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de lo social procedían de una atenta observación en el ámbito social e histórico en busca de patrones. A partir de estos fenómenos se formulaban las hipótesis que luego se contrastaban con observaciones posteriores. Comte insistía en que había que partir de la observación de lo «social», suspender las especulaciones sobre las causas primeras y estar dispuesto a reevaluar las hipótesis. De ahí que ocupe un estatus canónico no sólo en su calidad de fundador del positivismo, sino asimismo como forjador del campo de la sociología científica[11].

      John Stuart Mill reformuló científicamente su idea del método inductivo/deductivo a la luz de las discusiones metodológicas de Comte. Además, suscribía la idea comtiana de la evolución histórica, sobre todo la premisa de que son los factores históricos, no los biológicos, los que más influyen en la vida social de los humanos. Por último, también deseaba subordinar algunas de las ciencias sociales más limitadas a una ciencia social integradora. Pero, aunque Mill había proclamado la existencia de una ciencia holística capaz de tener en cuenta la amplia variedad de motivos y metas que caracterizaban a la conducta humana, consideraba que la ciencia social era una síntesis o suma de disciplinas de diversas ramas (psicología, economía y otras que no cita). Estas ramas, cuyo máximo exponente era la economía política, proveerían algunas de las leyes que explicaban parcialmente la naturaleza humana, tras observar los distintos ámbitos de la sociedad (Mill, 1844, pp. 135-136). No queda claro si Mill creía que la ciencia social era un campo propio o no era más que una metodología pensada para sintetizar las percepciones de sus elementos constituyentes (Brown, 1984, pp. 136-147).

      EL COMTISMO EN INGLATERRA Y FRANCIA

      Algunos términos aparecen una y otra vez en las formulaciones del positivismo de Comte, por ejemplo, «unificar», «conectar» o «completar». Al igual que Hegel, parecía sentir la necesidad compulsiva de resolver las contradicciones y de restaurar la coherencia en el ámbito de la experiencia humana. Inspiró a individuos a los que preocupaba la idea de que la civilización europea occidental hubiera «deshecho» algo fundamental; individuos que anhelaban, con los románticos, vivir en el seno de una cultura en la que los conflictos se reconciliaran o, al menos, cupiera la posibilidad de reconciliación. De manera que lo que en parte explica las diferencias de recepción en Francia e Inglaterra está relacionado con el problema de las distintas percepciones del conflicto, tan característico de la cultura europea.

      Puede que la respuesta más característica del siglo XIX a la cuestión de qué había trastornado a la cultura europea fuera la ruptura del vínculo, que hasta entonces se había dado por sentado, entre la fe religiosa y el curso de acción correcto. Hacía mucho que la fe en un Plan divino había anclado los preceptos morales, pero lo que había unido la presencia de Dios lo estaba destruyendo rápidamente la ciencia de los hombres: al menos era lo que pensaban las elites. Con todo, aunque se trataba de un tema cultural común, existían variantes nacionales.

      En Inglaterra, la frase «pérdida de fe» podía significar dos cosas: el debilitamiento de la convicción de que Dios nos había elegido personalmente para realizar nuestros deberes sociales o la puesta en cuestión de la idea de que había que basarse en motivos morales para que la acción fuera bien recibida, pues la Causa Primera diseñaba, de forma invisible pero insoslayable, las motivaciones humanas. Ambas versiones de la «pérdida de fe» minaron la confianza en que cada cual cumpliera sus deberes para con los demás. La pérdida de confianza en las fuentes de la benevolencia, unida a una tradición empírica fuerte y vital, que privilegiaba la deriva egoísta para explicar los postulados de las ciencias humanas, generó un interés obsesivo por los motivos de la acción virtuosa. Los victorianos cultos hablaban a menudo de lo que se ha reconstruido de forma muy evocadora como «el idioma del egoísmo frente al del altruismo del siglo XIX» (Collini, 1993, pp. 67, 60-90 passim). Fue Comte quien acuñó el término «altruismo», que pasó rápidamente a ser de uso común. Los victorianos fueron especialmente receptivos, no sólo al nuevo término de Comte, sino asimismo a las pruebas que aducía para demostrar que la evolución social no podía destruir el impulso del individuo a cumplir con sus deberes.

      Este contexto estético y ético era el que más convencía a la audiencia inglesa de Comte. John Stuart Mill acusa la influencia de Comte en su lógica de las ciencias sociales y también se sentía irresistiblemente atraído por la noción de religión basada en la humanidad de Comte (Mill, 1874b). Alexander Bain, John Morley, George Henry Lewes, George Eliot y Harriet Martineau se adhirieron parcialmente al sistema positivista de Comte, y otros (por ejemplo, Matthew Arnold, Henry Sidgwick y Leslie Stephen) lo leían con una simpatía sorprendente porque, teniendo en cuenta sus intereses morales, era alguien con quien había que contar. Desde mediados de la década de 1850 hubo un movimiento positivista oficial, liderado por Richard Congreve, al que pertenecían E. S. Beesly, J. H. Bridges y el prolífico Frederic Harrison.

      Lo que más le gustaba a Harrison del positivismo era su intento de refundar «las verdades universales del corazón y de la conciencia humanas: [es decir] resignación, entrega, devoción, adoración, paciencia, coraje, caridad, gentileza [y] honor en una teoría basada en pruebas históricas y científicas más que en la explotación de la mitología» (Harrison, 1911, I, pp. 210, 276). Nunca puso en duda las virtudes; lo difícil era reavivar las fuentes de la acción moral y armonizarlas

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