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      La bestia humana

Editorial

      La bestia humana (1890) Émile Zola

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Julio 2021

      Imagen de portada:

      Traducción: Ricardo García

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Capítulo I

      Al entrar a la recámara, Roubaud puso sobre la mesa el pan, el paté y la botella de vino blanco. En la mañana, la señora Victoria había echado tanta leña sobre el fuego de la estufa, que el calor ya era sofocante. Abrió una ventana y apoyó en ella sus codos.

      La buhardilla se encontraba en el callejón de Ámsterdam, en la última casa de la derecha, alto inmueble en el que la Compañía del Oeste hospedaba a algunos de sus empleados. Aquella ventana del quinto piso, situada en un ángulo del abuhardillado techo, daba a la estación de trenes, ancha trinchera que, cortando el barrio de Europa, ofrecía a la vista un brusco despliegue del horizonte. Y este espacio parecía aún más vasto aquella tarde, tarde de un cielo gris de mediados de febrero, un gris húmedo y tibio que el sol atravesaba.

      Enfrente, en la calle de Roma, confundiéndose bajo una capa de polvo, aparecían las casas, ligeras y borrosas. A mano izquierda, los tejados de la estación se extendían sobre las salas gigantescas de los andenes, con sus vidrieras negras por el humo; el andén más grande en el que la mirada se perdía, estaba separado por el edificio de Correos y por el de la calefacción de los otros más pequeños, de los andenes en que entraban los trenes de Argenteuil, de Versalles y la Ceinture. A la derecha, el Puente de Europa cortaba con su estrella de hierro la zanja de la vía, que reaparecía luego, huyendo hacia el túnel de Batignolles. E, inmediatamente debajo de la ventana, ocupando todo el vasto espacio, las tres vías dobles que emergían del puente se ramificaban, apartándose unas de otras como abanico cuyas varillas metálicas, multiplicadas hasta el infinito, se perdían bajo el tejado de la estación. Los tres puestos de guardagujas, por delante de los arcos, aparecían con sus pequeños y desnudos jardines. En medio de la masa tenue y confusa, de coches y locomotoras, una gran señal roja ponía una mancha sobre el cielo pálido.

      Por un instante, Roubaud, cuyo interés se había despertado, hizo comparaciones, pensando en su estación de El Havre. Cada vez que llegaba para pasar un día en París y se alojaba en la habitación de la señora Victoria, experimentaba de nuevo la pasión por su oficio. Bajo el tejado de las grandes líneas, la llegada de un tren de Mantes había animado los andenes; Roubaud siguió con la mirada la máquina de maniobras, una pequeña locomotora, de tres ruedas bajas y acopladas, que había comenzado a desmontar el tren y que, ágil y diligente, se llevaba los vagones, alejándolos, hacia la cochera. Otra máquina, una poderosa locomotora de expreso, de dos ruedas altas y devoradoras, se hallaba sola, estacionada, mientras lanzaba por su chimenea una espesa humareda negra que ascendía, derecha y perezosa, hacia el aire tranquilo. Pero la atención de Roubaud fue cautivada completamente por el tren de las dos y veinticinco, con destino a Caen, que, lleno de viajeros, esperaba la llegada de su locomotora. Roubaud no podía verla, pues se hallaba parada más allá del Puente de Europa; pero la oía pedir vía con ligeros y ansiosos silbidos, como una persona que pierde la paciencia. Alguien gritó una orden y, con un silbo breve, ella respondió que había entendido. Luego, precediendo a su puesta en marcha, hubo un silencio, se abrieron los purgadores, y el vapor saltó al nivel del suelo con un ruido ensordecedor. Roubaud vio entonces cómo una prodigiosa blancura desbordaba del puente, y cómo se arremolinaba, como plumón de nieve que volara a través de las armaduras de hierro. Una parte del espacio se volvió blanca, mientras que el humo cada vez más denso de otra locomotora extendía un velo negro. Desde atrás llegaba un ruido confuso de pitidos prolongados, de gritos de mando, de sacudidas de placas giratorias. Se produjo un claro y Roubaud distinguió, en el fondo, un tren de Versalles y un tren de Auteuil, que se cruzaban.

      Se disponía a abandonar la ventana cuando una voz que pronunciaba su nombre hizo que se inclinara. Abajo vio, en la terraza del cuarto piso, a un hombre de unos treinta años. Era Enrique Dauvergne, conductor jefe, que vivía allí en compañía de su padre, jefe adjunto de las líneas de gran distancia, y de sus hermanas, Clara y Sofía, dos rubias adorables de dieciocho y veinte años, que gobernaban la casa con los seis mil francos de los dos hombres, en medio de continuas explosiones de alegría. Se escuchaba la risa de la hermana mayor y el canto de la menor, mientras que toda una jaula de canarios rivalizaba con ella en los cantos.

      —¿Usted, señor Roubaud? ¿Otra vez en París? ¡Ah, sí, será por su asunto con el subprefecto!

      Con los codos de nuevo en la ventana, el segundo jefe de estación explicó que había tenido que salir de El Havre aquella misma mañana, en el exprés de las seis cuarenta. Una orden del jefe de la explotación le había hecho venir a París, y acababan de obsequiarle con un sermón de primera.

      —¿Y su señora? —preguntó Enrique.

      La señora había venido también para hacer compras. Su marido la estaba esperando allí, en aquella habitación cuya llave les era entregada por la señora Victoria en cada uno de sus viajes, y en la que les gustaba almorzar, tranquilos y a solas, mientras la buena mujer estaba retenida abajo, en su puesto de limpieza. Aquel día, no habían tomado más que un rápido desayuno en Mantes, queriendo llegar pronto y terminar con sus asuntos. Pero habían dado las tres, y Roubaud se moría de hambre.

      Enrique, queriendo ser amable, hizo una pregunta más: —¿Pasarán la noche en París?

      ¡No, no! Los dos regresarían a El Havre aquella misma tarde,

      en el expreso de las seis treinta. ¿Vacaciones? ¡Qué va! No le llamaban a uno más que para sermonearle, y luego, ¡a la perrera!

      Durante un momento, los dos empleados se miraron, moviendo la cabeza. Pero ya no se oían, pues un piano endiablado empezaba a dejar oír sus notas sonoras. Al parecer, las dos hermanas le golpeaban juntas, riendo alto y excitando a los canarios. Entonces, el joven, animándose a su vez, se despidió y volvió al interior del cuarto. El jefe segundo, abandonado a sí mismo, detuvo un instante más la mirada en la terraza desde la que subía hacia él toda aquella alegría de juventud. Luego, levantando los ojos, vio la locomotora, que había cerrado sus válvulas de escape, a la que el guardagujas dirigía hacia el tren de Caen. Los últimos copos blancos de vapor se perdían entre los gruesos torbellinos de humo negro que ensuciaban el cielo. Finalmente, Roubaud se alejó de la ventana.

      Deteniéndose ante el reloj de cucu que marcaba las tres y veinte, Roubaud hizo un ademán desesperado. ¿En qué diablos se estaba entreteniendo Severina? Cuando se metía en algún almacén, ya no volvía a salir. Para engañar el hambre que le atormentaba el estómago, empezó a poner la mesa. La vasta habitación de dos ventanas le era familiar; servía a la vez de alcoba, de comedor y de cocina. Tenía muebles de nogal, cama cubierta con tela de algodón rojo, aparador, mesa redonda y armario normando. Roubaud sacó del aparador un par de servilletas, platos, tenedores, cuchillos y dos vasos; todo de una limpieza extrema. Se divertía con esta ocupación de ama de casa como si se tratase de una comida lujosa; estaba encantado con la blancura de la ropa de la mesa; muy enamorado de su mujer, y reía con esa misma risa simpática y fresca que oiría cuando ella abriese la puerta. Mas cuando había dispuesto el paté sobre un plato y, junto a él, la botella de vino blanco, se detuvo inquieto, buscando algo con los ojos. Luego, con viveza, extrajo de sus bolsillos dos paquetes olvidados: una pequeña lata de sardinas y un trozo de queso Gruyère.

      Daba la media. Roubaud iba y venía por la habitación, dirigiendo el oído hacia la escalera al menor ruido que percibía. No sabía qué hacer y, al pasar ante el espejo, se miró. No envejecía; andaba cerca de los cuarenta sin que hubiese palidecido el rojo ardiente de sus rizados cabellos. Su

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