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cuál sería la elección».49 Esto es puro dogmatismo. Como mínimo, hay la misma justificación para hacer de la deidad el principio regente y de emitir una afirmación directamente opuesta a la de Knox: «Si tuviéramos que decidir entre la crucifixión y una existencia divina genuina, no cabe duda de cuál sería la elección». Sin duda, es un tributo al énfasis que la iglesia primitiva ponía en la divinidad del Salvador que la primera herejía cristológica fuera la negación de la carne de Cristo (docetismo). Por supuesto, Knox lo sabe perfectamente e, incluso, acusa a Pablo de emplear el lenguaje del docetismo en Filipenses 2:7-8 y en Romanos 8:2: «Hemos de admitir la presencia en el pensamiento paulino, al menos en ocasiones o en según qué conexiones, de una reserva o de cierta duda respecto a la plena autenticidad de la humanidad de Jesús».50 Tanto si esto es justo para Pablo como si no, al menos admite que la iglesia primitiva era extremadamente sensible sobre el tema de la deidad de Cristo, y de que se preocupaba, al menos en apariencia, de intentar no forzar este atributo, más que el de la humanidad. Esto no es sólo cuestión de palabras, también aparece en la actitud práctica de la iglesia hacia Cristo. Correctamente o no, los primeros cristianos le adoraban. Correctamente o no, no le llamaban hermano sino Señor. Estas actitudes eran totalmente esenciales para la existencia de la iglesia, y reflejan una consciencia que consideraba crucial la deidad del Salvador. Frente a este trasfondo, no cabe ninguna justificación para hacer de la humanidad el principio cristológico directivo, que debe protegerse de cualquier presión y cargas, y que descarta por principio toda sugerencia de trascendencia.

      En segundo lugar, es difícil aceptar la asunción implícita de Know de que debe existir una continuidad absoluta entre la humanidad de Cristo y la nuestra. Comentando sobre Juan 17:5 («Y ahora, glorifícame tú, Padre, junto a ti, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo existiera»), Knox pregunta: «¿Podemos imaginar que un verdadero hombre hablase de semejante manera?».51 Un verdadero hombre, en este sentido, probablemente significa un mero hombre. A lo que podemos responder: ¿Podemos imaginar a un verdadero hombre diciendo «Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar» (Mt. 11:28), o haciendo y diciendo cualquiera de las cosas registradas en los Evangelios? Demos un paso más radical: ¿Podemos imaginar que los Evangelios se escribieron sobre un mero hombre? De hecho, aunque Knox niega el nacimiento virginal, la ausencia de pecado y la preexistencia, su propio Cristo dista mucho de ser normal. «La realidad del Logos —escribe— estuvo plenamente presente en el Acontecimiento que fue el centro de la vida humana de Jesús y, por tanto, de forma preeminente en esa propia vida humana».52 ¿No es éste el lenguaje del docetismo? Ciertamente, no es normal hablar de la vida de una persona como el centro de un Acontecimiento (con A mayúscula); y sin duda no es nada ordinario un hombre en quien estaba presente la realidad del Logos de forma plena y preeminente. La religión de Knox somete esta lógica a una presión intolerable.

      En tercer lugar, la negativa de Knox de la preexistencia personal de Cristo es fatal para la doctrina de la Trinidad. Él mismo no la aceptaría: «Si se nos preguntase qué le sucede a la doctrina de la Trinidad que tiene la iglesia si nos basamos en semejante comprensión de la preexistencia, la respuesta debería ser clara: “Nada en absoluto”».53 La postura de Knox es bastante curiosa. Acepta que «hay motivos para hablar de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo como tres modos personales o hipóstasis del ser divino».54 También acepta que fue concretamente Dios el Verbo quien se encarnó en Cristo. Lo que no acepta es que Jesús de Nazaret sea idéntico al Logos. El Logos estaba presente de forma preeminente en la vida humana de Cristo, pero «sin ser simplemente idéntico con Jesús». El efecto de esto es enfrentar la autoridad de John Knox con la del apóstol Juan, quien identifica explícitamente ambas. Fue el propio Logos quien estuvo con Dios, se hizo carne, lloró ante la tumba de Lázaro y fue crucificado en el Calvario. No podemos quedarnos a medio camino de Juan, tomando prestada su terminología y un porcentaje de su enseñanza. Si el Verbo se hizo carne, el crédito de Juan está seguro. Si el Verbo sólo tuvo una presencia preeminente en la vida humana de Jesús, el crédito de Juan no está seguro; y, si no es así, debemos abstenernos de realizar ningún tipo de vínculo entre el Logos y Jesús. Hemos de dejar que nuestro «verdadero» hombre disfrute tranquilamente de su papel como mero hombre.

      Knox llega incluso a decir que: «Si pretendemos hablar con cierta precisión, no podemos identificar simplemente a Jesús, a pesar de su importancia, con una de las “personas” de la Trinidad».55 En abstracto, puede que esto sea cierto. Pero resulta difícil de concebir cómo podría sobrevivir a semejante verdad la doctrina de la Trinidad. Decir que Jesús no es una de las personas de la Trinidad es decir que no es el Hijo de Dios: y si Él no lo es, ¿quién es? De hecho, fue el problema generado por esta misma identificación el que hizo que la doctrina de la Trinidad fuera necesaria. Si Jesús no es el Hijo, no hay evidencia alguna de que Dios tenga un Hijo o de que exista pluralidad en la deidad. Si esto es así, podemos descartar con toda tranquilidad la doctrina de la Trinidad.

      Por supuesto, la idea que Knox intenta transmitir puede ser otra: que la naturaleza humana de Jesús no puede identificarse con el Logos en su totalidad de igual manera que el propio Logos no puede identificarse con la deidad (theiotes) en su totalidad. Esto es cierto. Pero lo que genera el problema de Knox es su hipótesis de que la naturaleza humana es una persona. Como niega la antigua doctrina de que la naturaleza humana de Cristo era o bien impersonal (an-hypostatos) o «en personal» (en-hypostatos, es decir, que halla su identidad personal en el Logos), debe distinguir entre el Jesús histórico y el Logos, considerándolos personas distintas. En términos de la Teología clásica, aunque la naturaleza humana de Cristo no puede identificarse con el Logos, el hombre Cristo Jesús sí puede. El Jesús histórico es el Logos encarnado.

      Sin embargo, la batería más formidable de objeciones teológicas procede de G. W. H. Lampe.56 Lamentablemente, en cierto sentido es extremadamente difícil seguir su lógica. Esto es verdad, especialmente, sobre el argumento de que la creencia en la preexistencia de Cristo afecta gravemente el concepto de la mediación. Lo que parece estar diciendo es que en tanto en cuanto la mediación parece realizarla el Espíritu (concebido como «la mano que extiende Dios hacia su Creación»), tuvo una naturaleza directa e inmediata real: en contacto con el Espíritu, estábamos en contacto con el propio Dios. Sin embargo, cuando la mediación se lleva a cabo a través del Logos preexistente, el efecto consiste en distanciarnos de Dios: «El Hijo sugiere un ser que no es el propio Dios, sino que coexiste con Él y actúa como su agente».57 Sin embargo, y sin duda alguna, negar la preexistencia sólo empeora el problema. Reduce eficazmente la relación entre Cristo y Dios, y limita el conocimiento que tiene el Hijo del Padre eterno que el primero pudo atisbar en los treinta y pocos años de una vida breve. Por el contrario, en el Nuevo Testamento (y en la ortodoxia posterior), la naturaleza de hijo se definió de modo que potenciaba la mediación. Ser el Hijo es ser igual a Dios (Jn. 5:18). Ser el Hijo significa que Él y el Padre son uno solo. Éstas fueron las afirmaciones subyacentes en la doctrina posterior de la homoousion: el Padre y el Hijo son uno solo, y participan del mismo ser. Según este paradigma, en Cristo el Mediador ya estamos cara a cara con Dios. Aparecer ante el trono de Cristo es aparecer ante el trono divino. Él ocupa el centro de la monarquía divina.

      Incluso es el centro de la misma. En Él no hallamos el Verbo; le hallamos siendo el Verbo.

      Lampe también arguye que la doctrina de la preexistencia hace que la doctrina cristiana de Dios sea ineludiblemente tri-teísta. El motivo es que una vez el Logos se conceptuó en términos humanos como Jesús, fue plausible dotar a persona del significado completo que tiene en la definición de Boescio: «una sustancia individual de naturaleza racional». Esto, dice Lampe, es bastante incompatible con la unidad de Dios. Si el Logos es una persona en este sentido y el Padre es una persona en el mismo sentido, debemos abandonar el monoteísmo. Una parte de la respuesta a esto debe ser que la identificación de Jesús con el Logos ya la hacen los escritores canónicos (notablemente, Juan), y que si la teología cristiana debe ponerse a juzgar su propio canon, asistiremos a su fallecimiento. Además, la iglesia siempre ha admitido que la doctrina de un Dios en tres Personas conllevaba un elemento de misterio e incluso de contradicción aparente.

      Dios era un Ser. Dios era tres Personas. El canon afirmaba ambas cosas, pero no enseñaba cómo armonizarlas.

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