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negras se derramaban sobre el papel. Imágenes conservadas en una forma primaria para esperar la revelación en su interior, revelación que comenzaba a vislumbrar y cuyo vaciado definitivo a la tela estaba interrumpido. Comprendía, de pronto, el sentido de su angustia. Colocó los apuntes en la mesa en el orden cronológico en que fueron tomados. Solo días de diferencia entre ellos. Y al mirarlos tenía de nuevo cada escena total y presente, detenida en el espacio como en el minuto mismo del impacto. Frente a Clara se sucedían las imágenes: un hombre en la calle, un rostro de niño, la Avenida Chan An agobiada por el verano. Todo lo que soñaba pintar y que un día Germán sorprendió en su taller. A pedido suyo había distribuido aquella vez los apuntes para explicarle sus significados, lo que ella veía, el punto en donde la tocaron. Se estremecía hablando, temerosa ante la incertidumbre y la inminencia de la creación. Se expresaba humildemente, deteniéndose en cada apunte como frente a un milagro.

      —Ya estoy en lucha, Germán, en lucha con ideas y formas. Déjame enseñarte la primera tela que trabajo; me ha costado muchas horas y mucho esfuerzo; tiemblo ante el temor de no llegar al equilibrio.

      Su pasión le impidió notar la frialdad que ascendía al rostro de su amigo. Cuando volvió la tela, este la dejó inmóvil con su exclamación:

      —¡Es increíble!

      Las dos palabras sonaron algo brutales y Clara levantó la cabeza un poco aturdida. No era el tono de sus viejas polémicas, era un rechazo absoluto y tajante.

      —¿Tú crees que se puede venir a China y pintar caprichosamente? ¿Piensas mirar esta tremenda realidad con los ojos viciados? Quisiera ver la reacción de nuestros amigos chinos frente a estos apuntes y a esa tela. No sabes lo que estás haciendo.

      Clara sostenía el cuadro como un muro que se estremecía bajo la emoción de su mano. Germán había sido siempre el primero de los amigos a quien enterara de sus proyectos, suya la mejor frase de elogio o de reproche y la más respetada; nadie poseía tan agudo y exacto instinto de captación. Detenido frente a sus cuadros, decía la palabra justa y reveladora. Pero en ese momento no había lugar para una discusión amigable y cualquier respuesta encendería una riña.

      —Si no comprendías lo que esto significaba, jamás debiste haber empezado a pintar. Estás aquí porque, además de ser nuestra mejor pintora, tenías una actitud valiente y rebelde. Todo lo aplaudíamos en ti, allá estaba bien, se debía atacar, abrir camino, señalar errores; pero acá eso no se justifica, la situación es otra, se ayuda a construir un mundo nuevo. Un artista en medio de esta revolución va hacia adelante, no puede ponerse a dudar, está entregado a una causa mucho mayor que a sí mismo, nada hace a medias: “conmigo o contra mí”.

      Clara había cogido la tela con ambas manos para volverla a colocar en su sitio. Lo hizo dificultosamente porque un súbito malestar le llenaba de agua la boca como si fuera a desmayarse. Mientras alcanzaba uno de los sillones de mimbre y sacaba el pañuelo, recordó, de pronto, que ya le había sucedido algo semejante en Italia, en una de las piezas del Quirinal. La profusión de dorado en el techo y las paredes, en el borde de las cortinas y de los muebles, le produjo mareo y náuseas y tuvo que abandonar la sala apoyada en el guía. ¿Por qué recordó aquello?

      Su aspecto alarmó a Germán, que se acercó rápidamente; cambió de actitud en un segundo y ella lo tuvo frente a su sillón con el aire azorado de un niño.

      —Debí hablarte hace mucho tiempo. Tú sabes…, soy a veces un poco brusco…, sin quererlo; pero trata de entenderme, por favor. He deseado tanto hacerte comprender la dimensión de esta realidad, alejarte de un pasado sin futuro, que me pongo violento, no sé dominarme y esperar de ti misma la reacción, una reacción frente a lo inmediato, a la posibilidad, la posibilidad de ser felices. ¡Cómo quisiera hacerte comprender, Clara! Yo quisiera…

      No terminó la frase porque ella se reponía y lo miraba fijamente. Se enderezó con dificultad y permaneció un momento frente a Clara, la cabeza gacha y el aspecto desolado. Después giró sobre sus talones y salió sin despedirse .

      Ella fue a su dormitorio y se echó sobre la cama.

      Estaba tendida y tenía miedo. Se aferraba a la noche como la única posibilidad de olvidar su cuerpo. Alguien se inclinaba buscar el latido de su corazón en la muñeca. Sobre la esfera luminosa del reloj el minutero corrió sesenta segundos.

      ¿Cuánto tiempo corrió después? Otra vez la sensación de absurdo, todo carecía de sentido. Vio a Javier detenido en la losa de aterrizaje. Se iba sola a los ocho años de su segundo matrimonio, unión adulta, sin despedidas ni separaciones. Ocho años de continuidad rotos en un instante, por volar, tal vez, a la aventura. Clara protestó del viaje en un comienzo, dijo simplemente que no, estaba demasiado cansada, deberían habituarse de nuevo a la idea de continuar la vida solos como antes y no huir de ella; pero la adaptación tardaba, su cuerpo se resentía de la violenta interrupción sufrida a los ocho meses de un proceso natural que efectuaba por primera vez y que la fatalidad cortó. Prefería seguir viviendo como si la mascarilla de anestesia estuviera todavía suspendida sobre su cara. Era mejor dormir, librarse de la miseria física, acostumbrarse a la muerte; acallar en definitiva el claxon y las luces que se venían encima y luego el espantoso ulular de la ambulancia. En el taller quedaron sus trabajos, papeles y telas en los cuales intentó captar algo de la compleja naturaleza humana. Vanidad increíble y repetida. ¿Para qué…? Javier comenzó a insistir, insistió Germán, le escribieron. ¿Para qué…? No quería emprender tarea alguna, no deseaba nada. Sonreía observando la pasión de Javier empeñado en sus clases, sus investigaciones y su último ensayo. ¿Para qué…? Si la vida es impuesta sin consulta previa, ninguna necesidad había de justificarla.

      Pero también esa pasividad terminó un día y fue al taller para reintegrarse a la pintura, aunque sin lograrlo aún del todo: períodos de intensa actividad creadora mezclados a caídas, desánimo e indiferencia. Meses y semanas que terminaron en la cabina de un avión.

      —Nos veremos pronto —dijo su marido al besarla—; en cuanto arregle mis asuntos vuelvo a reunirme contigo.

      Alguien caminaba en el corredor. Sus pisadas absorbidas por la alfombra eran un leve rumor que al llegar a la esquina sonaban fuerte sobre la baldosa. “Debe ser Fanny que vuelve”. Con este pensamiento miró el reloj y vio marcada en la esfera la una de la mañana. No tenía sueño y aunque se acostara permanecería despierta esperando el paso de las horas, horas en que solía escribir a Javier hasta ser sorprendida, a veces, por la primera luz de la madrugada.

      Los pasos volvieron a oírse y Clara puso atención. Acababan de pararse frente a su puerta. Un tímido golpe sonó en la madera y ella dio autorización para entrar con un poco de extrañeza.

      La rubia cabeza de Fanny asomó sigilosamente:

      —¿Se puede…?

      Sin esperar respuesta cerró la puerta tras de sí y pasó al recibidor. Clara pensó que llenaba la sala su cabello platinado y su exuberancia. Vestía una bata negra muy ceñida y sostenía un cigarrillo en los dedos. “Parece un Toulouse”, se dijo observándola.

      —Como oí a Germán moverse en su departamento me atreví a volver… ¿Molesto?

      Clara negó sin palabras. La alusión a su amistad con Germán había sido dicha entre sonrisas torcidas, pero no valía la pena detenerse en ello. La muchacha jamás entendería una amistad como la de ambos, y eso era, desde su punto de vista, absolutamente justo.

      La vio sentarse y agitar las manos.

      —Tenía que contárselo a alguien y tú me pareces la única persona de fiar en el hotel. Los demás inventarán que estaba borracha.

      Se dispuso a escuchar. Tres o cuatro veces la había recibido en su departamento, pero nunca a esa hora y siempre con algún pretexto: el pulverizador contra los mosquitos, un poco de café, un sobre aéreo. Era evidente que estaba algo bebida y muy alterada. Mientras la observaba pensó decirle con suavidad y firmeza que se marchara, ya conversarían más adelante; luego recordó las horas en espera de la madrugada y su falta de ánimo para escribir esa noche a Javier. “Es una pobre chica sola”, se dijo, mirando a Fanny chupar

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