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      Saud el Leopardo

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Título original: Saud el Leopardo

      Primera edición: 2009

      Edición actualizada y ampliada: Diciembre 2020

      © 2020 Editorial Kolima, Madrid

      www.editorialkolima.com

      Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

      Diseño de portada: Silvia Vázquez-Figueroa

      Fotografía de portada: @Shutterstock

      Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

      Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

      Maquetación: Carolina Hernández Alarcón

      ISBN: 978-84-18263-71-2

      Impreso en España

      No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 45).

      Prólogo

      Nunca he tenido muy clara la razón por la que la figura del rey Saud de Arabia me llamó la atención desde que era muchacho.

      Tal vez fuera porque por aquel entonces vivía en el Sahara y todo cuanto se refiriera al desierto me apasionaba tal vez porque era un héroe de dos metros de altura que había tenido noventa hijos varones, o tal vez porque había iniciado la lucha por la recuperación de su trono con tan solo la ayuda un puñado de amigos, pero logró vencer al todopoderoso imperio otomano proclamando la independencia de su pueblo.

      Fuera lo que fuera, y habiendo leído todo cuanto se había escrito sobre él, un día se me ocurrió la absurda idea de escribir, no una novela –de lo que por aquel entonces me sentía incapaz– sino un guion de cine, sin caer en la cuenta de lo inútil y estúpido de mi empeño puesto que semejante película exigiría un presupuesto desorbitado.

      El citado guion quedó, como resulta lógico imaginar, durmiendo el sueño de los justos en el oscuro cajón de los sueños perdidos, hasta que casi treinta años después, ajado y con la ictericia propia de los documentos que han pasado mucho tiempo olvidados, surgió de entre los muertos.

      Estaba muy deteriorado y plagado de tachaduras pero tuvo la virtud de reavivar mi admiración por el personaje en unos tiempos en los que ya me sentía capaz de escribir una novela, puesto que había publicado otras treinta.

      Me puse en ello y al poco de salir a la luz recibí un extraño regalo enviado por alguien relacionado con Adnan Khashoggi, hijo del que fuera médico personal del rey Saud y tío carnal de Dodi Al Fayed, el «play boy» que murió en un extraño accidente de coche en París junto a la princesa Diana de Gales.

      Adnan Khashoggi estuvo considerado durante mucho tiempo el hombre más rico del mundo gracias a turbios negocios de tráfico de armas, y su inmenso yate, el «Nabila», solía permanecer atracado gran parte del año en Marbella.

      Yo le había conocido, muy de pasada, durante un Festival de Cine en Cannes, aunque dudo que tan ocasional conocimiento tuviera algo que ver con tan excepcional regalo ya que se trataba de un estuche «forrado en piel de cordero aún no nacido» con textos en oro repujado y que contenía unas noventa grandes láminas con reproducciones exactas de los cuadros que adornan el Palacio Real de Riad y que cuentan, paso por paso, la historia de rey Saud.

      Fue entonces cuando comprendí la razón de tan excepcional regalo; yo nunca había estado en Riad, pero cada cuadro era como una página de mi novela, y cada página de mi novela parecía estar describiendo cada uno de los cuadros.

      Los separan más de un siglo, pero ahora en esta nueva edición de la novela se encuentran juntos.

      Siempre me han fascinado esos cuadros, por lo que tardé algún tiempo en darme cuenta de un curioso detalle que pone de manifiesto la mentalidad de un pueblo: las mujeres fueron importantísimas en la vida de Saud, que las amaba y respetada, pero entre todos esos cuadros tan solo aparece una imagen femenina y de forma muy lejana y secundaria.

      Alberto Vázquez-Figueroa

      Saud el Leopardo

      Alberto Vázquez-Figueroa

      PRIMAVERA 1901

      A lomos de camellos,

      a lomos de caballos,

      saliendo de la nada,

      con nada entre las manos,

      así llegaron.

      Con la fe como espada.

      Con la verde bandera,

      y la limpia mirada,

      así llegaron.

      ¿De dónde habían salido?

      Del lejano pasado,

      de la triste derrota,

      de la muerte y el llanto.

      Y van de nuevo camino

      de más muerte y más llanto,

      pues apenas son treinta

      y ellos son demasiados.

      Como un mar inacabable de olas petrificadas, las dunas se extendían hasta perderse de vista en el brumoso horizonte mientras el viento robaba de sus crestas diminutos granos de arena que arrojaba con fuerza contra las rocas, los matojos y los rostros de los hombres.

      Zorros, hienas, chacales y gacelas se protegían como podían del despiadado sol del mediodía bajo el que se calentaba un lagarto rojizo, mientras una escurridiza serpiente dejaba un extraño surco sobre el terreno al deslizarse, huyendo enloquecida, de las pezuñas de las veloces bestias que se abalanzaban sobre ella como si pretendieran aplastarle la cabeza.

      Ondeando al viento al frente de la treintena de caballos y camellos que avanzaban sobre la interminable llanura, destacaba una bandera verde en la que campeaban dos espadas y una leyenda en caracteres árabes que rezaba:

      No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta.

      Y junto a la bandera, a la cabeza de un puñado de orgullosos jinetes de rostros decididos que no parecían sentir ni calor ni cansancio, se distinguía, destacando sobre el resto, la imponente figura de un hombre de dos metros de estatura, delgado, ágil, musculoso y fuerte, de nariz recta, profundos ojos negros e imperativos ademanes, Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, descendiente directo de una hija del santo Wahab y nieto del glorioso rey del Nedjed, Saud el Grande.

      Escoltándolo cabalgaban su hermano menor Mohamed, de dieciocho años, y su primo Jiluy, que tenía fama de ser el más fuerte y osado de los guerreros de su tiempo. Los seguían, muy cerca, Ali, Turki, Mulay, Omar y un puñado de soñadores que marchaban convencidos de que su joven príncipe

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