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      UNA FE DE ACERO INOXIDABLE

      “Si anduviere yo en medio de la angustia, tú me vivificarás”.

      (Salmo 138:7)

      La eché en su cunita con delicadeza, por fin se dormía. Estábamos agotadas las dos. Me senté a su lado a observarla, tan pequeñita, tan débil, tan indefensa, ¿por qué Dios? ¿Acaso no nos dijeron que ya estaba sana? ¿Qué tiene ahora? ¿Por qué no le baja la fiebre? Miré las paredes de la habitación decoradas infantilmente tratando de contener mis lágrimas y empecé a sentirme muy sola. Mi familia estaba lejos. Allá cuando mi hijo enfermaba, llegaban ellos y me sentía tan segura. Mi esposo demoraría en volver de la iglesia y yo le temía a la fiebre. “¡Qué soledad hijita, pero cuidaré de ti, no me moveré de tu lado!”. De rato a rato le tocaba la frente, la fiebre no se iba. Oré, sí oré.

      Sonó el timbre de la casa. Abrí la puerta. Era la mujer frágil, la misionera que formaba parte de nuestro equipo pastoral. Llegó unos meses después de nosotros. Me había buscado en la iglesia, porque ese día debía estar allí y como no me encontró vino a casa a ver que sucedía. Nos traía unas tortitas hechas por ella para nosotros ¿Acaso Dios no me estaba diciendo que no estaba sola? La hice pasar a la habitación de la bebé. Nos sentamos a charlar en voz muy baja para no despertarla.

      —¿Cómo está, muy mal?

      —Mucha fiebre.

      —¿Qué dice el médico?

      —Que no tiene nada que justifique esa fiebre, sólo le encontró la garganta un poco roja.

      —¿Nada más?

      —(Me pasé el llanto) —Nada más.

      —¡Qué raro, ¿no? En Lima no te sucedía esto.

      —(Me hice la fuerte) — No, no me sucedía.

      La comprensión de la mujer frágil, su cariño, sus bizcochos hechos para mí ese día, su voz tratando de animarme y sus brazos eran lo que precisamente necesitaba para llorar y desahogarme. Con esta visita Dios me estaba diciendo:

      —Vamos hija, llora, desahógate, expresa lo que sientes, tus dudas, tus temores.

      Pero no lloré. Me hice la fuerte. Me había secado las lágrimas que ya brotaban antes de abrir la puerta, así que conservé esa actitud. Mi hija había estado enferma un año sin descanso y yo necesitaba llorar, pero dejé que mi amiga partiera.

      Cuando me quedé sola acaricié mi vientre de cinco meses de embarazo y volví a temer. Le administré a Nataly una nueva dosis de antipirético, se lo vomitó y volví a sentirme sola.

      Mi esposo llegó por la noche. Un día de arduo trabajo, seguramente tendría muchas preocupaciones. Me miró, se sorprendió de mi expresión de angustia y me dijo:

      — ¿Por qué esa cara?

      Bastaron esas palabras para volverme a sentir muy sola. Lo había estado esperando para llorar con él y mi sensibilidad hizo que me sintiera incomprendida. Corrí a la habitación y me encerré a llorar. Lloré a gritos todo lo que no había llorado en un año de constantes tensiones y enfermedades. Lloré diciéndole a Dios que no entendía ¿por qué no nos daba un poco de reposo?, ¿por qué no teníamos victoria sobre la enfermedad?, ¿por qué tenía que seguir sufriendo mi bebé?, ¿por qué parecía siempre que no nos respondía?, ¿por qué teníamos que ir al médico cuando él tenia tanto poder?, y la duda ¿acaso no era tu voluntad que viniéramos aquí?

      Seguí llorando, mi esposo tocó la puerta de la habitación y me suplicó que me calmara, que me haría mal, que pensara en el otro bebé que tenía en mí. Quería seguir llorando, pero obedecí inmediatamente a su voz cuando me mencionó al bebé que esperaba. Después de todo una madre siempre piensa primero en el bienestar de sus hijos y yo no quería por nada del mundo dañar al hijo que llevaba en mis entrañas.

      Oré mas calmada, había sido bueno derramarse delante de Dios. No, mi fe no tenía por qué claudicar, debía levantarme, confiar en Dios, Él no nos prometió que todo sería fácil, además nunca nos abandonó, siempre estaba su fortaleza, si no ¿cómo llegamos hasta aquí? Oré en otra actitud y salí a encontrarme con mi esposo. Conversamos, él había creído que tenía también una esposa de “acero inoxidable”, por eso me habló así y había sido bueno descubrir y se lo reiteré que era de carne y hueso.

      9

      UN ALUD DE LÁGRIMAS

      “En todo tiempo ama el amigo, y es como un hermano en tiempo de angustia”.

      (Proverbios 17:17)

      A veces es inevitable el llanto. Si imaginas los pulmones enfermos de tu bebé puede desbordarse en un alud. Pero lo contengo. El médico dijo que no contagiaría, sin embargo, evito llevarla al salón cuna cuando llego al templo por precaución.

      La mujer frágil me observa. Conversamos hace unos minutos y estuvo de acuerdo conmigo, mi bebé podría llevarse a la boca los juguetes y luego otro niño hacer lo mismo, mejor evitar. Pero mi niña es inquieta, dejó de lado los juguetes que le traje y no sé que hacer con ella, empieza a interrumpir el servicio. La mujer frágil se acerca, ella siempre quiere ayudarme y ahora sí que tengo que esforzarme por contener el llanto, porque resuelta y tierna me ofrece los juguetes de su hijo para que mi niña se tranquilice y haga con ellos lo que quiera, aún llevárselos a la boca, y yo comprendo que es la forma más silenciosa en que puede decirme que me ama y disipar mi niebla.

      10

      SOBERANÍA DIVINA

      “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús”.

      (Filipenses 4:6-7)

      “Sus hijos no están en las manos de ustedes, ni en las manos del diablo, sino en las manos de Dios”.

      Fueron las palabras de nuestro pastor a través de una línea telefónica consolando a mi esposo cuando éste le compartió las vicisitudes que vivíamos. Y eran las palabras que repetía una y otra vez, en medio de mis oraciones angustiosas durante esos quince minutos que el médico demoró en bajar y la enfermera no hacía caso a mis palabras. Era evidente que el medicamento le había chocado a mi niño de cinco años, sentía picazón en todo el cuerpo y parecía que se desmayaba, sus ojitos se volteaban y se desesperaba de escozor. La enfermera lo examinó y como no encontró ronchas ni hinchazón visible dijo que podía esperar a que el médico terminara de pasar “visitas” en el piso del hospital. Luché no sé cuantos minutos en oración. Recordándole a Dios que mi hijo estaba en sus manos y repitiéndomelo a mí misma.

      Habíamos internado por Emergencia aquel mismo día a Rogercito por un cuadro de vómitos incontenibles que ya duraba dos días. Su estómago no soportaba ni el agua. Todo lo arrojaba y ni las inyecciones le habían hecho efecto. Cómo era evidente una pronta deshidratación, decidimos llevarlo y solicitar un suero intravenoso, a la vez que le hacían algunos análisis para diagnosticar su enfermedad. Mi hijo estaba aterrado. Era su primera experiencia en un hospital. Confieso que yo también lo estaba. El examen clínico y la sintomatología llevaron al médico a diagnosticar tifoidea y hepatitis pero los análisis salieron ambos negativos con respecto a estas enfermedades. Todo parecía indicar que las tenía, pero en realidad no era así. Entonces, ¿cuál era el origen de este cuadro tan severo de vómitos? El médico ordenó inyectarle un medicamento y salió. Fue entonces cuando se produjo la reacción. Yo sabía perfectamente reconocer una reacción alérgica porque tanto mi padre como yo lo somos y estoy segura que esa noche Dios guardó la vida de mi hijo y se la prolongó. No puedo precisar el tiempo que transcurrió hasta que por fin regresó el médico y ordenó inyectar el antídoto reconociendo que sí se trataba de una reacción

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