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La persona de Cristo. Donald Macleod
Читать онлайн.Название La persona de Cristo
Год выпуска 0
isbn 9788412335217
Автор произведения Donald Macleod
Жанр Религия: прочее
Издательство Bookwire
En un sentido más amplio, el concepto de señal también era importante en relación con los milagros en general. Éstos no sólo eran hechos poderosos (dynameis) y maravillas (terata), sino también señales (sēmeia).
La función precisa que desempeñaban en este sentido queda plasmada en Hechos 2:22: «Jesús el Nazareno, varón confirmado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo en medio vuestro a través de Él». Los milagros atestiguaban que Jesús era un hombre de Dios.
Por lo que respecta al nacimiento virginal por sí solo, la profecía de Isaías 7:14 hablaba indiscutiblemente de una señal: «Por tanto, el Señor mismo os dará una señal: He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo». El nacimiento milagroso demostró que Dios aún estaba con su pueblo.
Por tanto, es evidente que Barth defiende un tema bíblico válido. Pero ¿a qué apunta la señal del nacimiento virginal?
Primero, subraya el carácter esencialmente sobrenatural de Jesús y del evangelio. Aludiendo de nuevo a Barth,33 el nacimiento virginal está apostado de guardia en la puerta del misterio de la Navidad; y ninguno de nosotros debe pensar en apresurarse a pasar de largo. Se alza en el umbral del Nuevo Testamento, flagrantemente sobrenatural, desafiando nuestra racionalidad, informándonos de que todo lo que viene después pertenece al mismo orden que ese hecho, y que si nos parece ofensivo no tiene sentido que sigamos leyendo. Si nuestra fe se tambalea frente al nacimiento virginal, ¿qué hará frente a la alimentación de los cinco mil, el apaciguamiento de la tormenta, la resucitación de Lázaro, la transfiguración, la resurrección y, sobre todo, la anonadante mansedumbre de Jesús? El nacimiento virginal es la declaración de gracia de Dios, justo en el principio del Evangelio, de que el hecho de la fe es un sacrificium intellectus legítimo. Como escribe Barth: «Elimina la última posibilidad superviviente de comprender intelectualmente el vere deus homo. Sólo deja la comprensión espiritual, es decir, la comprensión mediante la cual la obra de Dios se ve a la luz que Él mismo arroja».34
En segundo lugar, el nacimiento virginal es una señal del juicio de Dios sobre la naturaleza humana. La raza necesita un redentor, pero por sí solo no puede producirlo; ni por medio de su propia decisión o su deseo, ni como precipitado de su propia evolución. El redentor debe proceder de fuera. Aquí, como en cualquier otra parte, «todas las cosas son de Dios». Él proporciona el cordero (Gn. 22:8). Barth tiene toda la razón: «La naturaleza humana carece de la capacidad de convertirse en la naturaleza humana de Jesucristo».35
En tercer lugar, el nacimiento virginal es una señal de que Jesucristo es un nuevo comienzo. No es un desarrollo de nada que haya sucedido antes.
Es una intrusión divina: la última, grande y culminante erupción del poder de Dios en la situación difícil del hombre, «El hombre sólo es participante bajo la forma del hombre que no quiere, no consigue, no reina, sólo bajo la forma del hombre que sólo puede recibir, meramente dispuesto; el que meramente puede permitir que se haga algo con él y para él».36
Sin embargo, hay dos facetas en las que el nacimiento virginal es más que una señal y donde, de hecho, parece formar parte de la lógica interna de las propias doctrinas. Éstas son la condición de Hijo divino de Cristo y su ausencia de pecado. En realidad, el propio Lucas relaciona explícitamente estas doctrinas con el nacimiento virginal:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso lo santo que nacerá será llamado Hijo de Dios» (Lc. 1:35).
Es difícil afirmar dogmáticamente que no podría existir una encarnación sin un nacimiento virginal. Sin embargo, lo que sí podemos decir es que si el acontecimiento no fuera milagroso contendría un factor profundamente incongruente. En Hebreos 2:10, el escritor habla de la pertinencia de que el Capitán de la Salvación se perfeccione mediante los sufrimientos. No cabe duda de que también es pertinente, de igual manera, el nacimiento de nuestro Señor tal y como se describe en Mateo y Lucas.
¿Es posible definir con mayor exactitud las incongruencias implicadas en una encarnación que fuera resultado de un acto sexual normal? Hay tres ideas que surgen solas.
Primero: sería muy difícil eludir cierto tipo de adopcionismo, porque según este paradigma Dios haría suya la naturaleza humana de Cristo sólo después de que cualquier otro agente la hubiera dotado de existencia. Sin embargo, según la doctrina de la concepción virginal, la naturaleza humana de Cristo no existe ni un solo instante excepto como la humanidad de Dios. Nunca se vuelve la naturaleza de Dios. Accede a la existencia unida ya a Dios.
Segundo: la refutación del nacimiento virginal significaría que el Señor tuviera una doble paternidad. Por un lado, un Padre divino, Dios; por otro, un padre humano, José. Esto no es imposible, pero sí incongruente, y parece que el Nuevo Testamento lo evita voluntariamente, como vemos en Lucas 3:23: «siendo, como se suponía, hijo de José». De hecho, esta dificultad ya la admiten muchos de los que niegan el nacimiento virginal, dado que a menudo pasan a negar también la preexistencia y la personalidad divina de Cristo. El rechazo del nacimiento virginal raras veces es el final del peregrinaje teológico de un individuo.
Tercero: sin el nacimiento virginal, la encarnación se convierte en una especie de mera iniciativa humana. Recordemos Juan 1:13: «que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios». Ya hemos visto que este pasaje no se puede citar como una evidencia directa del nacimiento virginal, pero es difícil discrepar de Abraham Kuyper cuando escribe: «Sin duda Juan tomó prestada esta descripción gloriosa de nuestro nacimiento más elevado del hecho extraordinario de Dios que destella en la concepción y en el nacimiento de Cristo».37 Como mínimo, debemos admitir que en el acto de la encarnación Dios se mueve con las mismas libertad e independencia de las que disfruta en la obra del nuevo nacimiento. Allí, la dependencia de la voluntad humana se excluye expresamente. Sería incongruente ceder a ella más en el área delicada de la encarnación. Además, no puede haber duda alguna de que las narrativas del nacimiento vinculan la naturaleza de Jesús como Hijo de Dios al hecho de que el Padre participó de una forma peculiarmente directa e íntima en la creación de su humanidad. Negar el nacimiento virginal e introducir en lugar de él la actividad sexual humana supone distanciar inaceptablemente a Dios de la generación del Santo (Lc. 1:35).
Cuando hablamos de la relación entre el nacimiento virginal y la falta de pecado de Jesús, hemos de andarnos con cuidado. El Nuevo Testamento nunca presenta la concepción milagrosa como una explicación de esa ausencia de pecado. La eliminación del factor masculino en la concepción tampoco explicaría, por sí solo, esa falta de pecado. María también tenía pecado (a menos que aceptemos el dogma católico romano de la inmaculada concepción), y no hay evidencias de que el pecado sólo se transmita por vía paterna. Además, la propia conducta de María en el momento de la anunciación y de la concepción no puede considerarse carente de pecado. Cuando hayamos dicho todo lo posible sobre la fe, la actitud sumisa y la aceptación de María de la voluntad de Dios, tendremos que admitir que su respuesta (incluso su pasividad) fue humana y, como tal, imperfecta. «Como trapo de inmundicia todas nuestras obras justas» (Is. 64:6). Además, ciertos elementos de la conducta posterior de María señalan claramente que, en gran medida, ella no comprendía la situación muy bien (Lc. 2:48 y ss.); y esto debe precavernos para que no hablemos con demasiada soltura sobre la fe que sirvió como la matriz humana para la promesa divina.
Tampoco podemos permitirnos creer que la transmisión del pecado está vinculada a la naturaleza libidinosa del propio acto sexual. Agustín se alegraba de que «la concepción no fue conforme a la ley de la carne pecaminosa (en otras palabras, no se debía a la excitación de la concupiscencia carnal)».38 Y siempre ha habido tendencias, dentro de la tradición cristiana, que han considerado el acto sexual en sí mismo como pecaminoso, y la virginidad como algo especialmente virtuoso. Pero nada de esto debe gran cosa a la enseñanza de la Escritura y, en esta área, como mínimo, Barth es un guía más fiable que Agustín:
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