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barrios marginales las familias están atrapadas en la sobrevivencia, la desintegración familiar, el abandono, el hambre, la discriminación, la pobreza y la precariedad en múltiples sentidos.43

      EL ÁMBITO FAMILIAR

      Las distintas configuraciones familiares influyen en gran medida en la interiorización y asimilación de estereotipos ideales de lo que deben ser y hacer los hombres y las mujeres. Desde el nacimiento, las personas reciben un trato diferente según su género, tanto en los juegos, el uso de colores, el lenguaje, los nombres, los espacios propios para estar, etcétera.

      Muchos niños y jóvenes viven esta presión de forma traumática en su infancia, sufren frustración tras las burlas, las imposiciones y los castigos a los que fueron sometidos por sus padres, hermanos y compañeros. Frecuentemente se les dice: «tienes que ser hombre», o «para que aprendas a ser hombre», convirtiendo esas expectativas en moldes rígidos del «deber ser».44

      En repetidas ocasiones son las madres las que suelen vigilar la masculinidad de sus hijos e intentan continuamente reformarlos. Por ejemplo, se les señala: «no aguantas nada», «lloras como una niña», o «aguántese, ¿qué no es hombrecito?» Si bien se ha insistido (en algunos casos) que todo hombre tuvo una madre que lo crió, también es cierto que ellas no son las únicas responsables de la construcción de la masculinidad de los varones.

      Es así que, consecuentemente, «volverse hombre» es alejarse de la influencia femenina. Entonces «el hombre es más hombre cuanto más se aleja de lo femenino». Se observa así un modelo hegemónico de masculinidad; éste supone que un «verdadero hombre» oculta su miedo y dolor y resiste a difíciles pruebas.

      Por ejemplo, a los varones adultos se les suele justificar diciendo: «es de carácter fuerte», «es un poco brusco», «es muy exigente», o «así son los hombres», y sucede desde luego que se justifican de alguna manera las conductas machistas y violentas.45

      EL ÁMBITO ESCOLAR

      Por otro lado, está el ámbito escolar (como grupo secundario de socialización), en éste, es común que el profesorado interiorice los estereotipos dominantes y los reproduzca. Es a través del «currículum oculto»46 que la escuela reproduce valores, actitudes y conductas fomentando las relaciones jerárquicas de género, donde las mujeres constituyen el grupo socialmente subordinado.47 Es así que «las escuelas no son [sólo] agencias socializadoras; [también] son agencias colonizadoras».48

      Es por esto ciertas actividades son monopolizadas por un sexo; por ejemplo, a las chicas comúnmente no se les da la misma formación en las áreas de mecánica, física y matemáticas como a los chicos. Mientras que éstos últimos no aspiran a realizar roles de «cuidador» o a profesiones consideradas como femeninas, pues son vistas como inferiores.49

      Asimismo se generan características supuestas como «masculinas», tales como la despreocupación, la tendencia a infringir las normas, resolver problemas matemáticos, la competencia, el trabajo físico y la actitud territorial. La actitud territorial (dominante) por parte de los chicos, es tanto en el aula como en el patio de recreo, no sólo compiten por el espacio, también lo hacen por la atención del profesor/a en una constante lucha de poder. Matizado por sus «osadías» y «peleas», asimilando su identidad masculina con la imagen de un cuasi-héroe.50

      Empero, también es una realidad que ser hombre y estar en el ámbito escolar no es sencillo, ya que la escuela es un «campo de prueba» para demostrar cuán masculinos son. Bajo una fachada (agresiva y temperamental), negando todo aquello que pudiera estar relacionado con lo femenino (dolor, emotividad, delicadeza).51 Puesto que para hacer valer su identidad masculina los chicos deberán afianzarse en tres pilares: 1) que no son una mujer, 2) que no son un bebé y 3) que no son homosexuales.52

      Entre tanto, los varones que no se ajustan al canon suelen ser objeto de acoso, burla y hasta de violencia (física y verbal) por parte de otros chicos, ya que éstos últimos aprovecharán cualquier ocasión para confirmar sus cualidades «masculinas» (superiores), frente a la vulnerabilidad del otro, con un lenguaje homofóbico, empleando calificativos como el de «cobarde», «nenita», «marica» o «afeminado».53

      LOS GRUPOS DE PARES

      Los grupos de pares también son importantes en la construcción de las diferencias sexuales. Ya que el tener amigos/as constituye una manera de adquirir conocimiento social, es decir, éstos son agentes de socialización de género.54 Es una forma de cultura informal, pues la información transmitida sobre las diferencias de género y sexo se filtran a través de estas agrupaciones.55 Por ejemplo, los grupos conformados sólo por chicos, comúnmente tienden a comunicarse poco verbalmente; pero en su juego destaca el contacto corporal (la pelea), la rivalidad, el enfrentamiento y la pugna. Juegan de manera muy física, es decir, dominan los espacios corriendo y persiguiéndose.56 Además, entre ellos está bien visto el que se les considere como promiscuos, «Don Juanes» e infieles.57 Aun siendo adultos, muchos varones siguen retándose entre ellos, tratando de descubrir «quién es más hombre»; hacen hincapié en su sexualidad, asociada más con el poder que con el amor.

      La violencia cultural

      Ahora bien, la violencia está ligada a la existencia de pautas culturales vinculadas a la socialización y a la educación de género. A unos y otros varones se les permite ser violentos en rangos y grados distintos. Es así que las masculinidades prevalecientes todavía están cargadas de violencia que se demuestra a través de los deportes, las competencias rudas, la política, las profesiones y hasta a través de los delitos. Es en este cuadro complejo de convivencia entre los géneros, donde se gesta la violencia, sobre todo de hombres contra mujeres.58

      El hombre agresor ejerce su violencia hacia la mujer por la convicción de que tiene derecho a someterla, a corregirla porque tiene superioridad moral sobre ella. Tal vez, si nos imaginamos la configuración de ese derecho tradicional y hegemónico en la mente del agresor, estaremos en mejores condiciones de entender la secuencia de violencia que conduce al feminicidio.59

      Asimismo, la violencia ha sido asumida como «normal» en la conducta de los varones, entretejida en las prácticas culturales y el arraigo del capital cultural (tradicional) histórico, y ¿por qué?, porque les sigue proporcionando privilegios. A éstos se les puede nombrar como «pactos patriarcales», conceptualizados como formas de pensar y obrar de complicidad entre los sujetos, donde el poder y la violencia se piensan como parte de la supuesta «esencia masculina».60

      Entonces, muchos hombres, a partir de esos privilegios se autodefinen como «dueños», «patrones» y «protectores», se creen con la capacidad de decidir el destino del cuerpo femenino, el que debe estar dispuesto a ser poseído, sometido, compartido o domesticado, según voluntad y antojo.61

      Asimismo, ciertos discursos (biologicistas) han pretendido justificar el ejercicio de la violencia por parte de los hombres hacia las mujeres, argumentando que responde a cuestiones naturales (como algo innato), de su carácter e identidad masculina. Pero es claro que las masculinidades (forjadas desde la infancia) son construidas en lo social.

      Para reflexionar

      Ante todo lo dicho, la violencia y el feminicidio no son sólo el resultado de una cultura machista, patriarcal y misógina, producto de la socialización diferenciada. También tiene que ver con la falta de recursos materiales y simbólicos para generar dinámicas sanas en las relaciones entre hombres y mujeres, ya que nuestro contexto alude a una sociedad fracturada e indolente, donde a través de las instituciones como la familia, la Iglesia, la escuela, el Estado y el trabajo subsisten recursos simbólicos que naturalizan formas de violencia y discriminación de lo femenino.62

      Los hombres, para hacer valer su función soberana se sentirán habilitados para censurar y disciplinar a las mujeres por

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