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es enfermera residente en Nueva York y confirma que lleva haciéndolo desde hace 13 años. Sabe que tanto médicos como autoridades sanitarias tildan la práctica de peligrosa porque, entre otras cosas, los medicamentos para animales suelen tener una composición química o una pureza de producto diferente a aquellos comercializados y regulados para humanos:

      Entiendo que haya preocupación por la seguridad de estos medicamentos, yo también la tengo, pero, sinceramente, creo que deberían estar más preocupados por el hecho de que el mismo antibiótico para un animal cueste 20 dólares y para el dueño cientos de ellos. Es algo que me vuelve loca. Yo entiendo y hasta me parece bien que las farmacéuticas obtengan beneficios porque además tienen que invertir en investigación, pero ¿de verdad tienen que obtener tanto lucro como para que la gente no pueda permitirse comprar sus productos en el país comúnmente conocido como el mejor del mundo?

      Sólo en 2018, los estadounidenses gastaron 535 mil millones de dólares en medicamentos recetados. Un aumento del 50% desde el año 2010, muy por delante de la inflación y debido a los precios impuestos por las farmacéuticas, cuyos beneficios también se han disparado. La no asequibilidad se extiende incluso al uso de vacunas. Pongamos como ejemplo la de la gripe, pese a tener un coste bastante bajo. En el invierno de 2017-2018 murieron por ese motivo en Estados Unidos unas 80 mil personas, una cifra nunca vista en décadas. Mientras, la cobertura general de vacunación se mantuvo igual, en menos de la mitad de la población. Lo más preocupante para los funcionarios fue una caída en la cobertura entre los niños más pequeños. La incoherencia además reside en lo siguiente: las vacunas, junto con la sangre, son dos de las exportaciones estadounidenses más preciadas.

      Todo está en venta, hasta la sangre

      Es el mes de enero, estamos a mediodía en un polígono industrial cercano a la ciudad de Baltimore. Michelle Williams sale tambaleándose de un centro de donación de sangre, para ella algo habitual. Lleva vendiendo su plasma desde los noventa y, desde hace un año, a un ritmo de dos veces por semana. «Tengo dos hermanas que también vienen aquí y, aunque ellas ya no lo hacen tanto como antes, en general este lugar está siempre bastante concurrido. Básicamente la gente lo hace porque es dinero rápido y extra. Cuando tienes problemas económicos, donar sangre es algo muy común en esta zona». Michelle cuenta que el mecanismo de pago es a través de una tarjeta de crédito facilitada por la empresa de extracción de sangre. Aunque confiesa que en ocasiones se siente demasiado débil y le preocupa su salud, no interrumpe el ritmo en sus donaciones porque mediante la fidelidad se obtienen premios: «Las primeras cinco son a 15 dólares cada una, luego pagan hasta 20 dólares y después, 35». También hay ofertas especiales, las empresas de plasma ofrecen dinero extra a cambio de sangre en fechas donde suele haber más necesidad, como la semana previa a los descuentos del Black Friday o antes de Navidades. Además, saben dónde encontrar nicho de mercado. Se calcula que cuatro de cada cinco centros de donación remunerada están situados en barrios con un bajo nivel económico; otros muchos de ellos, en la frontera sur. Cuando se trata de recoger beneficios, no importa si el oro rojo proviene de sangre mexicana.

      En Estados Unidos existe evidencia que sugiere que estos centros de donación están establecidos en lugares con mucha mayor pobreza y uso de drogas. Por lo tanto, las personas que donan sangre son potencialmente más vulnerables a la coerción. La cantidad de sangre que una persona puede donar depende de su peso, las personas que pesan más pueden dar más a menudo, por lo que puede fomentar comportamientos poco saludables sólo para donar más sangre y es posible que estos centros no estén bien regulados para proteger la salud de los donantes.

      Son palabras de Brendant Parent, director de Salud Aplicada en la Facultad de Estudios Profesionales de la Universidad de Nueva York. Aunque técnicamente la Agencia de Alimentos y Medicamentos, la FDA, regula la industria estableciendo estándares sobre qué tipo de personas pueden donar o cómo se recolecta la sangre, Parent es claro: «La FDA tiene unas regulaciones muy laxas y su capacidad para monitorear e inspeccionar las instalaciones es muy limitada. Es posible que sólo verifiquen una vez cada dos años, por lo que los centros funcionan en gran medida de manera independiente».

      Según la Organización Mundial de la Salud, en el mundo cada año se recogen alrededor de 112,5 millones de unidades de sangre y su objetivo es que todos los países obtengan sus suministros de donantes voluntarios no remunerados. En la mayor parte de Europa, por ejemplo, está prohibido el cobro. No así en el caso de Estados Unidos. Sin embargo, es el mayor proveedor de plasma sanguíneo del mundo y entre sus principales socios comerciales se encuentran Holanda, Italia, Alemania, Bélgica, Japón o España. Todos participamos de la legalización del neovampirismo capitalista a costa de chuparle la sangre a los más pobres, aunque de puertas adentro pretendamos engañarnos y pensar que somos más civilizados. Todavía.

      Es imposible calcular cuántas muertes que podían ser evitadas con un mayor y mejor acceso sanitario deja a su paso el enriquecimiento de algunos a costa de la salud de todos en una de las principales potencias económicas mundiales. Un informe de la American Journal of Public Health las cifró en 45 mil anualmente, fue en 2009 y se utiliza como referencia tanto por defensores como por detractores. En la actualidad, ningún organismo o institución pública se atreve a cuantificar la catástrofe, como si, al negar las cifras, desapareciera la realidad. Lo más cercano son los índices que elaboran The Peterson Center on Healthcare y Kaiser Family Foundation, quienes concluyen que Estados Unidos registra el número más alto de muertes evitables por servicios médicos entre países homologables –aquellos igualmente grandes y ricos en función de su PIB per cápita– de la OCDE. Tomando como referencia el Índice de Acceso y Calidad de la Atención Médica, los países comparables registraron un aumento del 15% entre 1990 y 2016, mientras que en el caso de Estados Unidos fue del 10%.

      La macabra paradoja es la siguiente: no hay nación en el planeta que gaste más dinero en atención médica. El gasto en salud por persona en Estados Unidos fue de 10.224 dólares en 2017, un 28% más alto que Suiza, el siguiente de la lista, una diferencia que se ha agrandado a lo largo de las últimas cuatro décadas. Estados Unidos estuvo relativamente al mismo nivel que otros países similares hasta la década de 1980. Sin embargo, en 2017 el gasto en salud ya supuso el 17% de su PIB. Esto sucede en un contexto en el que, pese a que el gasto público estuvo en línea con el resto del planeta, el coste total sanitario fue mucho más alto debido a que el gasto privado estadounidense fue mucho mayor que el de cualquier país homologable; hasta el 8,8% del PIB, mientras que la media de otras naciones fue del 2,7%. Es decir, estamos ante un sistema completamente disfuncional que a la vez es perfecto para algunos, concretamente para quienes están en el negocio. Una auténtica burbuja de precios en un sector verdaderamente rentable para las compañías y aquellos que viven de él, tan lucrativa como para seguir invirtiendo políticamente en garantizar el ritmo. Esto pese a que los consumidores, que no son otra cosa que enfermos, se queden atrás.

      Sin educación, sin oportunidad

      Cada vez menos para la escuela pública

      Una marea de camisetas, gorras y pancartas rojas inundó las calles de Los Ángeles con eslóganes en enero de 2019 durante seis días. Un acontecimiento histórico, no se veía algo igual desde el año 1989, fecha de la última huelga de profesores de educación pública en esa ciudad. Más de medio millón de estudiantes afectados, cientos de miles de personas manifestándose en las calles, al menos 125 millones de dólares federales en pérdidas y un sentimiento de reivindicación difícil de imaginar hasta para quienes la convocaron, acostumbrados a la miseria diaria de un sector que ni siquiera recordaba ya promesas vacías. Juan Ramírez es profesor y vicepresidente del sindicato de maestros de la ciudad, el segundo distrito más grande de Estados Unidos. Llegó con quince años a la tierra prometida desde México sin hablar una gota de inglés. Es quien es, asegura sin dudarlo, gracias a la educación pública, un sistema que ya no es ni la sombra de lo que fue. «La gente se cansa de que le digan no hay dinero, eso no se puede hacer, vamos a recortar clases, vamos a recortar servicios. Cuando yo iba a la escuela había cursos de música, canto, arte, bandas, grupos de coro… todo esto, que era muy común entonces, ya no existe. ¿Por qué entonces sí y ahora no?». Mientras el maestro sigue relatando carencias, yo pienso en toda esa filmografía hollywoodense sobre historias de colegios e institutos. Ese topicazo exportado y consumido hasta la saciedad, donde nunca faltan

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