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dichas necesidades pueden producirle, sobre la influencia del psiquismo en la infertilidad y, finalmente, sobre los requisitos que los aspirantes a padres adoptivos deberían poseer para poder hacerse cargo de un niño con severas carencias emocionales y, a menudo, también físicas.

      Por otra parte, el segundo y tal vez más significativo propósito de este libro —que puede sorprender a más de un lector— es informar adecuadamente sobre los aspectos más desconocidos de las adopciones. Es necesario llegar a asumir que ser padres adoptivos tiene aspectos muy distintos a ser padres biológicos y que, precisamente por ello, hay que poder contar, desde que aparece la idea de adoptar a un niño, con algún tipo de asesoramiento para ir comprendiendo las diferencias y el significado de determinados comportamientos de los niños, a veces muy sorprendentes, y poder construir en buenas condiciones las bases de la futura familia.

      Desearía no olvidar a nadie, pero son tantos años de trabajo y de contactos profesionales con tantas personas cualificadas, que tal vez no lo consiga.

      Mi formación y los conocimientos que he ido adquiriendo a lo largo de los años debo agradecerlos, en primer lugar, a los psicoanalistas del Instituto de Psicoanálisis de Barcelona que decidieron dedicar una parte de su tiempo a la formación de psicoterapeutas psicoanalíticos. Estoy hablando del equipo que inició generosamente la docencia y la formación en Barcelona para una psicoterapia psicoanalítica en la Institución Pública y que estaba formado por Ramón Bassols, Josep Beà, Alberto Campo, Júlia Coromines, Terttu Eskelinen, Josep Oriol Esteve, Luis Feduchi, Pere Folch Mateu y Víctor Hernández. Sus cursos, de 1977 a 1986, se basaban en la asistencia directa a pacientes, en la enseñanza teórica y en la investigación. Tuve la gran suerte de poder participar en toda aquella tarea docente, sin exámenes ni puntuaciones, pero con muchos espacios de teoría y de trabajo práctico con supervisión en grupo pequeño que, en el caso que a mi me afecta, iba a cargo de la doctora Júlia Coromines y del Dr. Pere Folch Mateu. Pude disfrutar, además, de experiencias altamente estimulantes basadas en el gran interés colectivo que se respiraba en aquel aprendizaje y del trabajo realizado en diferentes hospitales de Barcelona (Hospital Clínic, Hospital de Nens, Hospital Sant Pere Claver).

      Expreso mi especial reconocimiento al doctor Víctor Hernández, gracias al cual aprendí a vivir de una manera mejor.

      Agradezco también haber podido formar parte, el año 1977, del equipo fundador del Centre Emili Mira, al que todavía pertenezco, y que me ha permitido formarme también como docente a partir de las tareas internas y externas que en él se realizaban con la colaboración de todos los compañeros: sesiones clínicas, seminarios, supervisiones, cursos.

      Agradezco especialmente la maestría y las supervisiones de la doctora Júlia Coromines y del doctor Josep Oriol Esteve, durante tantos años, y las enseñanzas y supervisiones en cuestiones de terapia de familia y de trabajo con grupos y organizaciones a cargo del desaparecido y añorado doctor Jorge Thomas.

      También debo agradecer lo que he aprendido a partir del contacto con compañeros, alumnos y pacientes. A lo largo de los años he ido asimilando como algo mío tantas influencias que, ahora, me sería muy difícil saber de qué se trata y de quién lo he recibido. Sólo sé que forma parte de mi bagaje de conocimientos y que, en buena parte, a todos ellos se lo debo.

      En cuanto al tema de las adopciones, me ha sido muy útil todo lo que acabo de comentar así como las colaboraciones con otros profesionales, todos ellos expertos en dicha materia tan delicada, entre los cuales destacaría a Yolanda Galli, Josep Oriol Esteve, Carmen Amorós, Fabiola Dunyó, Teresa Ferret y Pere Jaume Serra.

      Para terminar, debo agradecer la lectura que han hecho de este libro mi hija Rosa, mi marido Francesc Vallverdú, Rosa Boixaderes y Raimon Pavia. Las sugerencias que, con su generosidad, me han ofrecido todos ellos me han permitido pulir, completar y mejorar lo que me proponía transmitir.

      Muchas gracias a todos.

      Carme Vilaginés

      En primer lugar, me gustaría explicar por qué he decidido escribir sobre un tema tan candente y controvertido como el de las adopciones. Desearía dejar claro que, a mi entender, si hay niños abandonados y maltratados, hay que ayudarles y también que, en muchos casos, la adopción puede ser una vía muy buena para garantizar el bienestar y el progreso de los niños y que, además, puede producir goce y satisfacción a las distintas partes implicadas. Ahora bien, mi profesión me ha hecho entrar repetidamente en contacto, a lo largo de muchos años, con familias adoptivas que, por diferentes razones, sufrían mucho. Este es el motivo por el que no comentaré las cosas buenas y altamente satisfactorias que puede proporcionar, en muchos casos, la adopción de un menor. Hay suficientes libros en el mercado que hablan de ello. Este texto nace con la voluntad de tratar aquellos temas que, en general, son considerados tabú por una buena parte de nuestra sociedad, profesionales de la psicología incluidos y, especialmente, por los medios de comunicación. Creo que son temas que deberían ser divulgados y conocidos con el fin de evitar sufrimientos inútiles. Hablaré de cosas que tal vez a alguien puedan parecerle duras, pero mi experiencia profesional me ha demostrado, en muchas ocasiones, que la situación de muchas familias adoptivas puede llegar a ser durísima, precisamente a causa de no haber podido contar previamente con los conocimientos necesarios y de no haber sabido, antes de dar el paso definitivo hacia la adopción, el terreno en el que pensaban adentrarse y, en consecuencia, de no haber podido tomar las medidas de prevención adecuadas.

      Algunos padres adoptivos llegan a la consulta clínica pidiendo ayuda porque, dicen, se dan cuenta de que no han conseguido ser una auténtica familia. Y eso lo dicen cuando ya llevan más de quince años de convivencia con los hijos adoptivos.

      Una madre me decía, con lágrimas en los ojos, que ella, ante la actitud rechazadora y menospreciadora del hijo desde que lo adoptaron a los dos años de edad —y ya llevaban siete juntos— todavía no había podido sentirse madre de aquella criatura: sentía muy profundamente que el hijo no le dejaba ser más que una especie de monitora y, además, tenía el pleno convencimiento de que no salía muy airosa de dicho cometido. Las reacciones del hijo le daban a entender, constantemente, que no la quería como madre, que no era digna de ello. El niño, que había sido muy maltratado antes de quedar abandonado por las calles de una gran ciudad (era lo único que de él se sabía), con su modo de comportarse intentaba traspasar a la madre los sentimientos de rechazo que él no había podido digerir y lo cierto es que conseguía llevar muy bien a cabo dicho traspaso: la madre se sentía poco valiosa y rechazada… pero tampoco podía digerirlo porque no entendía el significado profundo del comportamiento del hijo.

      Hay padres que se quejan de la poca satisfacción que les produce el hijo adoptivo o del mal trato que de él están recibiendo. Otros, se muestran muy decepcionados e impotentes ante las quejas, las demandas e, incluso, la violencia del hijo o de la hija hacia ellos. Los hay que se dan cuenta de que nunca han entendido a su hijo y son muchos los que se sienten tan culpables que no cesan de preguntarse qué es lo que han hecho mal. Los hay que están muy preocupados porque son conscientes de no saber tratar adecuadamente a su hijo: a menudo se sienten desbordados por el comportamiento del niño o del adolescente y, como tampoco entienden qué es lo que ocurre, en vez de poder reaccionar con madurez, reaccionan, contra su voluntad, con violencia verbal y, a veces, también física. Es muy dramático encontrarse ante unos padres que acaban de descubrir amargamente, después de dos o tres años de adopción, lo que los profesionales no habían podido detectar y advertir antes de que se hubiese llevado a cabo dicha adopción: que no estaban capacitados para hacerse cargo de una criatura con tantas necesidades, porque ellos mismos se sienten tanto o más necesitados que el hijo. Se dan cuenta del daño que le están infligiendo, del maltrato que le dispensan, pero no consiguen cambiar de actitud.

      Las causas de la demanda de ayuda son muy diversas, pero hay un denominador común: todos los que consultan vienen con mucho sufrimiento a sus espaldas acumulado a lo largo de los años y con fuertes sentimientos de vergüenza, culpa y fracaso.

      He podido observar que, si bien algunos de los problemas también los hallamos en la consulta con hijos propios, en el caso de

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