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de nobles, burgueses y pobres resultaban de transacciones comerciales –más fructíferas en unos casos que en otros–, donde el valor lo daba la mujer. Esta realidad diseñaba una estructura familiar afectiva tan pobre que hasta la maternidad era un azar propio del papel de esposa o de la simple condición de mujer, donde el apego y sentimiento materno-filial no destacaba –los niños tenían una alta tasa de mortalidad y era mejor no encariñarse mucho con el hijo 4–, y donde los nobles y ricos buscaban herederos, varones a poder ser, y los pobres, hijos varones a los que poner a trabajar apenas fuera posible.

      Los inventos de la Baja Edad Media –no olvidemos que estamos en una sociedad tan teocéntrica y tan compleja sociológica y religiosamente como creativa– no se quedaron allí, y todavía hoy utilizamos muchos de ellos 5, porque fue un período muy activo; se conocen las primeras lentes convexas, que permiten observar objetos a gran distancia; se empieza a medir el tiempo con los primeros relojes mecánicos; los viajes se aceleran –pese a lo complicado que era viajar– al ritmo de las peregrinaciones –Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y, en menor medida, aunque también con una fuerza notable, Vézelay, donde se creía que estaba enterrada María Magdalena– y de las cruzadas, que permitían también el viaje de las ideas; se construyen catedrales con arbotantes y magníficas vidrieras que permitían al hombre mirar hacia lo alto y, de alguna manera, visualizar el cosmos. Las catedrales tuvieron una importancia capital en el asentamiento de la cultura cristiana, porque, en una sociedad donde pocos sabían leer, entrar en una catedral era, casi, entrar en la trascendencia.

      Las nuevas catedrales proporcionaban a los creyentes un reflejo de otro mundo. Habían oído hablar en himnos y sermones de la Jerusalén celestial, con sus puertas de perlas, sus joyas inapreciables, sus calles de oro puro y vidrio transparente [...] Ahora, esa visión descendió del cielo a la tierra. El fiel que se entregase a la contemplación de toda esa hermosura sentiría que casi había llegado a comprender los misterios de un reino más allá del alcance de la materia 6.

      Todo se mueve, todo avanza, y una cultura –la cristiana– se asienta y va, poco a poco, dibujándose en la pintura de las primeras tablas al óleo; dando forma a la literatura –más destinada a los círculos intelectuales que al gran público– de la mano de monjes y monjas de los monasterios, pero también deja paso a una literatura donde se glosan las virtudes de los caballeros y las reacciones de algunas sorprendentes damas, y en la que aparece algo impensable hasta entonces: el amor cortés, que no siempre va a tener un final feliz –Tristán e Isolda, con la escena de los dos durmiendo en el bosque separados por la espada clavada en el suelo, es todo un referente– y va a tener más repercusión de la que a simple vista pueda parecer. También los romances por medio de trovadores –en las lenguas que van apareciendo– acercan historias a quienes no sabían leer en los espacios abiertos de las ciudades, en los cruces de caminos y en los mercados 7.

      Los monasterios, la Iglesia y los obispos

      En el año 1050, el monopolio benedictino era incuestionable; hacia 1300 ya estaban en escena casi la totalidad de posibles variantes religiosas: los cartujos y muchas Órdenes de ermitaños; los templarios y otras órdenes militares; las diferentes ramas de canónigos regulares; los cistercienses; organizaciones para la ayuda y auxilio a presos... Todas estas Órdenes y organizaciones eran distintas entre sí, tenían sus constituciones o reglas, y cada una de ellas había nacido bajo la protección de un papa. Para hacernos una idea de su importancia, entre Inglaterra y Gales hubo más de ochocientas comunidades religiosas de todo tipo 8, y en concreto, en Londres, diecinueve; en la diócesis de Cambrai; en el norte de Francia, más de ochenta; en París, veintidós 9.

      Pocas veces se puede observar a lo largo de la historia una época en la que la mayor conquista de logros esté al servicio de una única meta: la expansión de la sociedad, de una sociedad fuertemente jerarquizada donde los monasterios y la Iglesia jugaron un papel esencial.

      Los monasterios contribuyeron en gran medida al desarrollo global de la sociedad medieval. Aunque por costumbre relacionamos la imagen de los monasterios con las bibliotecas, en realidad fueron mucho más que eso, ya que se encargaron de recuperar las tierras agrícolas que habían quedado abandonadas tras la caída del Imperio romano, se dedicaron a la enseñanza y, en general, prestaban grandes servicios a la población.

      Los monjes y también las monjas –aunque a la historia han pasado solo los nombres de pocas de ellas– sabían que la ociosidad es la madre de todos los vicios, así que el horario estaba dividido de tal manera que había tiempo para todo –oración, trabajo, estudio, escritura– menos para perderlo. Esto se tradujo en la prosperidad de dichos lugares en muchos ámbitos, entre los que destaca la agricultura. El historiador Le Goff dice al respecto que no todo fue fruto de la profunda sabiduría monástica, sino que monjes y monjas, a través de los manuscritos que leían y copiaban, adquirieron conocimientos agrícolas ya olvidados, pero que les sirvieron como base para recuperarlos y superarlos 10.

      Hablar de monasterios e Iglesia no es lo mismo en esa época. La gran y excelente disciplina monástica les permitió tener acceso a una vasta cultura, sin abandonar una vida sencilla regida por la regla que cada Orden hubiera adoptado. La evangelización estaba en su horizonte, aunque de manera diferente a la de la Iglesia secular; desde los monasterios se evangelizaba con la cultura –manifestada en todas sus posibles variantes–, la agricultura y, sobre todo, con la vida sencilla que llevaban.

      En una sociedad que ha caído de nuevo en una ignorancia general, solo ella [la Iglesia y los monasterios] posee aún estas dos disciplinas indispensables a toda cultura: la lectura y la escritura, y los príncipes y los reyes deben reclutar forzosamente entre el clero a sus cancilleres, a sus secretarios, a sus notarios, en una palabra, a todo el docto personal del que les es imposible prescindir 11.

      Esta práctica era la habitual, ya que reyes y nobles creían que leer y escribir era un trabajo, y ellos, por su posición, no estaban obligados a saber hacerlo, aunque fue decayendo poco a poco y, todavía en la Edad Media, se incorporaron nobles a las labores antes citadas. No obstante, la presencia de la Iglesia como garante de la cultura se mantuvo.

      ¿Por qué la Iglesia como garante de la cultura? Porque prácticamente la cultura es monopolio de la Iglesia secular y, sobre todo, de los monasterios. Monopolio que nunca mantuvo para su uso exclusivo, sino que compartió, y por ello toda la sociedad medieval se benefició. Gracias a la labor de los copistas, hombres y mujeres, la difusión de textos de todo tipo llegó a muchos de los rincones de la naciente Europa que ahora conocemos. Decía Casiodoro 12:

      ¡Tarea bienaventurada! ¡Trabajo digno de elogio! Predicar con la fatiga de las manos, abrir con los dedos las lenguas mudas, llevar silenciosamente la vida eterna a los hombres, combatir con la pluma las sugestiones peligrosas del mal espíritu. Sin salir de su celda, a una larga distancia, desde el lugar en que está sentado, el copista visita las provincias lejanas; se lee su libro en la casa de Dios; las multitudes le escuchan y aprenden a amar la virtud. ¡Oh, espectáculo glorioso! La caña partida vuela sobre el pergamino, dejando la huella de las palabras celestes, como para reparar la injuria de aquella otra caña que hirió la cabeza del Señor 13 .

      No solo los monjes y monjas desde sus monasterios fueron los garantes de la cultura. Las ciudades sedes de los obispos también destacaron como centros culturales, y el obispo era el máximo responsable; si se involucraba con verdadera entrega, las escuelas catedralicias se convertían en auténticos centros de intelectualidad. Pero nunca llegaron a ser como los monasterios. Sin la más mínima duda, la labor de los copistas permitió, sobre todo en los siglos XI y XII, el desembarco de la cultura clásica que produjo «el revolucionario cambio de pensamiento por el cual la filosofía medieval asimiló los principios éticos y sociológicos de Aristóteles y los integró en la estructura del pensamiento cristiano» 14.

      Sin embargo, no todo fue maravilloso, y los problemas convivían con los logros. Europa se veía en la necesidad de reafirmarse cultural y religiosamente como sujeto, y así, el papado y toda la Iglesia trabajaron a favor de la uniformidad de la doctrina, de la ley y de la

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