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está interconectando a través de la música, la radio y la televisión, su programación sea americana; y que si se están desarrollando valores comunes, sean valores con los que los americanos estén cómodos. (Schiller, 1997/2006, p. 170)

      Si se plantea en términos culturales, esta todavía se podría asumir como una pretensión hegemónica a la que aspira cualquier país en un mundo abierto al “libre flujo de la información”. Sin embargo, las ilusiones se diluyen cuando en un documento oficial del Council of Foreign Relations se plantea el asunto en términos abiertamente imperiales:

      El objetivo de la política exterior americana es trabajar con otros actores de ideas similares para ‘mejorar’ el libre mercado y reforzar sus reglas fundamentales, si es posible por propia elección, si es necesario por obligación, a través de la coacción, por ejemplo. En el fondo, la regulación [del sistema internacional] es una doctrina imperial en el sentido de que busca promover una serie de normas que nosotros apoyamos, algo que no debe confundirse con el imperialismo, que supone una política exterior de explotación. (Haass, 1997, citado en Schiller, 1997/2006, p. 168, énfasis propio)

      Esta secuencia nos muestra un discurso que va escalando desde la simple estandarización (técnica) a una aspiración hegemónica (cultural), para pasar finalmente a una decisión de dominación (política). Para hacer más explícito el espíritu imperialista que guía la política norteamericana, el documento insiste en que “los gobiernos deben favorecer la autorregulación de la industria cuando sea necesario y apoyar los esfuerzos del sector privado para desarrollar mecanismos que faciliten el funcionamiento con éxito de Internet” (Schiller, 1997/2006, p. 174). Para ello, se deben evitar “áreas potenciales de regulación problemática” que “incluyen tasas e impuestos, restricciones sobre el tipo de información transmitida, control sobre el desarrollo de estándares técnicos, licencias de explotación y regulación de precios para los proveedores de servicios” (p. 174).

      Estas premoniciones, formuladas a finales del siglo XX, con veinte años de anticipación a la guerra comercial del momento, no parecían realistas, puesto que nadie ponía en duda los postulados de la globalización y la liberalización como verdaderas realizaciones de la democracia. No obstante, a la vista de lo que ha sucedido con internet a partir de la aparición de las redes sociales en el 2005, la expansión de Google y Apple, el control de la información personal por parte de las majors llamadas GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) y, sobre todo, lo que pasa con la guerra económica declarada por Estados Unidos para favorecer a sus empresas contra sus competidores más serios como Huawei, deberíamos recordar que la política imperialista está en marcha y, por tanto, que la vertiente de la economía política de la comunicación que se ocupa del imperialismo2 cultural no está precisamente en desuso, como lo pretenden algunos teóricos.

      En efecto, hay una escuela activa que se pregunta por las consecuencias de lo que se llama capitalismo digital. Dice Timcke (2017): “In 1999, when Dan Schiller wrote that ‘the arrival of digital capitalism has involved radical social, as well as technological, changes’ he was well aware of the historical forces that animate our current condition” (p. 7). El autor actualiza las sospechas de Schiller y concluye que los resultados del capitalismo digital son “security and rule, extraction and extortion, exploitation and dispossession” debido a “the close connections between Silicon Valley, entertainment and militarism” (Timcke, 2017, p. 9) luego de la aparición de Arpanet en 1969; esto es, una actualización del complejo militar-industrial, ahora con informática e industria cultural.

      Pero donde el autor encuentra consecuencias más nocivas es en la relación capital-trabajo que se está imponiendo en esta era del capitalismo global y que él llama trabajo no-libre:

      There are two problems here. The first is that the imposition of unfree labour means that it is difficult for workers to form a proletariat class-consciousness; instead, their subjugation means that they defer to social pre-political identities that ensure their particularity and otherness (…). There other identities are reifications that displace a politics of society for one of particularity. This is a form by which capitalists are successfully able to restructure and thwart opposition; it is successful class struggle ‘from above’. (p. 148)

      En otras palabras, es este el peor de los mundos, pues mientras más aumentan las tasas de explotación, más despolitizados están los trabajadores asalariados, ocupados ahora en problemas de identidad en vez de los problemas de clase.

      ¿Qué hay de nuevo sobre industrias culturales?3

      Hay aquí un concepto que subyace a las discusiones actuales de la economía política de la comunicación y la cultura y es el de industrias culturales en plural. El hecho de que sea en plural no significa que no posean unas características comunes que las hagan pertenecer al mismo sector, aquellas que las hacen industrias y, al mismo tiempo, culturales. La pregunta que nos plantea este segundo objeto de la economía política es la de la relación capital-trabajo y, por tanto, la de los procesos de valorización en dicha industria.

      Al funcionar como industrias, varios autores les atribuyen características distintas. Por un lado, Garnham (1999) las define como

      aquellas instituciones de nuestra sociedad, las cuales emplean los modos de producción y organización característicos de las corporaciones industriales para producir y distribuir símbolos en forma de bienes y servicios culturales, generalmente, aunque no exclusivamente, como mercancías. (p. 135)

      Por otro lado, Thompson (1998) les atribuye las siguientes características: 1) la transformación de las instituciones mediáticas en empresas con intereses comerciales a gran escala; 2) la globalización de la comunicación; y 3) el desarrollo de formas de comunicación mediáticas electrónicas.

      Aquí se puede percibir una divergencia en lo que se considera industria, pues casi siempre, desde el punto de vista económico, aparece el énfasis en la técnica o en el tipo de organización; es decir, la industria como producción técnicamente mediada —más exactamente, producción por medio de máquinas—, la industria como producción organizada en forma de empresa capitalista o las dos características juntas. Este último caso sería el tipo ideal, pero entonces dejaría por fuera del análisis las grandes producciones industriales que, rigurosamente hablando, no tienen un cálculo de capital y, por tanto, no producen bienes y servicios culturales como mercancías —típicamente, las instituciones del Estado—. Así mismo, excluiría grandes empresas de tipo mercantil que no tienen necesariamente que estar mediadas por tecnologías electrónicas de producción, sino que su función es más de intermediación (comercial).

      Castells (1999) diferencia claramente las empresas u organizaciones de las instituciones en los siguientes términos: “Por organizaciones entiendo sistemas de recursos que se orientan a la realización de metas específicas. Por instituciones, organizaciones investidas con la autoridad necesaria para realizar ciertas tareas específicas en nombre de la sociedad” (p. 180). En este sentido, podemos hacer algunas observaciones a la definición de Garnham (1999).

      En primer lugar, las instituciones solo pueden ser consideradas industrias en el sentido técnico, pues, por definición, son organizaciones encargadas de cumplir funciones en nombre de toda la sociedad y, por consiguiente, no pueden operar mercantilmente ni buscar fines privados de ganancia. Cuando esto ocurre, se convierten en empresas, es decir, en organizaciones que buscan obtener utilidades en el mercado y dejan, por tanto, de ser instituciones.

      En segundo lugar, si no producen bienes y servicios en forma de mercancías, entonces dejan de ser industrias en sentido empresarial, mercantil. En este sentido, es más lo que confunde que lo que aclara. Sin embargo, cuando se habla de los modos de producción y organización, entonces sí podemos entender que los primeros consisten en la separación tajante entre el propietario y el productor, mientras que los segundos se refieren a una fuerte especialización, a una división técnica del trabajo. En tal caso, estamos hablando explícitamente de empresas capitalistas.

      En cuanto a la caracterización que hace Thompson (1998), lo que está describiendo es exactamente el proceso de conversión de las instituciones en empresas y su posterior inserción en un mercado cada vez más

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