virtual con la realidad real (“el cibersexo con el amor”) es porque ya estamos listos para el psiquiatra, como muy bien concluye a este respecto Han Magnus Enzensberger en Los elíxires de la ciencia.

      Si no somos capaces de distinguir entre el mundo simbólico y la realidad, es decir entre la “pipa” y la imagen de una “pipa” (como muy bien nos alertó René Magritte en su célebre cuadro), es obvio que no sólo no sabemos leer, sino que más nos vale no salir a la calle: no sea que confundamos un veloz automóvil que se nos aproxima, y ya casi nos embiste, con una imagen virtual de un automóvil a toda velocidad.

      Es verdad que no podemos saber cómo serán los soportes de la lectura dentro de treinta años o al final del siglo XXI, pero lo que sí podemos saber es que Guerra y paz y Madame Bovary seguirán siendo los mismos libros que apelarán, como hasta ahora lo han hecho, a la misma disposición del auténtico lector: al ejercicio de la lectura completa, apasionada y paciente, morosa y amorosa, y no a la lectura de síntesis, imágenes aisladas o retazos, a partir de los cuales creamos que ya hemos leído esas obras. Todos podemos saber, más o menos, porque esto está en las enciclopedias (y en internet), quiénes y cómo son el príncipe Hamlet, Alonso Quijano y Emma Bovary, aun sin haber leído una sola página de las obras maestras de Shakespeare, Cervantes y Flaubert, pero esto no sirve para nada, o bien sólo sirve para mentir (en un corrillo de mentirosos) al decir que hemos leído Hamlet, el Quijote y Madame Bovary. Lo importante de la lectura está en la lectura misma y no en la información, además de que la información no equivale al conocimiento, sin olvidar que toda información tiene el sesgo de quien la emite.

      En cuanto a la muerte del libro en papel, ésta, ya se vio, es una falsa profecía de brujos digitales que necesitan una bola virtual adivinatoria más efectiva. Pero más allá de los fracasos adivinatorios del poder digital, el futuro de la lectura está sin duda en los lectores y no depende, por cierto, ni siquiera de la “inmoderada devoción por lo impreso”, como la denominó irónicamente Charles Asselineau para el caso de los bibliófilos. Si los lectores se conforman con tuits y con las anotaciones de los muros de Facebook no dejarán desde luego de ser lectores, y, sin embargo, es obvio que esa forma de leer está muy lejos de lo que Fernando Savater ha denominado “la perdición de la lectura”, perdición que, paradójicamente, nos lleva a la recuperación de la cultura y del más profundo espíritu humano.

      El mayor peligro del libro, lo mismo tradicional que electrónico, no está en que vaya a ser sustituido por las diversas plataformas de internet, sino en la avasallante banalización de la cultura, ese tsunami de frivolidad que arrasa todo a su paso, lo mismo en los dispositivos digitales que en el libro impreso; esa puerilidad y esa ñoñez de los adultos que han reducido la cultura al simplismo del entretenimiento, en una sociedad del espectáculo que posterga, o ignora, los grandes libros, las obras maestras formativas, no sólo conformándose, sino enorgulleciéndose, de consumir lo insustancial, lo fútil.

      Esto no lo trajo internet; ya existía, pero internet lo ha amplificado. Siempre, los seres humanos, en general, hemos optado por el facilismo y por lo epidérmico, pero hoy una parte considerable de la industria editorial, y de la cultura del libro, conspira contra la lectura más profunda e intelectual que, a lo largo de los siglos, ha educado nuestro pensamiento y nuestra sensibilidad. Los mejores lectores saben que el canon de la cultura está vivo, recreándose permanentemente: es el combustible del más formidable desarrollo intelectual y emocional, y no hay nada que lo sustituya, porque una gran obra de creación escrita se suma a otras, pero no las reemplaza. En cuanto a los libros intrascendentes y banales, éstos han estado siempre, en todo momento y en cada país, en la periferia de la galaxia Gutenberg, aunque hoy las herramientas digitales las han catapultado mayormente, en abundancia, para ocupar una centralidad que no les corresponde.

      En su Elegía a Gutenberg, Sven Birkerts ofrece el siguiente diagnóstico:

      Como cultura y como especie, nos estamos convirtiendo en seres superficiales; que hemos huido de la profundidad –de la premisa judeocristiana del misterio insondable– y nos estamos acostumbrando a la seguridad prometida de una vasta conectividad lateral. Estamos renunciado a la sabiduría, cuya consecución ha definido durante milenios el núcleo mismo de la idea de cultura; a cambio nos estamos adhiriendo a la fe en la red. [...] Sería un error echar toda la culpa a la tecnología, pero un error mayor sería ignorar el gran impacto transformador de los nuevos sistemas tecnológicos comportándonos como si nada hubiera cambiado.

      Así como cambian la lectura y sus herramientas, los lectores también cambiamos. Podemos comprender mejor los grandes libros gracias a nuestra memoria lectora de otros grandes libros que, más que sumar, multiplican e intensifican la experiencia de leer: nuestro conocimiento lector se amplía, se expande, exponencialmente, con cada libro que nos atrapa e influye en nuestra existencia y cambia nuestro modo de pensar. Birkerts lo dice espléndidamente: “Abrir voluntariamente un libro consiste, en cierto sentido, en subrayar la insuficiencia de nuestra vida o de nuestra actitud hacia ella”, y concluye: “Los libros que me importan –libros de todas clases– son aquellos que provocan en mí una sacudida interna. Leo libros para poder conocerme a mí mismo.”

      Jorge Luis Borges advirtió que escribir un libro con el único propósito de escribir un libro es el peor motivo para escribirlo, pues “los libros deben escribirse solos, por medio del autor o a pesar de él”. En el caso de la lectura se puede decir algo parecido, tal como lo formuló Stephen Vizinczey: “Leer un libro para poder charlar sobre él no es lo mismo que comprenderlo”, y, a fin de cuentas, es el peor motivo para leerlo. Por otra parte, escribir y leer libros pueden ser dos divertidos pasatiempos, pero, mientras más lo sean, menos conducirán a un proceso transformador de la existencia. Los lectores deben saber, como también afirmó Vizinczey

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