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      Prólogo

      Elena Martin Ortega

      Catedrática de Psicología Evolutiva

      y de la Educación en la Universidad

      Autónoma de Madrid

      “Conócete a ti mismo”. Este aforismo griego, que preside el templo de Delfos, señala una de las claves de la sabiduría. Cualquier comportamiento que se quiera exitoso debe empezar por una comprensión lúcida y profunda de la realidad en la que se pretende actuar. Esta es la principal virtud del libro que se nos presenta. Juan Ignacio Pozo realiza un diagnóstico sólidamente fundamentado de la situación del sistema educativo en España. El autor aprovecha la lupa privilegiada de la pandemia para enfrentarnos con las limitaciones de nuestra escuela. Como él señala, no son problemas generados por la COVID-19, sino desvelados por ella. Tareas pendientes que no podemos seguir dilatando.

      En el texto no solo se lleva a cabo el diagnóstico. Se aborda también la parte más difícil, las líneas de actuación que podrían ayudar a avanzar hacia una educación que promueva realmente, y no solo en el manido plano del discurso, los aprendizajes imprescindibles para cualquier ciudadano del siglo XXI. Porque, como se argumenta en la obra, “tenemos una escuela para una sociedad que ya no existe”.

      El lector podría pensar que ha leído otras aportaciones con igual contenido. Sin embargo, se equivocaría, porque esta tiene la peculiaridad de hilar el análisis tomando como eje el conocimiento que las ciencias del aprendizaje han ido construyendo. Este es el valor añadido del libro. Nacho Pozo es uno de los mayores expertos en los procesos que permiten aprender a los humanos y siempre ha estado comprometido con derivar de este saber las consecuencias para la enseñanza, es decir, para ayudar intencionalmente a aprender. La educación no puede permitirse desperdiciar todo el conocimiento que la psicología va acumulando y que ayuda a fundamentar con rigor las líneas de innovación.

      Comparto totalmente la valoración del autor de que el sistema educativo está obsoleto, tanto en lo relativo a la selección de lo que queremos que el alumnado aprenda (qué aprender y enseñar) como a la forma en que organizamos las situaciones y actividades de aprendizaje para que los procesos se desarrollen de la mejor manera posible (cómo aprender y enseñar). Creo que, a las ideas que se destacan en el análisis como mejoras necesarias, habría que añadir otra complementaria. Me refiero a la importancia de identificar los aprendizajes básicos e imprescindibles, que deben, por tanto, configurar el núcleo irrenunciable de la enseñanza. No solo tenemos un currículo caduco, sino también sobrecargado. Es comprensible que los docentes queramos que los alumnos y las alumnas aprendan lo más posible, porque somos conscientes del valor del conocimiento y hemos tenido el privilegio de disfrutar aprendiendo. Pero este deseo bienintencionado lleva en muchas ocasiones a no prestar la suficiente atención a los aprendizajes esenciales que, de no construirse, colocan al estudiante en una situación de desventaja para seguir aprendiendo y para participar en la sociedad como miembro activo (Coll y Martín, 2006). Resulta imprescindible que los equipos docentes identifiquen con claridad cuáles son estos conocimientos y qué grado de aprendizaje debe ir lográndose en ellos a lo largo de la educación obligatoria, estableciendo así una secuencia ajustada y una actuación coherente de todo el profesorado que interviene en un mismo grupo de alumnos.

      La pandemia ha ayudado a muchos docentes a tomar conciencia de esta necesidad. Ante la comprobación de la dificultad de “dar todo el programa”, han visto clara la importancia de realizar esta selección con lucidez. Sin embargo, para convertir esta toma de conciencia en un cambio real en sus prácticas de aula, es imprescindible tener tiempo para reflexionar, y hacerlo además con el resto de los miembros del equipo docente. Hay que enfocar este cambio no como una renuncia coyuntural, sino como un avance hacia un currículo más ajustado a un concepto de aprendizaje profundo, alejado de la mera acumulación de contenidos.

      Esta tarea sería también una ocasión muy adecuada para asentar el enfoque de las competencias que, aunque está presente en la normativa curricular desde 2006, no ha cuajado en el día a día de la escuela. Un enfoque que, de una vez por todas, defina el perfil competencial del estudiante al acabar la educación obligatoria atendiendo a aquellas capacidades que la Agenda 2030 señala como imprescindibles para cualquier ciudadano del siglo XXI1. El pensamiento crítico, la responsabilidad de contribuir a la sostenibilidad; la capacidad de actuar de acuerdo con la interdependencia que nos caracteriza como sociedad; la actitud serena y creativa ante la incertidumbre, no pueden seguir siendo aprendizajes colocados en los márgenes del currículo, mientras las disciplinas tradicionales siguen articulando la matriz escolar. La “competencia global” que, como se señala en el texto, ha introducido La OCDE en el programa de evaluación PISA refleja la conciencia de los organismos educativos internacionales y del discurso de la innovación de esta urgente necesidad, pero no garantiza que esta se lleve a cabo si no se traduce en un cambio en la competencia profesional de los docentes.

      No contar con el anclaje que la definición de este foco esencial supone dificulta el aprendizaje de todo el alumnado, pero, sobre todo, pone en riesgo a los más vulnerables. El libro dedica precisamente el primer capítulo a un acertado análisis de la brecha digital, entendida no solo como un problema de acceso a los dispositivos y a la conexión a la red, al que se suma la falta de competencia digital de la mayoría del profesorado, sino como una dificultad mucho más compleja ligada a las características socioculturales de las familias. Las administraciones educativas pueden dedicar partidas presupuestarias extraordinarias a comprar ordenadores o tabletas con relativa facilidad. De hecho, esta ha sido una de las primeras actuaciones del Ministerio de Educación y de la mayoría de las Consejerías.

      Es mucho más difícil, sin embargo, ayudar a las familias con menor “capital cultural” (Lahire,2003) a aprender cómo acompañar a sus hijas e hijos en su trayectoria escolar. Avanzar en este objetivo requiere una intervención a largo plazo realizada por profesionales del trabajo social en coordinación estrecha con los centros educativos. Trasmitir a los hijos altas expectativas y hacerlos sentirse capaces de alcanzarlas, valorar ante ellos la importancia de la educación, regular su tiempo de estudio buscando un adecuado equilibrio con otras actividades también necesarias, apoyarlos en las tareas escolares sin suplir su competencia, o tener tiempo para hablar de sus experiencias en el colegio o instituto y saber captar señales de su estado de ánimo, son algunos ejemplos de los recursos familiares que más influencia tienen en el éxito educativo. Muchas familias carecen de los conocimientos y el tiempo que estos recursos suponen. No por su culpa, sino porque ellas mismas no han recibido la adecuada formación. Es un círculo vicioso perverso que es urgente romper. En España los hijos heredan el nivel formativo de los padres en una proporción mayor que en el resto de Europa. Nuestro sistema educativo ha disminuido su capacidad de actuar como “ascensor social” debido a lo que los expertos señalan como un suelo y techo formativo “pegajosos” de los que resulta difícil escapar. Como se recoge en un reciente informe (OCDE, 2020), la mayoría de los hijos de los padres que tienen una peor formación (un 56%) terminan con un nivel igual de bajo, un porcentaje muy superior a la media de la OCDE (un 42%). Reducir la desigualdad de nuestro sistema educativo, que la pandemia ha puesto tan claramente de manifiesto, implica una mirada amplia y ambiciosa que movilice recursos escolares y sociales en una intervención conjunta a largo plazo.

      La coordinación con la familia es, por tanto, esencial, y la crítica que el autor señala del papel secundario que la escuela suele otorgarle me parece otra de las valiosas reflexiones del libro, ya que se enmarca en un análisis más amplio de la naturaleza de los contextos educativos formales e informales. Junto con las actuaciones que Nacho Pozo propone, considero muy importante avanzar también en la línea del “aprendizaje conectado” (Ito, et al., 2013). Esta iniciativa, apoyada por la Fundación McArthur, enriquece las experiencias escolares de los jóvenes con actividades en bibliotecas, museos, laboratorios y otras instancias que diseñan conjuntamente con las escuelas. Como señala César Coll (2018), las TIC han ampliado los contextos de aprendizaje más allá de la escuela y, a menudo, niños, niñas y jóvenes encuentran más sentido a la forma de aprender en estos escenarios. Ayudar a construir trayectorias de aprendizaje que conecten e integren

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