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      A Carmen Saldaña y Pili Villacampa,

      mis amigas.

      A las mujeres que crearon Manos Unidas.

      A las seguidoras que continúan con su gran labor.

      A los seguidores que se han incorporado en los últimos años.

      Gracias, porque hacéis posible que el espíritu beguino

      de entrega desinteresada y acompañamiento siga presente.

      PRÓLOGO

      En su defensa apasionada de la mujer, nuestra autora nos abre una ventana insospechada, sorprendente, y nos ofrece la posibilidad de mirar la historia con esta memoria herida de las beguinas.

      La oportunidad de prologar este libro de María Cristina Inogés Sanz ha sido una verdadera «invitación de boda». El mundo de las beguinas –y los begardos– ha ejercicio siempre una fascinación especial en nosotras como mujeres, aun sin haber tenido todavía la oportunidad de visitar un beaterio y hacer al mismo tiempo una especie de «peregrinación espiritual» a estos lugares donde vivieron y respiraron el Espíritu, mujeres de excepcional cultura teológica y humanística.

      Este vacío ha sido parcialmente llenado por este libro –no suple la visita al lugar– en el que la autora hace un estudio preciso y profundo de la vida y espiritualidad de las beguinas, que con sus escritos, muchas veces llenos de poesía y «amor cortés», pero no solo de ello, dieron al siglo en que vivieron un testimonio claro y verdadero de su influencia cultural y mística, que también se proyecta en siglos siguientes, dejando abierto un camino de reflexión sobre la presencia de las beguinas en el siglo XX y en el actual.

      Con su habitual maestría al narrar, Cristina Inogés Sanz nos va introduciendo en un relato fascinante que se remonta al siglo XII, en Flandes, cuando unas mujeres cristianas decidieron agruparse para vivir juntas su deseo de entrega a Dios y a los más necesitados. Lo hicieron fuera de las estructuras de la Iglesia, a la que acusaban de no reconocer los derechos de las mujeres.

      La autora nos descubre un beaterio, y en él las casas donde vivían aquellas mujeres, a la vez que la actividad que desarrollaban. El muro que rodeaba el beaterio no era una señal de encierro, sino un signo revolucionario, ¿de qué manera? Porque impedía que su forma de vida fuera institucionalizada. Optaron por vivir de tal forma que no era una existencia pacífica la suya, sino un tanto turbulenta, simple y sencilla, pero con una fuerte carga vital, porque decidieron seguir los planes de Dios transgrediendo las leyes de los hombres eclesiásticos.

      Cristina, deseosa de seguir la investigación y llevada por su afán de conocer y dar a conocer muchos más datos, afirma que las beguinas siguen existiendo, también en el siglo XX, aunque ya no vivan en beaterios. Un recorrido fascinante que atrapa e invita a seguir, situándonos como punto de partida en la sociedad de la Baja Edad Media, época muy movida y colorista, y que nos lleva a la Iglesia y a los monasterios, llenos de vida, con diversas actividades: orar, estudiar, trabajar; la disciplina monástica da lugar a una vasta cultura donde las luces y las sombras también se mezclan.

      En los siglos XII y XIII se dieron algunas injerencias civiles en el gobierno de la Iglesia, y esta se reafirmó en un clericalismo que desplegó todo un espacio de poder que no era aceptado de manera unánime. La jerarquía eclesiástica se convirtió en garante de qué formas de conocimiento eran ortodoxas y cuáles heterodoxas.

      La autora, de hecho, ve un vínculo claro «afectivo» y «efectivo» entre estas pioneras medievales y las mujeres de hoy. Y por lo tanto escribe: «El oscuro siglo XX y, por lo que parece, el no más claro siglo XXI son escenarios muy similares a los que sirvieron de fondo a las beguinas que iniciaron el movimiento en la Baja Edad Media». Es decir, que la mujer del mundo contemporáneo, por brutal que parezca esta afirmación, sigue sufriendo las mismas injusticias, la misma violencia física y psicológica y las mismas obligaciones de silencio en muchos países. Las beguinas, personas valientes, capaces de atreverse donde otras no podían o querían, ayudaron a otras mujeres a incrementar su formación y creatividad con gran libertad, en una sociedad absolutamente patriarcal, machista –aunque el término no se conocía en la época– y clerical.

      Las beguinas fueron místicas absolutamente originales, capaces de desarrollar un pensamiento teológico inédito, cuyo centro es el alma que busca a Dios a través de un incesante diálogo amoroso, dirigido simplemente a señalar el proceso que conlleva a todos aquellos que emprenden un camino espiritual, «porque Dios Amor no exige nada para darlo todo, y que lo mejor para el alma es aniquilarse en Dios».

      Algunas de ellas presentan la figura de Dios y de Cristo en clave abiertamente femenina, como Juana de la Cruz –Juana Vázquez Gutiérrez–, quien muy probablemente había leído los escritos de san Anselmo (1033-1109), el iniciador de la devoción a «Jesús, nuestra madre», retomada más tarde de manera especial por Juliana de Norwich y antes por Margarita d’Oingt y Matilde de Helfta 1.

      Pero mientras los hombres podían permitirse la libertad de pensar en todos los campos del conocimiento, las mujeres que lo hacían eran perseguidas, incluso quemadas como brujas. La historia de Margarita Porete es emblemática y sintomática de cuánto y cómo eran incómodas las beguinas para la Iglesia de la época, que no escatimó acusaciones de todo tipo –absolutamente infundadas– contra estas mujeres cuyo único pecado era amar demasiado a Dios y al prójimo. Esto, al final, significó ser beguina: dedicar la vida al servicio al prójimo y al amor.

      Las beguinas también estuvieron presentes fuera de las fronteras del norte de Europa, concretamente en la España de los siglos XV y XVI –incluso antes–, entre Zaragoza, Toledo, Ávila y Madrid. Se presentan como una avanzada del humanismo y tuvieron que sufrir las consecuencias de la Inquisición española, que, en muchos casos, las identificó con «los alumbrados».

      Y, en este sentido, la cuestión es si la gran santa de Ávila, Teresa, conoció algunos de los escritos de las beguinas. De hecho, existen similitudes entre la obra de Beatriz de Nazaret Siete modos de amor y el Castillo interior que sugieren que Teresa de Ávila bebió del gran pozo de la mística y espiritualidad de las beguinas. Pero Cristina Inogés Sanz no lo duda tanto como para afirmar que «mucha de la fuerza de las beguinas quedó plasmada en sus escritos, en su mística, en su espiritualidad, en su convencimiento de que lo que hacían era lo que había que hacer, e incluso en la forma de relación íntima con Dios».

      Después de Teresa, otras mujeres han encarnado el espíritu de las beguinas a lo largo de los siglos, y parece realmente extraño pensar en las mujeres de los siglos XX y XXI en esta perspectiva tan particular; sin embargo, los contextos históricos, «guerras, enfrentamientos, armas nucleares, campos de exterminio, totalitarismos de todo signo y revoluciones que, tras mucho dolor, no cambiaron el mundo», nos las señalan como mujeres capaces de descubrir y redescubrir a Dios en su vida y luego testimoniarlo a la humanidad a través de gestos de entrega incondicionada, amor absoluto para todo el género humano. La autora, deseosa de seguir la investigación y llevada por su afán de conocer y dar a conocer muchos más datos, afirma que las beguinas siguen existiendo, también en el siglo XX, aunque ya no vivan en beaterios: Etty Hillesum, Dorothy Day, Simone Weil... Son mujeres entregadas al Amor.

      Cristina nos hace avanzar por el camino de la mística –de las expresiones teológicas– de las beguinas a la hora de expresar sus vivencias, y que son un reto para nuestra realidad cultural actual. La autora explica muy bien que místicos y místicas descubrieron y supieron transmitir que no hay verdadera mística sin amor, un amor que lleva a la entrega al prójimo. Analiza también los factores medievales y la presencia de la mujer en la Edad Media. Y las mujeres religiosas en esta época abarcan un enorme espectro; algunas sufrían inconvenientes económicos para ingresar en los monasterios y decidieron vivir esa religiosidad fuera de toda dimensión institucional.

      No eran bien vistas por dos motivos fundamentalmente: en primer lugar, eran vistas como un peligro, porque intelectualmente eran superiores a gran parte de la población y del propio clero; y, por otra, se dedicaban al cuidado de la gente más desfavorecida sin pedir nada a cambio; eran humildes y sencillas. Esto despertaba un sentimiento de miedo y rechazo en la sociedad

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