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      Carlos Frontera

Carlos Frontera

      Carlos Frontera nació en 1973 y vive en Sevilla. Es autor del libro de cuentos Andar sin ruido (2017). Eco es su primera novela.

      Su búsqueda literaria se compagina con la gestión de Humanimal Training, un proyecto enfocado en ofrecer una nueva forma de entender el deporte y la vida sana.

      Candaya Narrativa, 68

      ECO

      © Carlos Frontera

      Primera edición impresa en la Editorial Candaya: septiembre de 2020

      © Editorial Candaya S.L.

      Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

      08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

       www.candaya.com

       facebook.com/edcandaya

      Diseño de la colección:

      Francesc Fernández

      Imagen de la cubierta:

      Andia / Alamy Foto de stock.

      Maquetación y composición epub

      Miquel Robles

      BIC: FA

      ISBN:978-84-18504-26-6

      Depósito Legal:B 17539-2020

       Este libro no lo tendría que haber escrito nunca.

       Nunca.

      ECO

Dibujo

       Regular show

       ¿Por qué nos exponemos a situaciones de peligro?

       Porque algo nos dice que no valemos absolutamente nada.

      Olivia Laing, La ciudad solitaria

       una mirada desde la alcantarilla

       puede ser una visión del mundo

      Alejandra Pizarnik

       En mi soledad

       he visto cosas muy claras

       que no son verdad

      Antonio Machado

      ÍNDICE

       PORTADA

       ÍNDICE

       AUTOR

       CRÉDITOS

       EPÍGRAFE

       CITAS

       Lo segundo que hice al despertar

       Nadie debería envejecer solo

       Padre nos llevó a conocer el matadero de Betanzos

       ¿Qué lleva a un hombre a subir una montaña?

       AGRADECIMIENTOS

      Lo segundo que hice al despertar

      Lo segundo que hice al despertar de la anestesia fue llevarme la mano a la polla, un gesto, al contrario de lo que pueda pensarse, desprovisto de todo calor humano, carente de cualquier voluntariedad. Segundos después, mis ojos repararon en un reloj colgado en la pared de enfrente, un disco solar, visible desde la camilla, que marcaba las once y pico –el pico lo acoto entre las once y cinco y las once y cuarto–, señal de que todo había ido bien –o al menos lo suficientemente bien–, de que la operación se había desarrollado en el tiempo previsto.

      Desperté de la anestesia en una camilla en una sala desierta, una sábana abrigándome poco. A mi izquierda, un biombo de tela translúcida delimitaba mi espacio. Al otro lado se extendía un silencio oceánico, un vacío de tantos metros cuadrados desperdiciados para nadie. El lado derecho de la camilla pegaba con la pared, en cuya superficie los ojos de buey de una doble puerta batiente eran los únicos testigos. Una luz incompleta, sin lustre, bañaba el lugar. La luz procedía de varios focos y abocetaba el alma de las cosas –el reloj de pared, la camilla, el biombo–, proyectando sombras poco definidas, mal perfiladas, ejecutadas por una mano perezosa.

      Era la primera vez que despertaba de una anestesia y no me sentía demasiado mal, apenas un aturdimiento como tras espabilarme de una siesta truncada y una lentitud no exactamente mía, no exactamente del tiempo: una lentitud de la Tierra en su movimiento de traslación y rotación, no soy capaz de explicarlo de otro modo. Levanté las manos hasta situarlas en mi campo de visión y permanecí unos segundos mirándolas. Giré las muñecas como si me despidiese de algo, de alguien, flexioné cada articulación, cada falange. Por la forma de las uñas, por lo alargado de los dedos, por lo sombreado del vello las reconocí como mías, aunque no parecía tener control sobre ellas. Los dedos se agitaban sin que yo tuviese conciencia de haberles dado esa orden. El movimiento tenía lugar en otro plano, en un plano preconsciente. Como si en algún punto entre el cerebro y los dedos un cortocircuito hubiese echado a perder el cableado del que depende la motricidad.

      Con esa extrañeza en lo alto, respiré con alivio y devolví las manos a la camilla, en paralelo al cuerpo. Erguí la cabeza y sentí un leve mareo. Me costó despegarla, como si mi pelo fuese de felpa y la almohada, un velcro. Cuando me repuse miré mis pies, es decir, el relieve de mis pies bajo las sábanas, y guardo no diría el recuerdo, la impresión más bien de que sonreí al ver cómo se movían esos bultitos de peluche, con la pesadez de dos animalillos que justo despiertan de su letargo invernal.

      Sólo una vez concluida la revisión de mis extremidades, me llevé la mano a la polla.

      Fue, no se me escapa, una reminiscencia del cerebro reptiliano, una señal lanzada al vacío cósmico por mis antepasados para asegurarse de que aún era capaz de procrear, que estaba en disposición de aportar alguna ramita a nuestro árbol genealógico.

      Como si yo quisiera ser padre.

      Como si tuviese el menor interés en engendrar una vida con tantísimas papeletas de repetir lo mismo, de pasar por lo mismo.

      Como si alguna vez hubiese considerado la posibilidad de tender ese puente genético de abuelo a nieto.

      Mi cerebro reptiliano no tenía ni puta idea.

      Le faltaba

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