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Una enriquecedora visión del gnosticismo del siglo II, a partir de los textos polémicos de los heresiólogos Ireneo de Lyón e Hipólito de Roma, con un estudio de las líneas generales de este movimiento teológico-filosófico que pugnó con la ortodoxia eclesiástica. a Gnosis fue un fenómeno intelectual y espiritual de enorme repercusión en el siglo ii d. C., un producto del cruce de la filosofía helénica con las nuevas corrientes religiosas de la época. Hay una Gnosis judía, al lado de una Gnosis cristiana, que mezclan los influjos del platonismo y neoplatonismo con temas bíblicos, y con una especial religiosidad muy propia de ese tiempo tan agitado espiritualmente, «una época de angustia y ansiedad», según dijera Dodds. Para el Gnosticismo, el hombre es un ser ambiguo, que contiene un principio divino, una chispa o centella inmortal que aspira a reintegrarse en su fuente original de donde ha caído en este mundo degradado y doliente. Tal es la creencia fundamental que enlaza a las diversas sectas de lo que llamamos Gnosticismo, uno de los capítulos últimos de la historia del espíritu griego. En esa larga contienda del mythos y el lógos la Gnosis representa un extraño momento de combinación de ambos, una especie un tanto bastarda de lo helénico y lo oriental, pero con muy claros ecos de la tradición platónica e incluso pitagórica. José Montserrat Torrens ha traducido dos textos fundamentales para una perspectiva de conjunto: el libro I de Contra las herejías de Ireneo de Lyon, y los V, VI, VII y VIII de la Refutación de todas las herejías de Hipólito de Roma, además de una selección de fragmentos de Basílides y los Valentinianos. Ha anotado muy docta y puntualmente todos esos difíciles textos y les ha antepuesto unas introducciones muy completas y documentadas. No hay, en la bibliografía española, otro libro semejante para una aproximación y conocimiento histórico directo de tan interesante movimiento espiritual.

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Este primer volumen dedicado a los filósofos presocráticos incluye los fragmentos conservados de los pensadores jónicos (Tales, Anaximandro, Anaxímenes), los pitagóricos, Alcmeón de Crotona, Jenófanes, Heráclito de Éfeso y Parménides de Elea, así como las referencias que a ellos hicieron la filosofía y la literatura griegas posteriores. El amplio grupo de pensadores que en las historias de la filosofía se denomina de los presocráticos es tan heterogéneo en doctrinas y geografía que apenas se justifica un título global que los incluya a todos, salvo por el hecho cronológico de que vivieron antes que Sócrates. Además, sus escritos nos han llegado de modo tan fragmentario que su lectura requiere una previa labor de interpretación, una tarea hermenéutica, sobre estos breves textos, pecios densos, con una dimensión poética y a menudo enigmáticos. A partir de la ya clásica recopilación de Diels-Kanz, un equipo de profesores de Historia de la Filosofía Antigua de la Universidad de Buenos Aires, dirigido por C. Eggers Lan, ha reordenado y completado este repertorio, en una tarea filológica e histórica que busca no sólo la máxima fidelidad a estos textos difíciles, sino reflejar con claridad y rigor, mediante numerosas notas e introducciones, el sistema filosófico y conceptual latente y el contexto cultural de los fragmentos. Y a pesar de la enorme importancia de todas estas aportaciones para el acceso al pensamiento anterior a Sócrates, no estarían completas sin otra novedad decisiva que ofrece esta edición: recoger no sólo los escasos fragmentos que nos han llegado directamente de los presocráticos sino las múltiples referencias a ellos de autores griegos posteriores. De este modo es posible delimitar con precisión qué sabemos a ciencia cierta que dijo cada uno, y qué se le ha atribuido después, así como acceder al diálogo. Con ello se posibilita un conocimiento real de las diversas doctrinas, que cobran una vida propia y dejan de ser resúmenes para manuales de historia de la filosofía. Este primer volumen incluye a los pensadores jónicos, a Pitágoras y los primeros pitagóricos, a Alcmeón de Crotona y a Jenófanes, a Heráclito y a Parménides. Entre los primeros (que al margen de tener a Jonia como origen de su actividad, difícilmente pueden ser considerados una escuela específica, pues sustentaron posiciones filosóficas muy diversas) están Tales de Mileto (h. 624-h. 546 a.C.), Anaximandro (h. 610-h. 546 a.C.) y Anaxímenes (fl. 546-526 a.C.), quienes buscaron el principio de todo, una sustancia originaria y primordial subyacente a la realidad. El brumoso Pitágoras (tal vez un chamán milagrero que organizó un sólido grupo en la Magna Grecia) y sus primeros seguidores (sobre todo Filolao) nos han legado la creencia en la transmigración de las almas y una concepción matemática del mundo. Heráclito y Parménides son dos jalones fundamentales, dos versiones encontradas que sólo el genio sintetizador de Platón sería capaz de armonizar. Heráclito de Éfeso (540-480 a.C.) postuló un logos universal que lo rige todo. Parménides (primera mitad del siglo V a.C.) sentó en un poema de 150 versos las bases del pensamiento eleático acerca de la realidad del ser eterno y la irrealidad del cambiante mundo fenoménico.

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Suetonio y san Jerónimo retratan desde dos universos morales contrapuestos a poetas, historiadores y gramáticos de la Antigüedad. Este volumen incluye varios textos dedicados a la vida y la obra de poetas, gramáticos, oradores e historiadores, escritos a su vez por autores de la Antigüedad. En realidad, son dos los textos fundamentales que con el mismo título, De viris illustribus (Sobre hombres ilustres), enfocan la materia desde dos puntos de vista casi opuestos: el romano y el cristiano. Por una parte, Suetonio se ocupa de los hechos y escritos de los poetas Terencio, Virgilio, Tibulo y Lucano, de los historiadores Salustio y Plinio el Viejo y de varios gramáticos y rétores. Por otra parte, san Jerónimo, en una obra homónima pero desde un universo moral distinto, compiló 135 notas sobre escritores cristianos en griego y en latín, que comienzan con san Pedro y concluyen con el propio san Jerónimo, y acepta a judíos y herejes –cosa que san Agustín deploró–; es un primer manual de patrología escrito con estilo sencillo y sin adornos, una preciosa fuente de información y una obra pionera que abrió nuevos caminos. Este volumen se completa con unos breves textos de Valerio Probo (sobre Lucrecio, Virgilio y Persio), Servio y Focas (ambos dedicados a Virgilio), Vacca (sobre Lucano) y un anónimo sobre Juvenal.

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Esta colección de fragmentos de poesía latina, que recupera obras parciales de entre los primeros testimonios y el siglo VI d.C., es una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas. El número de obras latinas que ha llegado hasta nuestros días es relativamente pequeño, pues la mayor parte de los textos se ha ido perdiendo a lo largo de los siglos, y de muchos autores hoy apenas conocemos el nombre. En tales circunstancias, los fragmentos se convierten en un elemento imprescindible que proporciona una visión más completa de la lírica latina. Por eso ofrecemos en dos volúmenes, traducida por primera vez al español, la colección Fragmentos de Poesía Latina editada por J. Blänsdorf en la Bibliotheca Teubneriana. Dicha colección abarca desde los primeros testimonios poéticos latinos hasta el siglo VI d.C., con una impresionante variedad de autores, obras y temas: cánticos rituales («Carmen Saliaris» y «Carmen Arvalis»), adaptaciones al latín de la épica griega (Livio Andrónico), epitafios famosos (como los atribuidos a Plauto y a Virgilio), versos populares contra emperadores, fragmentos poéticos de grandes prosistas (Cicerón, Séneca, Símaco), obras históricas en verso (Cornelio Severo)… Nos encontramos, por tanto, ante un corpus que constituye una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas.

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El elemento más original del Helenismo fue la poesía bucólica, o pastoril, como ya percibieron los antiguos, que la cultivaron hasta bien entrados los tiempos de las diversas literaturas europeas. Tal vez el elemento más original y específico del Helenismo sea la poesía bucólica, o pastoril, como ya debieron de percibir los antiguos, que la valoraron y adoptaron hasta bien entrados los tiempos de las diversas literaturas europeas. El creador de este subgénero fue el siracusano Teócrito, y los poetas Mosco y Bión también lo cultivaron con excelencia. La poesía bucólica crea un contexto ideal tanto en lo geográfico como en lo psicológico, la Arcadia amena que ha elaborado el tópico de este tipo de poesía. En este proceso idealizador, Grecia recorrió las primeras etapas, puesto que en los tres grandes poetas bucólicos abundan las diferencias; en esta progresión continuará la tradición posterior latina y occidental, cada una con elementos propios (piénsese en las Bucólicas virgilianas y su componente político). Al parecer, Teócrito convirtió en poesía varia viejas canciones populares de pastores; sus sucesores practicaron una modalidad mucho más elaborada y culta. Ahora bien, Teócrito y sus seguidores no se limitan a escribir poesía bucólica, sino que cultivan también poemas épicos breves (epilia), poesías amorosas, piezas mitológicas, epigramas, etc. Todo ello, sin embargo, tiende hacia la tonalidad de la producción pastoril.

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En la literatura clásica reciben el nombre de yambógrafos los poetas griegos de los siglos VII-VI a.C. que escribían unos poemas cuyo pie métrico fundamental era el yambo. Dichos poemas tenían una naturaleza socarrona, irónica y a veces no exenta de exabruptos. De los primeros poetas líricos griegos, -que es decir los primeros líricos de la tradición literaria de Occidente- tan sólo nos han quedado breves fragmentos. Los yambógrafos y los elegíacos son quienes -en el siglo VII y en el VI a.C.– inauguran la poesía de expresión personal, los que expresan con inolvidable voz propia una visión subjetiva del mundo y colocan su yo personal como centro de la representación poética. Esta poesía que comienza con los fragmentos de Arquíloco, el desvergonzado mercenario, el dolorido y apasionado poeta de Paros, nos sigue impresionando por su audacia expresiva. En contraste con la épica homérica que deja en ella numerosos ecos, aquí surge otra forma de ver el mundo y la existencia humana. Esos breves fragmentos se prestan a muchas glosas, por su riqueza de sugerencias y su carácter trunco. Son legión sus comentaristas a lo largo de los tiempos y de la minuciosa labor de los filólogos. Esta versión del profesor E.Suárez de la Torre, con su extensa introducción y sus numerosas notas nos lo recuerda con gran precisión.

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La paradoxografía, nacida con las conquistas de Alejandro, satisfizo el deseo del público de acceder a seres y lugares maravillosos en una época de fascinación que sólo se repetiría dieciocho siglos después, con el descubrimiento de América. La paradoxografía, el relato de hechos y fenómenos maravillosos, se constituyó como género literario al inicio del período helenístico, con las conquistas de Alejandro, que abrieron a la imaginación griega territorios inmensos e ignotos y produjeron una cantidad de noticias insólitas. El público heleno estaba deseoso de informarse acerca del nuevo mundo natural y de los pueblos que lo habitaban; este afán se satisfizo con relatos de viajeros, a la sombra del mítico conquistador, que a una observación a menudo desconcertada añadieron grandes dosis de fantasía y especulación mitológica. Se formó así el género paradoxográfico, en el que se suceden los prodigios y las extravagancias sin contexto ni explicaciones, relatados del modo más escueto, según el planteamiento misceláneo y el tono anticuario característicos de la época. El interés por lo maravilloso se benefició de una época convulsa en lo espiritual y lo religioso, cuando la religión tradicional cedía su puesto a la superstición y a las corrientes religiosas y mágicas orientales. Este volumen reúne los textos de los más interesantes paradoxófragos –Antígono, Apolonio, Nicolao, Flegón de Trales…– y completa una rica visión del género con una buena introducción general y unos índices de sitios y personas reales y de pueblos y lugares maravillosos.

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Todos los fragmentos pervividos de los primeros poetas líricos de Occidente, traducidos por un gran conocedor de la materia, comprometido en la tarea de reconstruir un magnífico edificio a partir de escasos escombros. Salvo algunos libros de Píndaro y de Teognis, todos los demás poetas líricos arcaicos nos han llegado de un modo terriblemente fragmentario. Apenas unos pocos poemas enteros y una gran cantidad dispersa de breves fragmentos es lo que nos queda de la poesía mélica en diversos metros y ritmos. Sólo unos cuantos versos truncos y sueltos de lo que fue una magnífica tradición lírica, unas cuantas chispas y pavesas de lo que fue una espléndida hoguera. Pero aun así, esos pocos fragmentos resultan un testimonio esencial por su brillantez y sensibilidad literaria. Excepto Píndaro, Baquílides y los yambógrafos y elegíacos, todos los fragmentos de la antigua poesía griega anterior a la época helenística están reunidos aquí, traducidos e introducidos con máxima fidelidad. Tanto los fragmentos y poemas de tradición antigua como los aparecidos en papiros hace pocos años y restituidos a esta tradición lírica, que intentamos perfilar a partir de ellos. De un lado está la vieja tradición popular, de otro la espléndida lírica coral (aquí representada por Estesícoro, Alcmán, Íbico y Simónides), y de otro la lírica personal o monódica (los lesbios: Safo y Alceo; Anacreonte), y unos cuantos poetas menores, apenas unas siluetas y unos versos. Con todo, qué enorme el aroma poético de Safo o de Alceo, de Estesícoro o de Simónides de Quíos; cuántos ecos han suscitado algunas estrofas sáficas y anacreónticas; qué enigmáticas las tempranas canciones corales de Alcmán, y qué innovadoras versiones míticas las del arcaico Estesícoro. La versión de F. R. Adrados demuestra un excelente conocimiento de toda esta poesía, de sus condicionantes históricos, de los últimos hallazgos y estudios, al servicio de una traducción precisa y exhaustiva de todo el repertorio de los primeros poetas líricos de Occidente.

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Esta colección de fragmentos de poesía latina, que recupera obras parciales de entre los primeros testimonios y el siglo VI d.C., es una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas. El número de obras latinas que ha llegado hasta nuestros días es relativamente pequeño, pues la mayor parte de los textos se ha ido perdiendo a lo largo de los siglos, y de muchos autores hoy apenas conocemos el nombre. En tales circunstancias, los fragmentos se convierten en un elemento imprescindible que proporciona una visión más completa de la lírica latina. Por eso ofrecemos en dos volúmenes, traducida por primera vez al español, la colección Fragmentos de Poesía Latina editada por J. Blänsdorf en la Bibliotheca Teubneriana. Dicha colección abarca desde los primeros testimonios poéticos latinos hasta el siglo VI d.C., con una impresionante variedad de autores, obras y temas: cánticos rituales («Carmen Saliaris» y «Carmen Arvalis»), adaptaciones al latín de la épica griega (Livio Andrónico), epitafios famosos (como los atribuidos a Plauto y a Virgilio), versos populares contra emperadores, fragmentos poéticos de grandes prosistas (Cicerón, Séneca, Símaco), obras históricas en verso (Cornelio Severo)… Nos encontramos, por tanto, ante un corpus que constituye una herramienta fundamental para la Filología Latina y una obra de referencia para cualquier interesado en la poesía y la literatura clásicas.

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Entre los autores españoles, la huella de la Antología Palatina se deja sentir, entre otros, en Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Lope de Vega y Quevedo. Desde época helenística y durante toda la Antigüedad, el epigrama fue muy cultivado como género poético refinado y erudito. Pronto se hicieron antologías y recopilaciones de los poetas que lo utilizaron. Dos de las más importantes, la Guirnalda compilada por Meleagro en los primeros años del siglo I a.C. y la Guirnalda de Filipo de Tesalónica, compilada hacia el 40 d.C., junto con otros textos y a través de diversas colecciones, han llegado hasta nosotros gracias a la Antología Palatina, obra de un compilador anónimo del siglo X y así llamada por el manuscrito que la contiene, encontrado enHeidelberg, capital del Palatinado. La Guirnalda de Meleagro, junto con otros epigramas helenísticos, forma el primer volumen de la Antología Palatina en esta colección. En conjunto advertimos la enorme riqueza de esta modalidad: poemas de amor, de nostalgias, sepulcrales o eruditos, de maldición o de lamento; hay epitafios, dedicatorias, loas a poetas y a artistas, a la naturaleza… Poesía de una gran fuerza literaria, el epigrama ejerció una gran influencia en toda la literatura posterior.