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a la admiración que deberíamos sentir hacia Dios, el único y bendito Gobernador, el Rey de reyes y Señor de señores.

      Los seres angelicales de la visión de Isaías en el capítulo 6 demostraron esta admiración cuando, con dos de sus alas, cubrían sus rostros en la presencia del excelso Señor. Vemos esta misma admiración en Isaías y en Pedro cuando cada uno de ellos se dio cuenta de que estaba en presencia de un Dios santo. La vemos con total intensidad en la reacción del amado discípulo Juan en Apocalipsis 1:17, cuando vio a su Maestro en la plenitud de Su gloria y majestad celestiales y cayó como muerto a Sus pies.

      Es imposible ser devoto a Dios si uno no tiene un corazón lleno del temor de Dios. Este profundo sentido de veneración y honra, reverencia y admiración, es lo que provoca en nuestros corazones la alabanza y adoración que caracterizan la verdadera devoción a Dios. El cristiano reverente y piadoso ve a Dios primero en Su gloria trascendente, majestad y santidad antes de verlo en Su amor, misericordia y gracia.

      En el corazón de la persona piadosa existe una tensión saludable entre admirar con reverencia a Dios en Su gloria y confiar como un niño en Dios el Padre celestial. Sin esta tensión, la confianza filial de un cristiano puede degenerar fácilmente en presunción.

      Uno de los pecados más graves de los cristianos en la actualidad probablemente es la familiaridad casi irreverente con la cual a menudo nos dirigimos a Dios en oración. Ninguno de los hombres piadosos de la Biblia adoptó la actitud casual que nosotros adoptamos frecuentemente. Ellos siempre se dirigían a Dios con reverencia. El mismo escritor que nos dice que podemos entrar confiadamente al Lugar Santísimo, la sala del trono de Dios, también nos dice que debemos adorar a Dios de forma aceptable, con temor y reverencia, «porque nuestro Dios es fuego consumidor» (Hebreos 10:19; 12:28–29). El mismo Pablo que nos dice que el Espíritu Santo morando en nuestro interior nos hace clamar «¡Abba, Padre!», también nos dice que este mismo Dios «habita en luz inaccesible» (Romanos 8:15; 1 Timoteo 6:16).

      En nuestra época tenemos que empezar a recobrar un sentido de admiración y profunda reverencia por Dios. Tenemos que empezar a verlo otra vez en la majestad infinita que le pertenece solo a Él que es el Creador y Gobernador Supremo del universo entero. Hay una brecha infinita de valor y dignidad entre Dios el Creador y el hombre como creatura, a pesar de que el hombre haya sido creado a imagen de Dios. El temor de Dios es un reconocimiento sincero de esta brecha —no un insulto al hombre, sino una exaltación de Dios.

      Incluso los redimidos que están en el cielo temen al Señor. En Apocalipsis 15:3–4, ellos entonan triunfantes el cántico de Moisés el siervo de Dios y el cántico del Cordero:

      Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus caminos, Rey de los santos. ¿Quién no te temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre? pues sólo tú eres santo; por lo cual todas las naciones vendrán y te adorarán, porque tus juicios se han manifestado.

      Observa que ellos enfocan su veneración en los atributos del poder, la justicia y la santidad de Dios. Estos atributos, que manifiestan de manera particular la majestad de Dios, son los que deben generar en nuestros corazones una reverencia a Él. Esta misma reverencia la expresaron los hijos de Israel cuando vieron el gran poder de Dios manifestado en contra de los egipcios. Éxodo 14:31 dice: «El pueblo temió a Jehová, y creyeron a Jehová y a Moisés su siervo». Junto con Moisés, ellos entonaron una canción de adoración y gratitud. La esencia de esa canción se encuentra en el versículo 15:11: «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?». Temer a Dios es confesar Su absoluta singularidad —reconocer Su majestad, santidad, grandeza, gloria y poder.

      Las palabras no nos bastan para describir la gloria infinita de Dios que aparece retratada en la Biblia. E incluso ese retrato es borroso y opaco, pues por ahora vemos apenas un débil reflejo de Él. Pero un día le veremos cara a cara, y entonces le temeremos en el sentido pleno de esa palabra. Por tanto, no es sorprendente que Pedro, teniendo en mente ese día, nos diga que vivamos de forma santa y piadosa ahora. Dios está en el proceso de prepararnos para el cielo, para habitar con Él eternamente. Por eso Él desea que crezcamos tanto en santidad como en piedad. Él quiere que seamos como Él y lo veneremos y adoremos por toda la eternidad. Tenemos que estar aprendiendo a hacer eso ahora.

      En nuestros días parece que hemos magnificado el amor de Dios casi al punto de excluir el temor de Dios. Debido a esta fijación, no estamos honrando a Dios ni reverenciándolo como debemos. Ciertamente deberíamos magnificar el amor de Dios, pero aunque nos gocemos en Su amor y misericordia, nunca debemos perder de vista Su majestad y Su santidad.

      Un concepto adecuado del temor de Dios no solo nos llevará a adorarlo correctamente, sino que también regulará nuestra conducta. Como dice John Murray: «Lo que adoramos o a quien adoramos determina nuestro comportamiento».6 El pastor Albert N. Martin ha dicho que los elementos esenciales del temor de Dios son (1) conceptos correctos del carácter de Dios, (2) un reconocimiento constante de la presencia de Dios y (3) una consciencia permanente de nuestra obligación hacia Dios.7 Si tenemos cierta comprensión de la infinita santidad de Dios y Su odio hacia el pecado, junto con una percepción permanente de la presencia de Dios en todas nuestras acciones e incluso nuestros pensamientos, entonces ese temor de Dios tiene que influir en nuestra conducta y regularla. Así como la obediencia al Señor es una señal de nuestro amor por Él, esta también es una prueba de nuestro temor de Dios. «[Temerás] a Jehová tu Dios, guardando todos sus estatutos y sus mandamientos» (Deuteronomio 6:2).

      Levítico 19 contiene una serie de leyes y regulaciones que la nación de Israel debía obedecer en la Tierra Prometida. Ese es el capítulo del cual Jesús citó el conocido segundo mandamiento del amor: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 18; ver también Mateo 22:39). La expresión «Yo Jehová» o «Yo Jehová vuestro Dios» aparece dieciséis veces en Levítico 19. Por medio de esta repetición frecuente de Su nombre sagrado, Dios recuerda al pueblo de Israel que su obediencia a Sus leyes y regulaciones debe fluir de una reverencia y temor a Él.

      El temor de Dios debe ser una de las principales motivaciones para obedecerle, y debe generar esa obediencia. Si nosotros de verdad reverenciamos a Dios, vamos a obedecerle, puesto que todo acto de desobediencia es una afrenta a Su dignidad y majestad.

      Sobrecogidos por el amor de Dios

      Solo el cristiano temeroso de Dios puede apreciar verdaderamente el amor de Dios. Él ve el abismo infinito entre un Dios santo y una creatura pecadora, y el amor que hizo posible cerrar esa brecha enorme a través de la muerte del Señor Jesucristo. El amor de Dios por nosotros tiene muchas facetas, pero Él lo demostró de manera suprema al enviar a Su Hijo a morir por nuestros pecados. Todos los otros aspectos de Su amor son secundarios y, de hecho, se hacen posibles para nosotros a través de la muerte de Cristo.

      El apóstol Juan dice: «Dios es amor» (1 Juan 4:8). Él explica esta declaración diciendo: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4:9–10). Ese concepto de «propiciación» hace referencia al sacrificio que apartó la ira de Dios al quitar nuestros pecados.

      La persona verdaderamente piadosa nunca olvida que en otro tiempo fue objeto de la ira santa y justa de Dios. Nunca olvida que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y siente, junto con Pablo, que es el peor de los pecadores. Pero entonces al mirar a la cruz, ve que Jesús fue su sacrificio expiatorio. Ve que Jesús cargó sus pecados en Su propio cuerpo y que la ira de Dios —la ira que él como pecador debería haber soportado— fue derramada completa y totalmente sobre el Santo Hijo de Dios. Y es bajo esta perspectiva del Calvario que la persona piadosa ve el amor de Dios.

      El amor de Dios no tiene ningún significado separado del Calvario. Y el Calvario no tiene ningún significado separado de la ira santa y justa de Dios. Jesús no murió solo para darnos paz y propósito en la vida; Él murió para salvarnos de la ira de Dios. Él murió para reconciliarnos con un Dios santo que estaba

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