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      Memorias de una niña alba

       ©Bruna Faro

       Primera edición: agosto 2020

       © MAGO Editores.

       Director: Máximo G. Sáez.

       www.magoeditores.cl [email protected] Registro de Propiedad Intelectual Nº 303.293 ISBN: 978-956-317-589-9 Diseño y diagramación: Sergio Cruz. Edición electrónica: Sergio Cruz Lectura y revisión: Rodrigo Suárez Pemjean. Ilustración de portada: Florencia. Impreso en Chile / Printed in Chile. Derechos Reservados

       Prólogo

      Cuando la lluvia arremete y me siento en paz, suelo recordar. Hoy el crepitar me transporta a un día, uno especial. Uno en que el sol desde su alto emitía potentes rayos incandescentes que se reflejaban sobre los juegos infantiles y nos bloqueaban parcialmente la visión. Un día de silencios largos, en donde, incluso si hubiese sido de noche, se podrían haber escuchado los ligeros e invisibles pasos del Coco cuando hurtaba el sueño de alguna interna, sustrayéndola de entre sus sábanas. Un día de andares tranquilos. Tan tranquilos, que podríamos habernos demorado media hora en cruzar el patio si así lo hubiésemos dispuesto. Un día de pensares fantasiosos y metáforas reflexivas.

      Desde mi lugar, en el columpio más cercano al camino de entrada que daba hacia la puerta de la costura, observaba, frente a mí, a las más pequeñas, jugar con desgastadas muñecas manchadas de cebo que carecían de cualquier accesorio, como ropa por ejemplo. A través de los rayos del sol podía ver cómo se suspendía exageradamente la tierra que removían del suelo tan animosamente. Todas ellas de pelos cortos y desaliñados, con los mocos colgando hasta la nariz y los calzones tapizados en barro. Las internas más grandes, se habían apoderado, como siempre, de la escalera que estaba a la salida de su pabellón. Se pasaban unas a otras algo parecido a un lápiz labial, que movían con coquetería y entusiasmo. Parecía, por momentos, que vivían de forma normal.

      Desde mi lugar, era testigo oyente también, de la incesante búsqueda de panoramas de mis compañeras. A mi espalda, las escuchaba susurrar sobre las ideas, ya nada divertidas, para entretener su tarde. Divagaban entre una payaya o armar una pelota con trapos y papel. Enfrente del pasillo chico, en el prado que se extendía de un extremo a otro y junto a las flores, un grupo de internas se secreteaba sobre asuntos que no lograba oír. A un costado, sentadas en lo que parecía un medidor de agua, dos tías mantenían lo que imaginé sería una jocosa conversación.

      Al centro del prado y alejada del resto, se encontraba Lidia, pálida, como ya se veía hacía algunos días, con pestañeos pesados y dolorosos. Me detuve en ella, en su soledad, en el claro calvario de su existencia. Lidia, de complexión delgada y desgarbada; con sus cabellos cortos y robustos; su mirada enfocada sobre el pasto. Parecía estar urdiendo un plan postrero. Sentada sobre sus piernas y con los brazos alrededor de su vientre, parecía también, estar personificando la crónica de una locura. Recordaba meses pasados en que no era como entonces, tiempos en que jugaba y existía como todas, como cualquier niña Alba. Se movió lentamente. El sol iluminaba su espalda. Hizo un ademán de levantarse. No pudo. Giré la cabeza en busca de alguien más que pudiera estar siendo testigo de su agonía. Nadie parecía notar que estaba ahí. Volví la mirada hacia ella en el momento justo en que lograba ponerse, con mucha dificultad, en pie. No avanzó. Su mirada seguía fija en el suelo y los brazos sobre su vientre. Su cuerpo convulsionó levemente y supe que quería vomitar. Volvió a convulsionar, pero esa segunda vez nada detuvo el desenlace. El fuerte estruendo que brotó desde sus entrañas, llamó la atención de todas las que estábamos en el patio. No vomitó una vez, sino tres. Cargas de vómito café claro se distinguían desde mi ubicación. Con el cuerpo encorvado escupía los restos que tenía aún en la boca.

      Con un movimiento de cabeza. Posó la mirada hacia las tías que estaban a un par de metros de distancia. Ambas, con expresión asqueada, dejaban ver su repulsión libremente. Con dificultad avanzó dos pasos hacia ellas y volvió a convulsionar, pero esa vez no vomitó. Gritos desgarrados salieron desde su boca abierta de par en par, y con las uñas laceraba su cuerpo y rostro. El torso, ya no encorvado, sino torcido hacia atrás, parecía estar quebrándose. Las tías, que la observaban horrorizadas, no se acercaban, al igual que cada una de las que estábamos ahí.

      La niña, que aullaba de evidente dolor, se bajó los calzones. Se levantó el vestido y poniéndose en cuclillas, comenzó a defecar dejando salir fuertes alaridos. Las internas comenzamos a acercarnos al ver el asombro de las niñas que estaban justo tras ella. Lo que vimos fue impactante: desde el ano emergían gusanos largos café claro, que caían encima de los que ya había vomitado. Tenía las piernas en posición de 90 grados, y gritaba pidiendo ayuda.

      —¡Tía! —gritó con un alarido agonizante, tal cual grita una mujer en parto.

      Trataba de dar pasos para acercarse a ellas, mientras que las tías retrocedían para no ser alcanzadas. Un gusano grande se quedó atrapado en el ano y se enroscaba, entretanto ella gritaba tratando de sacarlo. Todas nos mirábamos horrorizadas sin saber qué hacer. De pronto, y sin pudor, una de las internas se acercó y con fuerza tiró de él mientras este se retorcía.

      Ya no era un día de silencios. Seguramente, si hubiese habido una mariposa circundante, habría decidido volar para el patio de al lado. Cualquier recuerdo onírico de espanto, había sido sobrepasado por una realidad truculenta y despiadada.

      Lidia cayó al suelo junto a sus propios desperdicios, y yo había encontrado a la niña agonizante de mis pensamientos.

       1

      Me remuevo en el sillón al mismo tiempo que observo las gotas de lluvia bajar por el vidrio de la ventana. Durante estos últimos días, el rostro de Lidia ha ocupado mis recuerdos de manera más recurrente.

      Repaso una idea que ha ocupado mi mente. El llamado de Judith a testificar en su denuncia abre una posibilidad en mi imaginario. Escribir sobre su episodio, tal vez, ayude a sanar a otras internas. Paseo la vista por la habitación. Mis ojos se mueven inquietos. Mis ideas se arremolinan. Analizo por dónde empezar. Tal vez deba comenzar hablando sobre Judith. Al final, ella es quien se atrevió a dar el primer paso, sin embargo, el principio es la mejor opción. No podría ser de otra manera. ¿Y qué digo? ¿Qué retratos debo describir? ¿Debo hablar primero de las torturas? ¿Tal vez del hambre? Ese hambre que marca la vida y los huesos.

      Me traslado desde mi cómodo sillón hacia el escritorio. Me sudan las manos. Divago entre recuerdos guardados. Abro el computador. La pantalla se enciende. Dudo por un momento. Una hoja en blanco me relaja. Tecleo la primera palabra. He decidido comenzar. Por el principio, es la mejor opción. No podría ser de otra manera.

       2

      Cruzamos la calle y paramos frente a una enorme puerta de madera, de cuyo borde superior nos miraba tristemente la imagen de una virgen María recién pintada. El edificio era una gran mole de cemento color amarillo que tenía tres pisos de altura y decenas de pequeñas ventanas.

      Me aferré a la mano de mi mamá y frené el paso con la intención de que se arrepintiera de dejarnos ahí. Era un miércoles del mes de junio. El frío hacía temblar mi menudo cuerpo y, a pesar de encontrarnos en una calle muy transitada, lo único que podía oír era el silencio extraño de mis pensamientos. Ella no se detuvo. Tomó de mi mano con más fuerza y me obligó a avanzar. Mi hermana menor, tomada de la otra mano de nuestra mamá, miraba con miedo el enorme lugar y avanzaba con pasos tímidos hacia la puerta. Yo la observaba por el rabillo del ojo por si necesitaba, en algún momento, una mirada de tranquilidad. Observé también que, al igual que yo, temblaba de frío. Esa mañana, antes de salir de casa, la vestí con la mejor ropa que encontré para ella. No había mucho, un par de pantalones rotos, unos sweaters desgastados, calcetines impares y nada de ropa interior. Me decidí por un pantalón que nos había regalado la señora Marta, la vecina dueña de la casa. Seguramente, cuando ella lo compró

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