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Este hito histórico de la filología clásica, la traducción íntegra de los Tratados hipocráticos, es una ocasión única no sólo para los interesados en el nacimiento y la evolución de la ciencia médica, sino para cualquier amante de la cultura griega. El Corpus Hippocraticum es un conjunto de más de cincuenta tratados médicos de enorme importancia, pues constituyen los textos fundacionales de la ciencia médica europea y forman la primera biblioteca científica de Occidente. Casi todos se remontan a finales del siglo V y comienzos del IV a.C., la época en que vivieron Hipócrates y sus discípulos directos. No sabemos cuántos de estos escritos son del «Padre de la Medicina», pero todos muestran una orientación coherente e ilustrada, racional y profesional, que bien puede deberse al maestro de Cos. Más importante que la debatida cuestión de la autoría es comprender el alcance de esta medicina, su empeño humanitario y su afán metódico. Este corpus resulta esencial no sólo para la historia de la ciencia médica, sino para el conocimiento cabal de la cultura griega. Éste es el primer intento de verter al castellano todos estos tratados, y se ha hecho con el mayor rigor filológico: se ha partido de las ediciones más recientes y contrastadas de los textos griegos, se han anotado las versiones a fin de aclarar cualquier dificultad científica o lingüística y se han añadido introducciones a cada uno de los tratados, con lo cual se incorpora una explicación pormenorizada a la Introducción General, que sitúa el conjunto de los escritos en su contexto histórico. El cuarto volumen de los Tratados hipocráticos incluye los textos de ginecología: «Sobre las enfermedades en las mujeres», «Sobre las mujeres estériles», «Sobre las enfermedades de las vírgenes», «Sobre la superfetación», «Sobre la excisión del feto» y «Sobre la naturaleza de la mujer».

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Poesía de una gran fuerza literaria, el epigrama ejerció una gran influencia en toda la literatura posterior. Desde época helenística y durante toda la Antigüedad, el epigrama fue muy cultivado como género poético refinado y erudito. Pronto se hicieron antologías y recopilaciones de los poetas que lo utilizaron. Dos de las más importantes, la Guirnalda de Meleagro y la Guirnalda de Filipo, junto con otros textos y a través de diversas recopilaciones, han llegado hasta nosotros gracias a la Antología Palatina, obra de un compilador anónimo del siglo X y llamada así por el manuscrito que la contiene, encontrado en Heidelberg, capital del Palatinado. La Guirnalda de Meleagro, junto con otros epigramas helenísticos, forma el primer volumen de la Antología Palatina en esta colección; en éste se incluye la Guirnalda de Filipo, tesalonicense afincado en Roma en época de Nerón. Su intención era continuar la de Meleagro incluyendo a los autores posteriores a éste. En conjunto advertimos la enorme riqueza de esta modalidad: poemas de amor, de nostalgias, sepulcrales o eruditos, de maldición o de lamento; hay epitafios, dedicatorias, loas a poetas y a artistas, a la naturaleza… Poesía de una gran fuerza literaria, el epigrama ejerció una gran influencia en toda la literatura posterior. Entre los autores españoles, la huella de la Antología Palatina se deja sentir, entre otros, en Garcilaso de la Vega, Fray Luis de León, Lope de Vega y Quevedo.

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Este volumen consiste en una compilación de artículos sobre el derecho y las prácticas de prevención y de vigilancia. La sociedad de la vigilancia produce sus criminales. Ejercida otrora en ámbitos cerrados o bajo el régimen de poderes totalitarios, la vigilancia se extiende en nuestro siglo a muchas de las expresiones cotidianas de lo humano: controles de velocidad, de alcoholemia, pasaportes biométricos, registros de audio y vídeo en lugares públicos («para su seguridad», se nos dice), conexión de ficheros interdepartamentales o métodos evaluativos de la productividad, la motivación o el riesgo de enfermedad. El modelo de civilización cambia y el derecho a la seguridad hace pasar a lo social la defensa paranoica y la sospecha hacia el prójimo. En la sociedad de la vigilancia todos somos criminales en potencia.

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Una enriquecedora visión del gnosticismo del siglo II, a partir de los textos polémicos de los heresiólogos Ireneo de Lyón e Hipólito de Roma, con un estudio de las líneas generales de este movimiento teológico-filosófico que pugnó con la ortodoxia eclesiástica. La Gnosis fue un fenómeno intelectual y espiritual de enorme repercusión en el siglo ii d. C., un producto del cruce de la filosofía helénica con las nuevas corrientes religiosas de la época. Hay una Gnosis judía, al lado de una Gnosis cristiana, que mezclan los influjos del platonismo y neoplatonismo con temas bíblicos, y con una especial religiosidad muy propia de ese tiempo tan agitado espiritualmente, «una época de angustia y ansiedad», según dijera Dodds. Para el Gnosticismo, el hombre es un ser ambiguo, que contiene un principio divino, una chispa o centella inmortal que aspira a reintegrarse en su fuente original de donde ha caído en este mundo degradado y doliente. Tal es la creencia fundamental que enlaza a las diversas sectas de lo que llamamos Gnosticismo, uno de los capítulos últimos de la historia del espíritu griego. En esa larga contienda del mythos y el lógos la Gnosis representa un extraño momento de combinación de ambos, una especie un tanto bastarda de lo helénico y lo oriental, pero con muy claros ecos de la tradición platónica e incluso pitagórica. José Montserrat Torrens ha traducido dos textos fundamentales para una perspectiva de conjunto: el libro I de Contra las herejías de Ireneo de Lyon, y los V, VI, VII y VIII de la Refutación de todas las herejías de Hipólito de Roma, además de una selección de fragmentos de Basílides y los Valentinianos. Ha anotado muy docta y puntualmente todos esos difíciles textos y les ha antepuesto unas introducciones muy completas y documentadas. No hay, en la bibliografía española, otro libro semejante para una aproximación y conocimiento histórico directo de tan interesante movimiento espiritual.

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Este tomo alberga los discursos y fragmentos conservados de de cuatro oradores áticos, habitualmente calificados como oradores menores: de Licurgo, Dinarco, Démades e Hiperides. Los cuatro pertenecen a la época del máximo florecimiento ateniense de la oratoria: el siglo IV a.C. La mayoría de los discursos aquí recogidos pertenecen al género forense, pero algunos son de carácter político, como, por ejemplo (en su sentido más hondo) el Contra Leócrates de Licurgo, el Contra Demóstenes de Dinarco, y el fragmentario Sobre los doce años de Démades, mientras que el Epitafio de Hiperides es un excelente ejemplo de retórica epidíctica. Literariamente estos textos son importantes como muestras del desarrollo de la prosa griega, pero culturalmente lo son, tanto o más que por su brillantez formal, por sus testimonios sobre la vida política y cotidiana de la Atenas de su tiempo. Aquí se presentan con precisas y claras introducciones a cada autor y texto.

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Los volúmenes de los Carmina Latina Epigraphica, cuya publicación inició, hace ya más de un siglo, Buecheler y continuó Lommatzsch en 1926, recogían todas las inscripciones latinas antiguas escritas en verso conocidas por entonces (unas dos mil trescientas). Es, pues, un corpus de considerables dimensiones en el que, al lado de piezas de escaso o nulo valor literario, encontramos a veces los destellos de la más auténtica inspiración poética o, cuando menos, la chispa rebosante de ingenio, o de sincero dolor, de la musa popular y anónima. Ésos son los textos que para la Biblioteca Clásica ha traducido y anotado Concepción Fernández Martínez, Profesora de la Universidad de Sevilla y colaboradora del proyecto internacional de investigación encargado de poner a disposición de los estudiosos el caudal actualizado de los epígrafes latinos en verso, que se espera que, al menos, duplique el publicado en su día por Buecheler y Lommatzsch.

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Este volumen contiene una abundante colección de inscripciones epigráficas halladas en monumentos sepulcrales del mundo griego, y ofrece una rica visión de uno de los géneros más sentidos y poco conocidos de toda la literatura antigua. Las inscripciones conservadas en los monumentos sepulcrales constituyen el grupo más numeroso de todo el material epigráfico que nos ha legado la Antigüedad. En los sistemas de acomodación de los muertos, fuera el entierro (directo o en caja o sarcófago) o bien mediante incineración, se introdujo pronto la práctica de dedicar unas palabras conmemorativas de la persona desaparecida, primero en una piedra rudimentaria sobre el túmulo, después en una estela pintada y adornada con decoraciones en relieve, en estatuas y otros objetos. Estos escritos eran epigramas, composiciones de entre uno y ocho versos, sepulcrales, votivas u honoríficas, que tenían como función conmemorativa honrar y conservar la memoria del finado, y asegurar su pervivencia en el recuerdo de los vivos. Este volumen reúne una abundante colección de estos epigramas inscripcionales griegos, que con toda seguridad son reales, y no composiciones literarias ficticias, pues nos han llegado en un monumento sepulcral. Es una selección efectuada a partir de varios miles de textos epigráficos conservados, basada en un criterio tipológico y temático: son representativos de todos los temas y motivos, los más bellos e interesantes desde el punto de vista literario, así como originales. Entre estos epigramas encontramos elogios de difuntos caídos en combate, expresiones de dolor por el muerto, datos biográficos, consolaciones, recordatorios de que la muerte es un destino común de todos, de que la vida es un préstamo que hay que devolver, que la muerte es un sueño eterno y otras reflexiones de la hora postrera. En conjunto reflejan los valores de la sociedad y la posición que en ella ocupaba la persona homenajeada (abundan los epigramas dedicados a médicos, gladiadores, atletas, sacerdotes y otras profesiones y oficios destacados). Sobre todo, ofrecen al lector una rica muestra de uno de los géneros más sentidos de toda la literatura antigua.

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Los volúmenes de los Carmina Latina Epigraphica, cuya publicación inició, hace ya más de un siglo, Buecheler y continuó Lommatzsch en 1926, recogían todas las inscripciones latinas antiguas escritas en verso conocidas por entonces (unas dos mil trescientas). Es, pues, un corpus de considerables dimensiones en el que, al lado de piezas de escaso o nulo valor literario, encontramos a veces los destellos de la más auténtica inspiración poética o, cuando menos, la chispa rebosante de ingenio, o de sincero dolor, de la musa popular y anónima. Ésos son los textos que para la Biblioteca Clásica ha traducido y anotado Concepción Fernández Martínez, Profesora de la Universidad de Sevilla y colaboradora del proyecto internacional de investigación encargado de poner a disposición de los estudiosos el caudal actualizado de los epígrafes latinos en verso, que se espera que, al menos, duplique el publicado en su día por Buecheler y Lommatzsch.

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La edición de estos fragmentos de la prácticamente perdida Comedia Media –transición y puente entre las épocas de Aristófanes y de Menandro– tiene un excepcional interés para trazar la línea evolutiva de las formas teatrales griegas. El término de Comedia Media se emplea para designar la comedia ateniense del período 400-323 a.C., el que sigue a la época marcada por la gran figura de Aristófanes. Las obras de la Comedia Media se han perdido prácticamente en su totalidad y no nos quedan más que fragmentos de ellas, que se han reunido en esta cuidada edición. Fue este periodo un momento de experimentación con nuevas fórmulas, y con aspectos novedosos como la reducción drástica del papel del coro; se redujo el tratamiento de asuntos políticos y se acrecentó la importancia de personajes prototípicos, como por ejemplo el militar. Los comediógrafos de esta etapa (conocemos el nombre de una cincuentena de ellos: Aristofonte, Calicles, Timocles, Mnesímaco, Jenarco, Sótades, Alexis, etc.) constituyen una transición del género de la comedia desde las cotas alcanzadas por la Comedia Antigua hasta la aparición de la Nueva, representada en la figura de Menandro; es por eso por lo que la edición de estos fragmentos tiene un excepcional interés para trazar la línea evolutiva de las formas teatrales griegas, que llega hasta autores como los latinos Plauto y Terencio, quienes, a su vez, con el paso de los siglos, serán los modelos de clásicos como Molière y Lope de Vega.

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Estos cinco opúsculos ejemplifican a la perfección las distintas modalidades de los estudios de mitografía en la Grecia antigua. Los cinco escritos que se recogen aquí forman una unidad (pese a su diversidad aparente) por cuanto ilustran de forma impecable tres de las modalidades en que los griegos de la Antigüedad practicaron la mitografía. Los tres primeros opúsculos (las «Historias increíbles» de Paléfato, Heráclito y el Anónimo Vaticano) son básicamente representativos de la exégesis racionalista del mito. Con la obra de Eratóstenes («Catasterismos») volvemos, del tiempo impreciso del Anónimo, a la época helenística, momento en que se debió de componer esta suerte de astronomía mitológica que narra las conversiones en estrellas de personajes famosos del mito. Por último, el «Repaso de las tradiciones teológicas de los griegos» de Aneo Cornuto (obra que se traduce aquí por vez primera al castellano) ejemplifica la corriente alegórica de análisis del mito.