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      Como nos podemos dar cuenta, el “ego” obstaculiza la auto aceptación en función del Amor misericordioso de Cristo.

      Alguien dijo, con gran acierto, que “antes de poder buscar una solución adecuada, hay que definir el problema con claridad”. Por consiguiente, la pregunta específica a formularnos es. ¿Por qué nos resulta difícil aceptarnos? Coincidiremos en que todos tenemos complejos de inferioridad y, quienes parecen no tenerlos, están fingiendo.

      Un prolegómeno fundamental es saber auscultar “la primera impresión sobre nuestra ineptitud”. Es el conjunto de argumentos desconfirmatorios que hemos tenido en la vida, por ejemplo, “cállate, he tenido un día duro”, “no servís para nada”, “siempre el mismo”, “no toques nada”, etc. La mente, a lo largo del tiempo se afecta, sobre todo al despedirse en la vida de la adolescencia e ingresar en la etapa madura de nuestro peregrinar.

      También es verdad que los obstáculos a la auto aceptación son tan únicos en cada uno de nosotros como nuestras historias personales.

      Para ver las causas y razones por las que yo no puedo disfrutar plenamente de ser yo mismo, vislumbremos cinco categorías generales las que consisten en intentar ver qué aspecto encontramos más difícil de aceptar:

      1. El cuerpo.

      2. La mente.

      3. Los errores.

      4. Los sentimientos o emociones y

      5. La personalidad.

      Desde estas categorías, vamos a incursionar en tres, en las que la culpa se suele presentar con frecuencia.

      ¿Aceptamos nuestra mente?

      Muchos cargamos con algún doloroso recuerdo por haber sido objeto de burla o de humillación en clase o en alguna otra circunstancia en la que los demás nos miraron casi con compasión o ridiculizaron nuestros comentarios, preguntas o comportamiento. Esto conduce a la infravaloración de uno mismo.

      ¿Aceptamos nuestros errores?

      La condición humana es débil. Todos cometemos errores. Nosotros, los hombres, aprendemos “bien” las cosas a través de un método y es el sistema de ensayo y error. Un viejo sabio dijo: “Trata de aprender de los errores de otros. No vivirás el tiempo suficiente para cometernos todos”.

      El único error es aquel del que no se extraído ninguna enseñanza. Nunca olvidemos que los errores son exigencias propias del aprendizaje; por tanto, bienvenidos.

      La mayoría no caemos en la cuenta de que hemos aprendido de nuestros errores pasados ni de que hemos superado algunas de nuestras muestras de inmadurez. Por tanto, ¿somos conscientes de nuestros “viejo yo” ha enseñado muchas cosas a nuestro “nuevo yo”.

      La trampa que se nos presenta es nuestra mente, es decir, el autoengaño, consiste en identificarnos con el lado oscuro de nuestra persona y con los errores del pasado; en pensar que somos lo que en otro tiempo fuimos.

      Tengamos presente que todo crecimiento implica una metanoia: un cambio, y todo cambio implica “desprenderse de…”. ¿Hasta qué unto te resulta fácil o difícil hacerlo? Tenemos que comenzar una inexorable honestidad, o no podremos llegar nunca a la verdad. Y sin la “verdad” no hay crecimiento ni alegría. Es lo único, como enseña el Señor Jesús, que “nos hace libres, no libera”.

      ¿Aceptamos nuestros sentimientos o emociones?

      Los altibajos en el estado de ánimo son comunes a casi todos los hombres. En algunos momentos nos sentimos arriba y en otros abajo. Pero la programación de nuestra primera infancia hace que pongamos algunos de nuestros sentimientos en cuarentena fuera de nuestra existencia. Por ejemplo, los varones pueden haber oído de boca de sus padres: “Un varón no tiene miedo a nada ni a nadie”. Este mandato familiar puede complicar mucho, según el grado de apego, a la persona durante su caminar… Sin pensar qué mal se prepara el psiquismo de los niños…

      Hay una emoción válida y que es condenada casi universalmente y es la autocompasión. Se oye la frase “No haces más que complacerte de vos mismo”, ignorando por supuesto, que la autocompasión es un recurso que tiene el ser humano para ocultarse ante una pena, aislarse y volver a levantarse. De lo contrario, corremos el riesgo de la mecanización, sin espacios interiores para nuestros sentimientos y emociones. Por ejemplo, aislarse para llorar por alguna tristeza, retirarse de una relación donde se profieren palabras desedificantes, permitirse drenar evangélicamente con un amigo espiritual, con un director espiritual, con el Señor en el Sagrario o con un crucifijo en nuestras manos.

      Por todo lo desarrollado hasta el momento, nos damos cuenta que para el sistema de pensamiento del ego resulta esencial la creencia de que el mundo exterior es la causa de nuestro dolor. No es extraño, que al levantarnos tengamos el pensamiento amedrentado de ¿“qué cosa horrible me pasará hoy?”.

      La mente de nuestro ego hace que las cosas parezcan muy complicadas. Su consigna es “busca, pero no encuentres jamás lo que buscas”. Al animarnos en buscar permanentemente defectos en todo, y hacer juicios y condenas de todo, el “ego” bloquea nuestra conciencia del amor que buscamos.

      Al decir verdad, el amor y la autoagresión que sugiere la conciencia culpógena no pueden coexistir, aunque el ego trata de hacernos creer que sí. Entonces, cuando fracasamos en la búsqueda de la felicidad, el ego nos convence de que nuestros miedos, culpa o infelicidad, son causados por alguna persona o causa externas.

      Como dice San Pablo: “… examínenlo todo y quédense con lo bueno”, 1ª Tes 5, 21. Freud, si bien no abrazó la fe cristiana, tiene aportes psicológicos altamente reconocibles. En su obra titulada “El yo y el ello”, desmembra tres sistemas de la mente humana: “El yo”, “el Superyó” y “El ello”. Vamos a tomar sólo los conceptos y a aplicarlos a un texto paulino.

      “El yo”: es el encargado de los intereses de una persona. Por tanto, coordinador de toda la persona.

      “El superyó”: está constituido con los principios morales que son “introyectados”. Para Freud es el heredero del complejo de Edipo.

      “El ello”: es la parte inaccesible y más oscura de la personalidad. Por eso, Freud la designa con pronombre impersonal. Es su opinión, del “ello” surgen los impulsos pulsionales e instintivos.

      Tomemos las luchas que el Apóstol Pablo presenta en Rom 7, 23-24: “Observo que hay en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón y me ata a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Ay de mí!, ¿Quién podrá librarme de este cuerpo que me lleva a la muerte?

      A la luz de lo anterior, se podría leer así: “Según mi SUPERYÓ, me deleito en la ley de Dios, pero veo otra ley en mi ELLO que hace guerra contra la ley del SUPERYÓ y me hace prisioneros de la ley del pecado que está en mi ello. Pobre de mi YO (ego) humano”.

      Lo que en versículo 24 se traduce como “Ay de mí” o “Miserable de mí”, en griego es talaíporos ego ánthropos: “miserable yo hombre (soy). En nuestro sentido: “Pobre de mi YO humano”. En breve, el ello es totalmente inconsciente mientras que el yo y superyó tienen una parte consciente y otra inconsciente.

      Nos preguntamos, nos respondemos:

       ¿He dejado de dar vueltas a mi pasado plagado de errores?

       ¿He olvidado mi sensación de vergüenza por mis fracasos y remordimientos?

       ¿Puedo decir con honestidad y paz: “Ése es quien yo era, mi antiguo yo, no quien soy ahora, mi nuevo y actual yo?

       ¿Respeto mis espacios de silencio, de interioridad, personales o comunitarios?

       ¿Expreso mis emociones y sentimientos? ¿A quién? ¿Cómo?

      “Yo, el Señor, sondeo el corazón

      y examino las entrañas,

      para dar a cada uno según su conducta,

      según

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