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Una visita de dos días al año jamás podía compensar el hecho de no tenerlos cerca cada día.

      Y había otro problema: si Miguel no había cruzado a la tierra de los muertos, si seguía anclado a este mundo, no podría regresar para el Día de Muertos.

      ¿Qué le había ocurrido?

      Alguien salió a toda prisa de la cocina y se chocó con Yadriel; fue entonces cuando oyó la voz de su papá. Apartó la vista de Claudia y se deslizó entre los cuerpos que se interponían entre él y la cocina, con Maritza siguiéndole de cerca.

      Allí, de pie, había un grupo de nahualos con los ojos fijos en el papá de Yadriel. Enrique Vélez Cabrera era un hombre alto (genes que Yadriel clarísimamente no había heredado) y de complexión media. Tenía algo de panza que tensaba la camisa de cuadros roja que llevaba metida en los vaqueros. Desde que Yadriel tenía memoria, siempre había llevado el mismo corte de pelo sencillo y bigote frondoso. La única diferencia era que ya tenía algunas canas en las sienes.

      Después de la muerte del abuelo de Yadriel, su papá ocupó el puesto de líder de los nahuales del Este de Los Ángeles. La abuela era su mano derecha y hacía las veces de matriarca y de líder espiritual. Enrique se había ganado el respeto y la admiración de toda la comunidad; los hombres que había en la cocina le prestaban toda su atención, sobre todo Diego, el hermano mayor de Yadriel, que se encontraba a su lado y asentía enérgicamente ante cada instrucción que daba.

      —Debemos encontrar el portaje de Miguel. Si no cruzó a la tierra de los muertos, estará enlazado a él —explicó Enrique al grupo.

      Aferrado al borde de la pequeña mesa de madera y con los ojos vivos, su voz sonaba grave y solemne. Cuando Yadriel observó a su alrededor, las caras de los nahualos reflejaban distintos grados de conmoción.

      —Ya tenemos gente buscando en el cementerio, pues estaba de guardia hoy, pero necesitamos que alguien vaya a casa de Claudia y Benny —continuó Enrique.

      Aunque Miguel ya rozaba los treinta, aún vivía en la casa familiar para ayudar a su papá discapacitado. Miguel era amable, paciente y siempre se había portado bien con Yadriel. Al pensar en él, a Yadriel se le hizo un nudo en la garganta.

      —Que alguien vaya a buscar alguna camisa de Miguel y que después vaya a despertar a Julio; puede que necesitemos a sus perros —añadió Enrique, y un nahualo salió corriendo.

      Julio era un viejo nahualo cascarrabias que criaba pitbulls y los entrenaba para que aprendieran a seguir rastros; era una habilidad muy útil para localizar cuerpos y anclas de espíritus perdidos.

      —¡Busquen por todas partes! —Enrique se irguió y sus ojos se movieron por la cocina abarrotada—. ¿Alguien vio a…?

      —¡Papá!

      Yadriel se abrió paso hasta el frente y Enrique giró la cabeza hacia él de inmediato, aliviado y sorprendido:

      —¡Yadriel! —Enrique lo aplastó contra su pecho, rodeándolo vigorosamente con los brazos—. ¡Ay, Dios mío!

      Con sus manos ásperas, tomó la cara de Yadriel y le plantó un beso en la coronilla. Yadriel se puso tenso, resistiéndose al repentino contacto físico. Su papá lo agarró por los hombros y lo miró con el ceño fruncido.

      —Me preocupaba que te hubiera ocurrido algo.

      Yadriel dio un paso atrás para liberarse:

      —Estoy bien…

      —¿Dónde estaban ustedes dos? —preguntó Diego.

      Sus ojos pardos iban y venían de Yadriel a Maritza. Yadriel dudó; Maritza se encogió de hombros.

      Existía un motivo por el que habían celebrado la ceremonia del portaje de Yadriel en secreto. Un motivo por el que Maritza había pasado tanto tiempo fabricándole la daga sin que se enterara su papá. Los ritos de los nahuales se basaban en tradiciones antiquísimas, e ir en contra de esas tradiciones se consideraba blasfemo. Cuando Yadriel cumplió quince años y se negó a que lo presentaran ante la Dama Muerte como una nahuala, no le permitieron hacerlo como un nahualo. Era inadmisible. Le dijeron que no funcionaría, que la Dama Muerte no cambiaría la forma en la que bendecía solo porque él dijera que era un chico.

      Ni siquiera le dejaron intentarlo. Era más fácil ocultarse detrás de sus tradiciones que desafiar sus creencias y su comprensión de cómo funcionaban las cosas en el mundo de los nahuales.

      Aquello hacía que Yadriel se sintiera avergonzado de ser quien era. Sentía que aquel rechazo flagrante era personal, porque lo era. Era un rechazo abierto hacia su persona: un chico transgénero que intentaba encontrar un lugar en su comunidad.

      Pero se equivocaban. La Dama Muerte le había respondido. Ahora solo tenía que demostrarlo.

      Orlando entró apresuradamente en la cocina y la atención del papá de Yadriel se posó en él:

      —¿Lo encontraste?

      Orlando negó con la cabeza.

      —Seguimos buscando por el cementerio, pero no hay ni rastro de él —dijo, al tiempo que se quitaba su gorra de béisbol y la retorcía entre las manos—. No hemos podido sentirlo ni nada, ¡es como si hubiera desaparecido!

      —¡Papá! —Yadriel trató de parecer más alto—. ¿Cómo puedo ayudar?

      Todas las miradas pasaron por encima de su cabeza.

      —Necesito que varios de ustedes empiecen a buscar por las calles. Distribúyanse a partir de la entrada principal —dijo Enrique con una mano pesada sobre el hombro de Yadriel—. Miguel no habría abandonado sus obligaciones sin motivo.

      Orlando asintió y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Yadriel intentó seguirle, pero su papá aún lo agarraba con fuerza.

      —Tú no, Yadriel —dijo con firmeza.

      —¡Pero puedo ayudar!

      Otro nahualo consiguió entrar en la cocina y Yadriel sintió cómo en su interior nacía un brote de esperanza.

      El tío Catriz era el hermano mayor de su papá, aunque era difícil adivinarlo solo con verlos. Enrique Vélez Cabrera era un hombre ancho y redondeado, mientras que Catriz Vélez Cabrera era larguirucho y anguloso. Llevaba el pelo largo recogido en un moño en la nuca, y tenía los pómulos altos y la nariz aguileña. Unos plugs tradicionales de jade y de casi veinticinco milímetros le adornaban los lóbulos.

      —Por fin llegaste, Catriz. —Enrique suspiró.

      —Hola, tío Catriz —murmuró Yadriel, sintiéndose menos en minoría.

      Catriz le dedicó una pequeña sonrisa a Yadriel antes de volverse hacia su hermano.

      —Vine en cuanto lo sentí —dijo con un resuello. Sus cejas delgadas se juntaron—. ¿Miguel está…?

      El papá de Yadriel asintió, y su tío sacudió la cabeza seriamente. Varios de los nahualos que había en la cocina se santiguaron.

      Yadriel no aguantaba más sin hacer nada. Quería contribuir. Quería ayudar. Miguel formaba parte de su familia y había sido un buen hombre; era el que traía el pan a casa de sus papás y siempre había sido amable con Yadriel. Uno de los recuerdos de infancia favoritos del joven nahualo era haber ido con Miguel en su motocicleta. Su papá y su mamá le habían prohibido explícitamente que se acercara a ella, pero si le suplicaba a Miguel lo suficiente, este siempre acababa dejándolo subir. Yadriel recordaba lo mucho que pesaba el casco y lo grande que le iba cuando Miguel lo llevaba a dar una vuelta por el barrio, circulando a poco más de quince kilómetros por hora. Cuando se dio cuenta de que no volvería a verlo con vida, una nueva ola de dolor lo golpeó.

      —¿Y si no logramos encontrarlo? —preguntó Andrés rompiendo el silencio. Era un chico flacucho y pecoso, y también el mejor amigo de Diego.

      El papá de Yadriel tensó la mandíbula. Los demás intercambiaron miradas.

      —Sigan

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