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que era una husky, desafiante y pendenciera, obscena, fornida, de ancha frente y pecho corpulento, de mirada maligna, con un apego felino a la vida y una habilidad especial para el engaño y la maldad. No se podía tener fe ni confianza en ella. Sólo en sus traiciones se podía confiar, y sus aventuras amorosas en el bosque atestiguaban su absoluta depravación. En los progenitores de Bâtard había mucha fuerza y mucha maldad, y él las había heredado junto con su carne y su sangre. Y entonces apareció Black Leclère y puso su mano implacable sobre el pedacito de vida palpitante que era el cachorro, y la apretó y zahirió hasta moldear toda una bestia erizada, dispuesta a cualquier canallada y rebosante de odio, siniestra, malvada, diabólica. Con un dueño adecuado, Bâtard podía haber llegado a ser un perro de trineo normal y bastante eficiente. Nunca tuvo esa oportunidad, pues Leclère no hizo más que reafirmar la iniquidad que llevaba en sus genes.

      La historia de Bâtard y de Leclère es la historia de una guerra implacable y cruel, que duró cinco años y de la que es un fiel testimonio el primer encuentro que tuvieron. Para empezar, la culpa fue de Leclère, porque odiaba con inteligencia y conocimiento, mientras que el torpe cachorrillo de largas patas lo hacía a ciegas, instintivamente, sin método ni razón. Al principio, las muestras de crueldad no eran sofisticadas (esto vendría más tarde) y se reducirían a simples golpes de una brutalidad cruel. En una de estas ocasiones, Bâtard se lesionó una oreja. Nunca volvió a controlar los músculos cortados y le quedó la oreja colgando, inerte para siempre, como recuerdo perenne de su torturador. Y nunca lo olvidó.

      Mientras fue un cachorro su rebeldía fue inocente. Siempre resultaba derrotado, pero volvía a la carga, porque su naturaleza lo impulsaba a volver a la carga. Y no se le podía vencer. El dolor del látigo y el garrote le hacían emitir intensos gañidos, pero, pese a todo, siempre contestaba con un gruñido desafiante, su alma exigía amargamente venganza y no dejaba de granjearse más golpes y más palos. Pero en él estaba el férreo apego a la vida de su madre. Nada podía acabar con él. Mejoraba con la mala suerte, engordaba con el hambre, y como consecuencia de esta lucha terrible por la supervivencia desarrolló una inteligencia preternatural. Suyas eran la cautela y la astucia de la perra esquimal que fue su madre, y la fiereza y el valor del perro lobo, su padre.

      Probablemente, el no quejarse nunca le venía de su padre. Los gañidos de cachorro se acabaron cuando sus patas dejaron de ser larguiruchas, de modo que se hizo torvo y taciturno, rápido para atacar, lento para prevenir. Contestaba a las maldiciones con gruñidos, a los golpes con zarpazos, mostrando al tiempo su odio implacable a través de una sonrisa que dejaba ver sus dientes, pero nunca pudo Leclère hacerle gritar de nuevo de miedo o de dolor, aun estando en la mayor de las agonías. Y esta imposibilidad de vencerle no hacía más que avivar el odio que sentía Leclère y que lo empujaba a mayores maldades.

      Si Leclère le daba a Bâtard medio pez y a sus compañeros uno entero, Bâtard se dedicaba a robarles los peces a los otros perros. También robaba víveres que estaban escondidos y era autor de mil fechorías, hasta que se convirtió en el terror de todos los perros y de sus dueños. ¿Que Leclère pegaba a Bâtard y acariciaba a Babette, que no era ni la mitad de trabajadora de lo que era él...? Hasta que Bâtard la tiró sobre la nieve y le rompió las patas traseras con sus fuertes mandíbulas, de modo que Leclère se vio obligado a pegarle un tiro. Del mismo modo, a través de sangrientas batallas, Bâtard dominó a todos sus compañeros, les impuso la ley del más fuerte y los obligó a vivir bajo la ley que él dictaba.

      Durante cinco años no oyó más que una sola palabra cariñosa, ni recibió más que una suave caricia de una mano, así es que no supo entonces qué era eso. Saltó como lo que era: un animal salvaje, y sus mandíbulas se cerraron en un instante. Fue el misionero de Sunrise, un recién llegado al país, quien le dirigió esa palabra cariñosa y le hizo esa suave caricia con su mano. Y durante los seis meses siguientes no pudo éste escribir ninguna carta a los Estados Unidos, y el cirujano de McQuestion tuvo que recorrer quinientos kilómetros sobre el hielo para salvarle de la gangrena.

      Los hombres y los perros miraban a Bâtard con recelo cuando se adentraba por sus campamentos y puestos. Los hombres lo recibían con el pie levantado, amagando darle un puntapié, los perros con el pelo erizado y enseñando sus colmillos. En cierta ocasión, un hombre dio una patada a Bâtard, y Bâtard, con una rápida dentellada de lobo, cerró sus mandíbulas, como si fuera una trampa de acero, sobre la pantorrilla del hombre e hincó los dientes hasta el hueso. Ante esto, el hombre estaba decidido a quitarle la vida si no hubiera sido por Black Leclère, que se interpuso entre ellos con sus ojos siniestros, blandiendo un cuchillo de caza. ¡Matar a Bâtard! ¡Ah, eso era un placer que Leclère se reservaba para sí! Algún día ocurriría esto, o si no... Pero, ¿quién sabe? En cualquier caso, ya se resolvería el problema.

      Porque ellos se habían convertido en un problema el uno para el otro. El simple aire que aspiraba cada uno era un desafío para el otro. El odio que sentían los unía de una forma que el amor nunca conseguiría. Leclère estaba decidido a esperar el día en que Bâtard decayera en su ánimo y se agazapara y lamentara a sus pies. Y en cuanto a Bâtard, Leclère bien sabía lo que pasaba por la mente de Bâtard, y lo había leído con tal claridad que cuando Bâtard estaba a su espalda, no dejaba de echar una mirada hacia atrás. Los hombres se extrañaron cuando Leclère rechazó una gran cantidad de dinero por el perro.

      -Algún día lo matarás y no valdrá nada -le dijo John Hamlin en cierta ocasión que Bâtard yacía jadeando en la nieve, donde Leclère lo había lanzado de un puntapié y nadie sabía si tenía las costillas rotas ni se atrevían a comprobarlo.

      -Eso -decía Leclère, cortante-, eso es asunto mío, M'sieu.

      Y los hombres se quedaban maravillados de que Bâtard no se escapara. No lo entendían. Pero Leclère sí lo entendía. Él era un hombre que vivía gran parte del tiempo al aire libre, más allá del sonido de la voz humana y había aprendido a reconocer el lenguaje del viento y de la tormenta, el suspiro de la noche, el susurro del amanecer, el estruendo del día. De una forma confusa oía el crecer de las plantas, el fluir de la savia, el nacimiento de la flor. Y conocía el sutil lenguaje de las cosas que se mueven: el conejo en su madriguera, el siniestro cuervo con su sordo batir de alas, el arrastre del oso bajo la luna, el deslizar del lobo como una sombra gris, entre el crepúsculo y la oscuridad. Para él, el lenguaje de Bâtard era claro y directo. Sabía muy bien por qué Bâtard no se escapaba, y por eso miraba hacia atrás con tanta frecuencia.

      Cuando Bâtard estaba enfadado no resultaba agradable mirarle, y en más de una ocasión en que había saltado al cuello de Leclère terminó postrado en la nieve, estremeciéndose y sin sentido, tras el golpe del látigo, siempre a mano. Y así, Bâtard aprendió a esperar su oportunidad. Cuando su fuerza se desarrolló al máximo, en plena juventud, pensó que había llegado su hora. Tenía un ancho pecho, poderosos músculos, su tamaño era superior al corriente y el cuello, desde la cabeza a los hombros, era una masa de pelo erizado: por su aspecto físico era un perro lobo de pura raza. Leclère yacía dormido dentro de sus pieles cuando Bâtard creyó que había llegado el momento. Se deslizó hacia él a hurtadillas, con la cabeza pegada a la tierra y su única oreja hacia atrás, con el suave pisar de un felino. Bâtard respiraba quedamente, muy quedamente, y no levantó la cabeza hasta que lo tuvo al alcance de la mano. Paró un momento y miró hacia la garganta, recia y curtida, que, desnuda, mostraba sus venas y latía con un ritmo firme y regular. La baba comenzó a caer por sus colmillos y la lengua se deslizó hacia fuera, ante la vista, y en ese momento se acordó de la oreja que le colgaba, de los innumerables golpes e increíbles maldades, y sin hacer ningún ruido saltó sobre el hombre que dormía.

      Leclère despertó con la punzada de los colmillos en su garganta, y como tenía todo el instinto de un animal, despertó totalmente despejado y con completa conciencia de lo que ocurría. Agarró la tráquea de Bâtard con ambas manos y salió rodando de las pieles que le cubrían para presionar con todo su peso. Pero miles de antepasados de Bâtard se habían aferrado a las gargantas de innumerables alces y caribús y los habían derribado, y él tenía la sabiduría de todos esos antepasados. Cuando todo el peso de Leclère cayó sobre él, metió sus patas traseras y clavó sus garras en el pecho y el abdomen del hombre, rasgando y abriéndose paso entre la piel y músculos. Y cuando sintió el peso del hombre

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