Скачать книгу

armonía ancladas en la justicia y los principios éticos.

      Como en el caso de la protagonista de La brecha, Clara es también capaz de detectar en la República Popular China el despliegue de un poder inflexible que cancela los valores humanistas en una estructura llena de errores y contradicciones que contrastan radicalmente con las metas revolucionarias de la igualdad y el exterminio de la pobreza. Para ella, uno de esos errores reside en el hecho de intentar eliminar el pasado ancestral del país en aras de un nuevo futuro totalmente diferente. Futuro configurado a partir del pensamiento político de occidente (Hegel, Marx, Lenin) sin integrar conceptos y nociones provenientes de la tradición china (Lao Tse, Confucio, Buda). Según su perspectiva, los seres humanos deben estar abiertos al futuro, pero también deben ser dueños del patrimonio cultural de su país, el cual configura una especificidad histórica totalmente diferente e ignorada por el sistema revolucionario basado en una ideología europea.

      Clara descubre que este poder ha impuesto consignas y dogmas inmutables que exigen un consenso absoluto, eliminando así la individualidad y la libertad de expresión. Su intérprete Wang, joven revolucionario que también se encarga de informar a las autoridades de todo lo que ella hace y dice, resulta la figura emblemática de este sistema con sus convicciones inflexibles en un mundo hermético y cerrado que le impone tanto el culto sagrado a Mao Tse-Tung como falsas preconcepciones con respecto a “lo burgués” y a “los enemigos de la revolución” quienes solo merecen la muerte.

      Dentro de este espacio restrictivo, resulta interesante la relación que se establece entre el poder político y el poder patriarcal simbolizado por la figura del padre. En los recuerdos de Clara, él es también un hombre que impone su voluntad y sus prejuicios mientras la madre es sumisa y silenciosa. Al darse cuenta de que Germán —su amigo de muchos años— ha adoptado ahora la rigidez de los principios revolucionarios, Clara establece que él y su padre son muy semejantes.

      Esta homología inserta al poder patriarcal en el contexto más amplio de un poder hegemónico que extiende sus dispositivos en todas las esferas de la sociedad. Concepto que, posteriormente, en las ideología feministas de la década de los setenta, condujo a examinar la situación de la mujer dentro de esta estructura mayor de poder que incluye todas las áreas de la cultura y la nación, empezando por el lenguaje sexista que pone de manifiesto la superioridad jerárquica de los hombres. Descubrir que la discriminación genérica correspondía a un poder más extenso modificó de manera radical las bases de una plataforma feminista que, hasta entonces, creía que por el simple hecho de acceder a la educación o al derecho a voto, la mujer lograría la igualdad de género.

      Como en todo viaje, Clara ha tenido experiencias con un valor trascendental. Su decisión de regresar antes de lo estipulado por el Gobierno chino es un acto de libertad. Abandona el país con una posición ambivalente: su contacto con el pueblo chino le ha producido amor y admiración mientras la política de constante vigilancia y represión en aras de la meta revolucionaria le ha parecido cruel e injusta. Antes de partir, en una hoja en blanco dibuja dos líneas que se encuentran en un punto. Este es un signo chino que significa “hombre” en el sentido más amplio de todos los seres humanos unidos en una fraternidad que las estructuras de poder anulan.

      Nuevamente adelantándose a su época, Mercedes Valdivieso publicó en 1991 Maldita yo entre las mujeres, novela que, en la narrativa latinoamericana, marca un hito fundamental debido a su postulación de los nuevos paradigmas que deberían configurar una sociedad despojada de la supremacía masculina. La Quintrala —símbolo del mal y la perversión femenina en nuestra cultura chilena— es reconstruida por Valdivieso como modelo de rebeldía contra el poder hegemónico masculino ejercido tanto en las minorías genéricas como en las étnicas. En un nuevo significado de la maternidad, esta es ahora el lazo que une a las mujeres en un “cuerpo a cuerpo” desde el cual emerge una comunidad de mujeres que suplanta a la nación de valores eminentemente masculinos para instaurar una visión femenina del mundo en la cual no existe el afán utilitario de explotar la naturaleza ni las ambiciones de poder que nos someten a la injusticia, la desigualdad y la violencia.

      En nuestro presente, este mensaje resulta ser una utopía que, a nivel de “la conciencia posible”, bien puede indicar una nueva ruta.

      1 Este ensayo fue publicado en el libro Pensar las diferencias editado por M. Vilanova (Barcelona: Universitat de Barcelona, 1994, pp. 97-124).

      LOS OJOS DE BAMBÚ

      A Pablo, mi hijo, nuestro compañero.

      A Jaime, mi marido, por su consejo y ayuda.

      Al doctor José A. Infante Vial, en quien admiro su constante dedicación al ser humano.

      Escribir este libro no me resultó fácil. Hubo ocasiones en que tiré las hojas manuscritas para levantarme y permanecer junto a la ventana con el alma puesta en el inmenso territorio chino, mientras mil recuerdos de situaciones y rostros se agolpaban frente a mis ojos. El cariño hacia aquel pueblo extraordinario no había disminuido, pero había madurado. A la viajera de treinta días extasiados sucedía la conciencia del escritor y su deber, la contribución en apresurar el desenvolvimiento total del hombre.

      Un personaje de mi novela dice: “Uno después de vivir y trabajar en China nunca más vuelve a ser el mismo”.

      Esto lo presentí cuatro años atrás cuando el primer día de enero de 1960 mi marido y yo pisamos tierra china y salieron a encontrarnos los rostros amables y sonrientes que aguardaban en el aeropuerto; a pesar del frío intenso del invierno se extendía sobre nosotros el más puro y despejado cielo.

      Invitados por la Asociación de Periodistas Chinos desde Londres, lugar donde residíamos, tuvimos ocasión de viajar por China de norte a sur y de llegar así hasta Cantón, aquella vieja ciudad tradicional y revolucionaria apretada a orillas del río Chu Kiang. Recuerdo que en nuestras habitaciones del hotel junto al río miraba yo la ciudad y un estremecimiento se mezclaba a la emoción de esos momentos. Estaba en China, el país cuya civilización es la más antigua e ininterrumpida llegada hasta el presente; su historia es la historia del hombre, quien comenzó a escribirla hace ya 3.700 años.

      El hechizo que produce China es parecido a un enamoramiento. Imposible permanecer extraño ante esos niños hermosos y dulces cuyo porvenir está hoy asegurado; imposible no entusiasmarse ante el inmenso progreso obtenido en catorce años; imposible olvidar los rostros abiertos y fraternales de los intérpretes que durante una comida íntima —aquella noche de Año Nuevo chino— dejaron de lado su mesurada condición de funcionarios para beber con nosotros el largo brindis de la amistad; imposible fue para mí evitar las lágrimas cuando abracé a Jo y Tsung junto a las escalinatas del jet que nos arrancaría del Asia. Y ya en el avión, mientras los amigos se convertían en pequeñas manchas azules sobre el hielo, me prometí con firmeza regresar algún día.

      Han pasado cuatro años y hoy formulo cuatro palabras sobre esta mi última novela, cuya trama ocurre en Pekín y la cual comencé a escribir en 1963, en Chile, después de diez meses de trabajo en China, porque había regresado con mi marido a ese país, tal como lo deseáramos, un día 30 de enero de 1960.

      No es fácil hacer una crítica desde la admiración y el respeto, pero es preciso hacer, más aún hoy que se han puesto al descubierto las gravísimas consecuencia que produce la ausencia de toda crítica.

      Hubo alguien que observó con una sonrisa: “¿Tratar de hacer objeciones? ¿Para qué…? Nada lograrás y dentro de unos quince años esta etapa en China habrá pasado”.

      Nadie duda que dentro de ese tiempo esto habrá pasado, pero quince años corresponden a los mejores, a la formación de una generación. Aceptar como inevitable la necesidad de meter en puño de hierro a esa generación, aceptar como inevitable postergar la realización interior del ser humano en nombre de imperativos materiales, es en cierta medida hacerse cómplice de ello; más aún cuando esta necesidad es proclamada desde un país: principio general para todos los pueblos; más aún cuando ya otros países del mismo sistema han comprendido que no es ni práctico ni positivo caer en eso.

      No hay equivalentes que compensen

Скачать книгу