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las devoró ansiosamente, metiéndoselas vivas en la boca y triturándolas con las muelas como si de cáscaras de huevo se tratase. La perdiz madre lo atacó graznando furiosamente. Trató de abatirla utilizando el rifle a modo de palo, pero ella escapó a su alcance. Comenzó entonces a arrojarle piedras y una de ellas, por mera casualidad, le rompió un ala. La perdiz huyó entonces arrastrando el ala rota y perseguida por el hombre. Las crías no habían conseguido más que abrirle a éste el apetito. Corrió saltando a la pata coja, brincando sobre el tobillo dislocado, arrojando piedras, insultando violentamente al ave unas veces y callando otras, levantándose sombría y pacientemente cuando caía y frotándose los ojos con las manos cuando el vértigo amenazaba con dominarlo. Aquella persecución lo condujo a lo más profundo del valle donde, sobre el musgo húmedo, descubrió huellas de pisadas. No eran suyas, eso era evidente. Debían ser de Bill, pero no pudo detenerse a averiguarlo, porque la perdiz seguía adelante. Primero la cogería y luego regresaría a investigar.

      Logró agotar a la perdiz madre, pero al hacerlo se agotó él también. La perdiz yacía ahora en el suelo sobre un costado. Y él yacía en idéntica posición a doce pies de distancia, incapaz de arrastrarse hasta ella. Cuando logró reponerse, la perdiz se había repuesto también, y así, cuando se lanzó sobre ella, el ave pudo escapar a su mano hambrienta. La caza se reanudó. Al fin llegó la noche y la perdiz huyó. El hombre se tambaleó de debilidad y cayó al suelo de bruces, con su fardo a la espalda, hiriéndose en la mejilla. Permaneció durante largo tiempo inmóvil en el suelo. Luego se dio la vuelta, se echó sobre un costado, dio cuerda a su reloj y se durmió allí mismo, tal como estaba, hasta la mañana siguiente.

      Otro día de niebla. La mitad de la manta la había empleado ya en hacer vendas para los pies. No pudo volver a hallar las huellas de Bill. No importaba. El hambre lo impulsaba a seguir adelante sin dejarle opción, sólo que... sólo que se preguntaba si Bill también se habría perdido. Hacia el mediodía el peso del fardo que llevaba a la espalda se hizo demasiado opresivo. Volvió a dividir el oro y esta vez abandonó la mitad sobre el suelo sin preocuparse ya de esconderlo. Por la tarde se deshizo del resto. Ya sólo le quedaba media manta, el cubo de estaño y el rifle.

      Una alucinación comenzó a torturarle. Tenía la seguridad de que le quedaba un cartucho. Estaba en el cargador del rifle, y se le había pasado por alto. Mientras ese pensamiento lo invadía sabía a ciencia cierta que el cargador estaba vacío. Pero la alucinación seguía asediándolo. Luchó contra ella durante horas; al fin decidió examinar el cargador. Lo abrió de golpe y se enfrentó con la realidad: estaba vacío. Su desencanto fue tan grande como si de verdad hubiera esperado hallar dentro el cartucho.

      Siguió andando trabajosamente, y a la media hora la alucinación lo atacó de nuevo. Otra vez luchó contra ella, y de nuevo ésta persistió hasta que tuvo que volver a examinar el rifle para convencerse. A ratos la mente del hombre desvariaba. Entonces continuaba avanzando penosamente como un simple autómata, mientras que extrañas ideas y fantasías roían su cerebro como gusanos. Pero estos desvaríos solían ser de poca duración, porque las punzadas del hambre lo atraían de nuevo a la realidad. En una ocasión, lo que lo sacó de golpe de sus fantasías fue un espectáculo que casi lo hizo desvanecerse. Las piernas le flaquearon, tropezó y tuvo que tambalearse como un borracho para no caer. ¡Frente a él tenía a un caballo! ¡Un caballo! No podía dar crédito a sus ojos. Lo separaba de él una espesa neblina entretejida con puntos brillantes de luz. Se frotó los ojos salvajemente para aclararse la vista y entonces pudo ver que se trataba no de un caballo, sino de un oso que lo contemplaba con curiosidad belicosa.

      El hombre había iniciado ya el gesto maquinal de colocarse el rifle al hombro, cuando se dio cuenta de la inutilidad de su acción. Lo bajó y desenfundó el cuchillo que llevaba colgado a la cintura en una funda adornada con cuentas. Ante él tenía carne y vida. Rozó el filo del cuchillo con la yema del pulgar. Estaba perfectamente afilado. La punta también lo estaba. Se arrojaría sobre el oso y lo mataría. Pero el corazón comenzó a golpear en su pecho como un tambor de alerta: tam, tam, tam... Siguió después el salvaje brincar dentro del pecho, la confusión de ladridos, la presión sobre la frente, como si se la apretaran con una banda de hierro, y el vértigo que se apoderaba de su cerebro.

      Su valentía desesperada cedió al empuje del miedo. Con la debilidad que sentía, ¿qué pasaría si el animal lo atacaba? Se levantó y, con la postura más imponente que pudo adoptar, empuñó el cuchillo y miró al oso sin pestañear. El animal avanzó torpemente un par de pasos, retrocedió y soltó al fin un gruñido, con el fin de sondear las intenciones de su rival. Si el hombre corría, correría tras él; pero el hombre no se movió. Lo animaba ahora el valor que proporciona el miedo. Gruñó también él de una manera salvaje, terrible, que expresaba el temor inherente a la vida y entramado con las raíces más profundas del vivir.

      El oso se hizo a un lado gruñendo amenazadoramente, y sorprendido ante aquella misteriosa criatura erguida y sin miedo. Pero el hombre no se movió. Permaneció erguido como una estatua, hasta que hubo pasado el peligro. Sólo entonces se dejó dominar por el temblor y se hundió en el musgo mojado.

      Al fin se tranquilizó y siguió su camino, invadido por miedo distinto. Ya no temía morir pasivamente de inanición. Ahora lo asustaba morir violentamente antes de que el hambre hubiera extinguido la última partícula de ánimo que lo impulsaba a seguir luchando por la supervivencia. Además, estaban los lobos. Sus aullidos cruzaban la desolación, tejiendo en el aire una red amenazadora, tan tangible que el hombre se encontró batiendo los brazos en el aire para apartarla de su alrededor como si de las lonas de una tienda de campaña azotadas por el viento se tratara.

      Una y otra vez se cruzaban en su camino los lobos en grupos de dos o de tres. Pero al verle huían. No iban en número suficiente y además andaban a la caza del caribú, que no ofrecía resistencia, mientras que aquella extraña criatura que caminaba en posición erecta podía arañar y morder.

      A última hora de la tarde halló unos cuantos huesos desperdigados en un lugar donde los lobos habían llevado a cabo una matanza. Sólo una hora antes, aquel montón de carroña había sido una cría de caribú que corría y coceaba llena de vida. Contempló los huesos limpios y pulidos, rosados por las células de vida que aún no habían muerto en ellos. ¿Podría ocurrirle lo mismo a él antes de que acabara el día? Así era la vida, ¿no? Un sueño vano y pasajero. Sólo la vida dolía. En la muerte no existía el dolor. Morir era dormir. Morir significaba el cese, el descanso. Entonces, ¿por qué no se resignaba a la muerte?

      Pero no moralizó por mucho tiempo. Se hallaba en cuclillas sobre el musgo con un hueso en la boca chupando aquellas briznas de vida que aún lo teñían de un rosa difuminado. El sabor dulce de la carne, tenue y esquivo como un recuerdo, lo enloqueció. Cerró las quijadas sobre el hueso y apretó. Unas veces era el hueso lo que partía, otras sus propias muelas, pero siguió masticando. Luego machacó con piedras los huesos que quedaban hasta convertirlos en una especie de pulpa, y los devoró. En su avidez se machacó también los dedos, pero cayó en la cuenta, con asombro, de que aquello no le provocaba demasiado dolor.

      Llegaron días terribles de nieve y de lluvia. Ya no sabía cuándo acampaba y cuándo levantaba el campamento. Viajaba tanto de noche como de día. Descansaba allá donde caía, y seguía arrastrándose cuando la vida que agonizaba en él se reavivaba para arder con algo más de viveza. En cuanto hombre, ya no luchaba. Era la vida que había en él y que se resistía a morir lo que lo impulsaba a seguir adelante. Ya no sufría. Tenía los nervios embotados, adormecidos, y la mente repleta de visiones extrañas y sueños deliciosos.

      Pero siguió chupando y masticando los huesos machados del caribú. Lo poco que quedaba lo guardó y lo llevó consigo. Ya no cruzó más montes ni divisorias de cuencas, sino que siguió automáticamente un ancho río que fluía a través de un valle amplio y profundo. No veía ni el río ni el valle. No veía sino visiones. Cuerpo y espíritu caminaban, o mejor sería decir que se arrastraban, el uno junto al otro y, sin embargo, separados, tan tenue era el hilillo que los unía.

      Se despertó completamente lúcido, tendido boca arriba sobre una roca. Brillaba el sol y hacía calor. A lo lejos oyó el mugido de las crías de caribú. Tenía un recuerdo vago de lluvias, de vientos y de nieve, pero si la tormenta había

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