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tener inquietantes dudas e hizo gala de una percepción bastante ingenua de las dificultades de un proyecto de estas características. Como rechazaba cualquier analogía con las matemáticas –una analogía que brindó pingües beneficios a pensadores tan diversos como Hobbes, Condillac, Condorcet, Bentham y James Mill–, su exposición de la asociación de ideas carecía del prestigio prestado de la certeza matemática. Y debido a su implacable descripción de las deficiencias del lenguaje y de la memoria humana, su propia pretensión de haber descubierto una cadena sólida de ideas se iba deshilachando progresivamente. El pensamiento social de Tracy oscilaba entre la proyección hacia el futuro de un modelo natural purificado de interacciones sociales y unos tímidos intentos de hacer frente a la inevitable debilidad e irracionalidad humana en el presente. Su particular versión de la economía política es un buen ejemplo de estas tensiones, pues dejaba a sus lectores con la sensación de que existía una preocupante brecha entre la ciencia de la felicidad y la satisfacción, por un lado, y, por otro, la aplicación práctica de dicha ciencia, que conducía a toda clase de infelicidad y privaciones.

      Tracy prologó su discusión de la economía política con una serie de definiciones «ideológicas» de la personalidad, la propiedad, la riqueza y el valor que enfatizaban el potencial de la interacción económica para crear una sociedad utópica de intercambio basado en el interés propio. Desde el punto de vista de la producción, los impedimentos más serios para el funcionamiento ideal de una mano invisible benevolente eran los extraviados «ociosos» aristocráticos, que se empecinaban en mantenerse al margen del comercio y las costumbres republicanas, distorsionando así un proceso de producción que resultaría beneficioso para todos. La lógica de Tracy aplicada a la voluntad y sus efectos sublimaba las leyes científicas de la producción y las identificaba con las leyes de la felicidad social. Pero Tracy había leído a Malthus. De hecho, su adopción de una perspectiva malthusiana, pesimista, en torno al problema demográfico popularizó estas ideas en Francia. Desde el punto de vista de la distribución real del producto social, señalaba Tracy, no había motivo para el optimismo: había que reconocer que en todas partes prevalecían «las necesidades sobre los medios, la debilidad del individuo y su inevitable sufrimiento» (Destutt de Tracy, 1817, IV, pp. 287-288). Del mismo modo que los defectos radicales de la memoria y el lenguaje restaron credibilidad a las aseveraciones más generales del método filosófico de Tracy, reconocer las inevitables limitaciones humanas contradecía igualmente el surgimiento histórico de un modelo ideal de commerce social en el que todos ganaran. Hizo un lúgubre retrato de un producto social desigualmente distribuido, que causaba infelicidad y sufrimiento a los asalariados, aunque reiteraba que la justicia requería del debido equilibrio entre el placer y el dolor individuales. Además, pese al contraste tan marcado entre teoría ideal y hechos insoslayables, sus propuestas de aplicación de la ciencia social no iban más allá de exigir educación, completa libertad de comercio y la libre circulación de personas. Este desesperanzado contraste entre las utópicas exigencias de la economía política y las limitaciones que le eran inherentes nos permite entender por qué la economía política no supo afianzarse en la imaginación de los franceses.

      Puede que resulte de utilidad analizar brevemente el surgimiento de la economía política en Inglaterra a principios del siglo XIX. En la década de 1830 había alcanzado allí cierto prestigio intelectual en calidad de ciencia autónoma, elaborada por una comunidad intelectual activa y consciente de sí, en contacto regular tanto con los científicos naturales como con las elites políticas. Se ha dicho que, entre 1815 y 1820, «todo ser pensante en Inglaterra tenía que formarse una opinión sobre problemas económicos muy complejos» (Graham Wallas, citado en Milgate y Stimson, 1991, p. 8). Aunque teóricamente la economía política solía subsumirse en la noción más amplia del estudio científico de la sociedad en su conjunto, se la alababa como la rama más desarrollada y útil de las ciencias sociales: su primera «empresa exitosa» (Deane, 1989, p. 96). De hecho, a lo largo de todo el siglo XIX la economía política se consideró parte esencial de un discurso político «científico» e informado: «Sus tropos y figuras retóricas aparecían una y otra vez en los discursos, escritos y conversaciones de todas las clases sociales» (Kadish y Tribe, 1993, p. 3).

      Esta idea del alcance científico de la economía política se aprecia en la introducción a la edición de 1836 de An Outline of the Science of Political Economy, de Nassau Senior. Senior compara a la mayoría de los autores de la «escuela inglesa» con los autores del continente europeo y con unos cuantos seguidores ingleses descarriados. Según Senior, la economía política no estudiaba sólo la ciencia del bienestar, sino asimismo la ciencia de la producción de riqueza. Sus hallazgos eran concretos pero muy convincentes, y quienes gobernaban debían seguirlos porque una de las grandes metas del arte del gobierno siempre era la maximización de los recursos. La economía política era, por lo tanto, una «ciencia subordinada» (Senior, 1965, p. 3). De la mano de las filosofías utilitaristas de Bentham, los Mill y Sidgwick, la perspectiva de que la economía política ocupaba un lugar central pero subsidiario en las deliberaciones públicas popularizó la práctica de sopesar las conclusiones científicas de la economía política con un criterio más general de justicia social (utilitarista). No se esperaba que la economía misma integrara normas morales, sino más bien que la ciencia de la economía sirviera de apoyo a las tareas más generales de las elites políticas. Medio siglo después, tanto Alfred Marshall como Henry Sidgwick articularon variaciones de este tema. En su discurso de apertura del curso en Cambridge, Marshall afirmó que el «órganon» económico –es decir, el análisis científico de los motivos que mueven a los seres humanos, y que describe sus formas de agrupación e interrelaciones– clarificaría aspectos importantes de la vida social, pero sólo era una «máquina» o «herramienta» para instilar el sentido común que debería subyacer al juicio político en cuestiones de moral y política (Sidgwick, 1904, pp. 163-165). Sidgwick expresó la relación entre economía y ciencia social en términos similares: la ciencia de la economía no era la única ciencia social pero, al menos, se habían hecho progresos notables con ella y tenía algo que mostrar. Los economistas políticos, al contrario que los sociólogos, no estaban «siempre disputando sin establecer nada firme» (Sidgwick, 1904, p. 189).

      Por lo tanto, en Inglaterra se rechazó tanto una economía política directriz de un nuevo orden político y sustentada en un supuesto carácter científico, como la etiqueta de ciencia de la felicidad humana. En Francia se pedía a la economía política algo más grande, más amorfo y evanescente, lo cual generó unas concepciones de la ciencia social definida en contraposición a la economía política más que en conjunción con ella.

      LA LÓGICA CIENTÍFICA DE LO «SOCIAL»

      Quisiera hacer un pequeño esquema de las reacciones suscitadas en tres grupos de la Francia posrevolucionaria por las primeras exigencias planteadas por los franceses a la economía política. Me refiero a los liberales doctrinarios de la Restauración y de la Monarquía de Julio; a los reformistas católicos, especialmente preocupados por el coste de la industrialización y por temas como el bienestar y la reforma de las prisiones; y, por último, a los jóvenes radicales de la oposición de izquierdas que estaba renaciendo. Por diferentes razones, ninguno de estos entornos parecía estar prendado de la

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