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diciendo que: «En el evangelio, el propio Cristo es el reino de Dios». Orígenes se expresó de forma parecida, diciendo: «Como Él es la propia sabiduría y la propia verdad, quizá también sea el propio reino». Cranfield expresa su punto de vista así: «De hecho, podríamos llegar al punto de decir que el reino de Dios es Jesús y que Él es el reino».30 Esto tampoco significa solamente que Él es la suprema bendición y el don del reino. A la luz de Marcos 1:2 y siguiente, debe significar que es el Rey. El reino ha venido porque el Rey lo ha hecho; y el Rey ha venido porque Yahvé lo ha hecho. Esto es lo que esperaba el Antiguo Testamento:

      Entonces todos los árboles del bosque cantarán con gozo delante del Señor, porque Él viene; porque Él viene a juzgar la tierra (Sal. 96:12-13; cfr. Sal. 98:9).

      Desde este punto de vista, la propia natividad es una parousia, que sólo

      es posible gracias a la preexistencia de Cristo.

      La tercera línea de evidencia sinóptica para la preexistencia de Cristo es el uso que hace Jesús del título el Hijo del Hombre como la manera que prefiere para designarse.31 C. F. D. Moule32 considera que la doctrina de la preexistencia de Cristo es post-dominical, y afirma que la idea de preexistencia se adhirió a los dichos sobre el Hijo del Hombre sólo en los escritos de Juan. Ciertamente, en las afirmaciones juaninas hay un grado de explicitud que supera a cualquier otro en los sinópticos. Pero Moule ignora la posibilidad de que la idea de la preexistencia esté implícita en la propia designación. Al llamarse el Hijo del Hombre, ¿afirmaba Jesús la preexistencia, entre otras cosas? Esto solía responderse con una afirmación confiada sobre el fundamento de que en Similitudes de Enoc el Hijo del Hombre es una figura divina preexistente. George Eldon Ladd, por ejemplo, escribe: «En Enoc, el Hijo del Hombre es claramente un ser preexistente, celestial (si no divino) que viene a la Tierra para establecer el reino de Dios. El uso que hace Jesús de la expresión Hijo del Hombre conllevaba una pretensión implícita a la preexistencia».33 Hoy día no se sabe con seguridad la fecha de las Similitudes, y parece que el consenso entre los especialistas sostiene que es post-cristiana.34 Esto no priva por completo a Enoc del valor como evidencia para la época de Cristo, pero sí imposibilita argüir que los oyentes originarios de Jesús le hubieran entendido a la primera como si hiciese las afirmaciones precisas que aparecen en las Similitudes.

      Sin embargo, parece prudente argüir que los dichos sobre el Hijo del Hombre deben interpretarse a la luz de Daniel 7:13 y ss. Si es así, tiene una incidencia directa sobre la cuestión de la enseñanza de los sinópticos sobre la preexistencia de Cristo, porque el Hijo del Hombre en Daniel es, casi con toda seguridad, una figura divina. Es sobrehumano (no un hijo de hombre, sino como los hijos de los hombres); ejerce un dominio que es universal y eterno; y viene «con las nubes del cielo» (v. 13). Como Señala Joyce Baldwin: «una concordancia revelará lo frecuente que es la referencia a las nubes en relación con la presencia del Señor, no sólo en el Pentateuco sino todo a lo largo de la poesía veterotestamentaria y la literatura profética».35 Podríamos citar como ejemplos la gloria de Dios en el monte Sinaí (Ex. 24:16), el pilar de nube (Nm. 9:16) y la nube que llenó el templo de Salomón (1 R. 8:10). El simbolismo prosigue en el Nuevo Testamento en relación con la transfiguración (Mr. 9:7) y la parousia (Mr. 14:62). El regreso de Jesús con las nubes del cielo es sinónimo de su regreso en la gloria de su Padre.

      Si Jesús era este Hijo del Hombre, entonces era Rey, sobrehumano y divino, y la pretensión de preexistencia ya está implícita en estas otras. Jesús no podía afirmar que era un Mesías divino sin sostener también que era preexistente.

      Ciertamente, el modo en que los Evangelios hablan del Hijo del Hombre es totalmente coherente con su preexistencia, y casi imposible de explicar si se niega. Esto es especialmente cierto de dos dichos que hablan de la venida del Hijo del Hombre al mundo: Marcos 10:45 y Lucas 19:10. El primero nos dice que Cristo vino no para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos. El segundo nos dice que vino a buscar y a salvar a los perdidos. La idea no es simplemente que el Hijo del Hombre está en el mundo porque vino a él (supuestamente de alguna otra parte), sino que estos pasajes le adscriben una intención deliberada para venir. Vino porque quería servir. Vino porque quería salvar a los perdidos. Algunos de los dichos añaden una dimensión ulterior al sugerir, a veces tangencialmente, la gloria del estado del que había descendido. El propio pasaje de Marcos 10:45 lo hace al decir: «ni aun el Hijo del Hombre». El hecho de que Él, de entre todos los hombres, debiera servir tiene algo de inesperado y de incongruente. De hecho, en las palabras que se le atribuyen aquí, Jesús hace el mismo uso práctico de su gloria preexistente como el que hace Pablo en Filipenses 2:5 y ss. y 2 Corintios 8:9: su voluntad de renunciar a sus propios derechos y privilegios es un modelo para nuestras kenōsis y una reprensión a todas nuestras pretensiones humanas.

      En Mateo 8:20 (paralelo a Lc. 9:58) hallamos una consciencia parecida de la incongruencia de su condición terrenal, humilde: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza». Una vez más, lo notable es que Él de entre todos los hombres, carezca de hogar:

      Mas tu lecho fue el cieno, oh Tú Hijo de Dios, en los desiertos de Galilea.36

      Habiendo dicho esto, encontramos una dificultad para relacionar a Cristo, en su primera venida, con la visión que tuvo Daniel del Hijo del Hombre: que no hay «venida en las nubes». Todas las alusiones en los Evangelios relacionan éstas a la segunda venida (por ejemplo, Mr. 13:26; 14:62).

      Podemos decir dos cosas como respuesta a esto:

      Primero, que la natividad y el ministerio temprano no carecieron del todo de esplendor divino. La natividad se encuadra en el contexto de la misión del Precursor, la visita de los magos (Mt. 2:1 y ss.) y la aparición de la multitud angélica (Lc. 2:8-13). El propio ministerio recibe una reiterada acreditación divina por medio de los milagros y la Voz del cielo (Mr. 1:11; 9:7). Incluso sobre el fundamento de los relatos sinópticos, el comentario de Juan estaría más que justificado: «y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre» (Jn. 1:14).

      Segundo, es peligroso insertar en la profecía de Daniel la distinción entre la primera y la segunda venida de Cristo. Para el Antiguo Testamento, la parousia es un todo indivisible. La distinción sólo se formula en el Nuevo Testamento, e incluso entonces sólo gradualmente. Geerhardus Vos expresa muy bien las implicaciones que tiene esto para nuestro estudio actual:

      Si en manos de nuestro Señor la venida mesiánica se resuelve en dos plazos, una primera y una segunda aparición, entonces la firma general del suceso indiviso, como la naturaleza sobrenatural del carácter teofónico y la procedencia celestial de la venida, se pueden aplicar indiscriminadamente a cualquier estadio, lo cual no supone negar, por supuesto, que las características que destacó Daniel puedan encontrar un cumplimiento más realista en la segunda fase que en la primera.37

      En su primera venida, no menos que en la segunda, Jesús es el Hijo del Hombre y, como tal, es un ser celestial preexistente.

      Partiendo de los Evangelios sinópticos hallamos una cuarta consideración: los postulados claros de la parábola de los arrendatarios (registrada en los tres: Mt. 21:33-46; Mr. 12:1-11; Lc. 20:9-19). Todo lo que hay en esta parábola conspira para enfatizar la grandeza del Mesías rechazado: es el último enviado, el hijo, no un siervo, el hijo amado, el unigénito, y el heredero. Debido a esta grandeza, las consecuencias de rechazarle y matarle son trascendentales. Cuando Jesús preguntó: «Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará a esos labradores?», los judíos dijeron: «Llevará a esos miserables a un fin lamentable, y arrendará la viña a otros labradores que le paguen los frutos a su tiempo» (Mt. 21:40-41). Tal y como señala Vos:38

      Esta respuesta asumía que no podía producirse nada más radical que un cambio de administración; que Caifás y sus compañeros, miembros del Sanedrín, serían destruidos, y otros gobernantes les sustituirían, después de lo cual la teocracia podría funcionar como antes. Jesús corrige esta hipótesis tan simplista; para Él, esta respuesta era totalmente inadecuada. Ellos no habían apreciado la plena gravedad del rechazo del Hijo de Dios: la abrogación completa de

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