Скачать книгу

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

      Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

      www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Betty Neels

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Sentimientos encontrados, n.º 1453 - diciembre 2020

      Título original: Discovering Daisy

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.:978-84-1348-884-4

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      Era una tormentosa tarde de octubre. El color del cielo había convertido la superficie del mar en un gris apagado de olas bravas que se arremolinaban en su movimiento incesante hacia la desértica playa. No del todo desértica, ya que había una muchacha que caminaba y se detenía de vez en cuando a ver el mar o a recoger una piedra para arrojarla después al agua y seguir caminando. La amplitud y vacío que la rodeaba, la hacía parecer pequeña y solitaria. Y así era, pero sólo porque no había nadie más que ella.

      Caminaba a paso ligero, sin tratar de limpiarse las lágrimas. No le importaba llorar, era un modo de desahogar sus sentimientos. Un buen llanto, se decía, y todo se terminaría y olvidaría. Después, presentaría de nuevo un rostro sonriente al mundo y nadie sospecharía nada.

      La muchacha se dio la vuelta, se limpió los ojos y se sonó la nariz. Luego, se metió el cabello bajo el pañuelo y puso en su rostro una expresión que confiaba fuera alegre. Finalmente, subió las escaleras que conducían hacia el paseo marítimo de la pequeña ciudad y se dirigió a la calle principal, estrecha e inclinada. La temporada se había acabado y la ciudad se había vestido con su habitual pereza invernal. Uno podía caminar sin agobios por la calles y conversar sin prisa con los tenderos. Los únicos coches que había eran los de los granjeros de las afueras y los propietarios de las fincas en mitad de la campiña.

      La muchacha torció por una de las calles transversales, pasó una serie de antiguas casas convertidas en tiendas: una elegante boutique, una joyería y, un poco más allá, una tienda grande con un letrero pintado sobre la ventana antigua: Thomas Gillard. Antigüedades. La chica abrió la puerta de la tienda, haciendo sonar la campana.

      –Soy yo –declaró, quitándose el pañuelo.

      Su cabello de color castaño claro cayó sobre sus hombros. Era una muchacha normal: de estatura media y algo rellenita. Aunque era el suyo un sobrepeso encantador, de los de las mujeres de antes. Los ojos eran grandes y de color avellana, rodeados por densas pestañas. Iba vestida con una chaqueta acolchada y una falda de tweed adecuada para la temporada, pero sin pretensiones de resultar moderna. No había ni rastro de las lágrimas de antes en su rostro.

      Se abrió paso entre las mesas de roble, los sofás victorianos, los taburetes antiguos y una variedad de sillas de todos los tipos y épocas. Algunas, muy antiguas; otras, victorianas, con remaches en el respaldo.

      Al lado de las paredes, estaban colocados varios armarios de diferentes tipos. Uno de ellos con una preciosa puerta de cristal. Por todas partes había figuritas chinas, frascos de esencias y objetos pequeños de plata. Para ella eran todos bien conocidos. En la parte posterior de la tienda, había una puerta medio abierta que conducía a una pequeña habitación que su padre utilizaba como despacho. Al lado, otra puerta conducía a las escaleras que llevaban a la planta de arriba.

      Depositó un beso en la cabeza lisa de su padre al pasar a su lado y subió las escaleras para encontrarse a su madre al lado de la estufa de gas, arreglando la funda de un cojín bordado. Miró hacia arriba y sonrió.

      –Es casi la hora del té, Daisy. ¿Puedes poner el agua al fuego mientras yo termino esto? ¿Qué tal el paseo?

      –Muy bien, aunque ya empieza a hacer frío. En cualquier caso, es agradable que se hayan ido ya todos los turistas.

      –¿Va a venir a buscarte Desmond esta noche, cariño?

      –No hemos hablado nada. Tiene que ver a alguien y no está seguro de a qué hora volverá.

      –¿Va lejos?

      –A Plymouth.

      –Ya veo. Probablemente volverá pronto.

      –Iré a poner el agua.

      Daisy estaba casi completamente segura de que Desmond no iría. La noche anterior habían salido a cenar a uno de los restaurantes de la ciudad, donde Desmond se había encontrado con algunos amigos. Ella no había visto nada extraño en su novio, pero sus amigos no habían estado muy amables con ella. De manera que luego, cuando habían sugerido ir a un club en Totnes, ella se había negado y Desmond se había enfadado mucho. La había llamado aguafiestas y ñoña.

      –Es hora de que madures –le

Скачать книгу