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absoluto que se interrumpió cuando Ciro abrió una puerta y, de adentro de la sala de ensayo, salió el sonido de unas tumbadoras.

      Ciro entró en la sala, habló dos palabras con alguien y regresó con un gran tambor de candombe pintado con colores vivos. Cerró la puerta y de nuevo todo fue quietud en el patio.

      Palo no podía quitar los ojos de ese tambor. Se sentía atraído por su belleza.

      Ciro lo ayudó a colgárselo del hombro y le ajustó la correa. Luego le ofreció una baqueta (un palillo de madera para batir el parche) y le dijo:

      —Te escucho.

      De pronto, Palo tenía que dar un examen. La situación era tan sorpresiva que empezó a temblar.

      —Tranquilo –le dijo Ciro.

      Palo respiró hondo, cerró los ojos –como hacía siempre que tocaba– y se dejó llevar. Recordó un ritmo de murga e improvisó sobre ese tema.

      —Okey, basta –dijo Ciro cuando hubo transcurrido un minuto de interpretación.

      —Dame otra oportunidad –pidió Palo.

      —Ya está –agregó Ciro quitándole el tambor.

      —Por favor –rogó Palo.

      Ciro lo cortó en seco con una pregunta:

      —¿Cuándo querés empezar?

      2.

      Definitivamente, Ciro era un personaje extraño. Hablaba poco, interrumpía con malos modales y era incapaz de demostrar emociones en una charla, a menos que el tema fueran los tambores y la percusión.

      A Palo le costó entender la forma de comunicarse que tenía su nuevo maestro, quien –por ejemplo– en ocasiones emitía gestos de desaprobación cuando, en realidad, lo que hacía el alumno le gustaba mucho. Una vez que sintonizó la onda, todo fue más fácil.

      Las clases eran individuales y tenían un costo que Palo no podía pagar. El dinero, de todos modos, no resultó problema. Ciro accedió a cobrarle lo mismo que el anterior docente. Para cubrir la diferencia, Palo se quedaba trabajando una hora después de las clases. Barría el patio, aspiraba la sala de ensayo y limpiaba los tambores y demás instrumentos que había en la casa o, al menos, los que estaban a la vista.

      Es que, sin que Ciro hubiese establecido una prohibición expresa, Palo sabía que solo debía moverse dentro de un sector de la vivienda. Podía llegar, como máximo, hasta la cocina y el comedor diario. Todo lo demás eran áreas privadas y a Palo ni se le ocurría traspasar el límite.

      Por eso, el día que Ciro le pidió que fuera al living (más allá de la frontera imaginaria) a buscar un bongó, Palo sintió que el maestro le estaba dando una demostración de confianza.

      A la vez, acceder al living le permitió descubrir que la casa era mucho más grande de lo que imaginaba. Había un segundo patio, y después habitaciones, y allá, en el fondo, otro patio más y un galpón donde, por una puerta entreabierta, se adivinaban dos tambores completamente distintos de los que él conocía.

      Parecían tambores africanos.

      Ciro solo se explayaba cuando tenía ganas de hablar sobre los orígenes del tambor.

      —Es el instrumento más antiguo de la humanidad –decía con aire místico–. Cuando suena un tambor, algo en el inconsciente nos lleva a tiempos remotos, al África negra. En cada hombre y en cada mujer hay un tambor, que es nuestro corazón. Esos latidos nos hermanan en una comunidad milenaria.

      También hablaba de la piel, que era el primer lugar del cuerpo donde, decía, resonaba la percusión, porque –antes incluso de la invención del tambor– las formas originarias de música consistían en batir las palmas o golpear con ellas el pecho o los muslos.

      Justamente por eso, cuando Palo tenía dificultades para ejecutar un ritmo con la “mano boba” (en su caso, la izquierda, porque era diestro), Ciro le hacía tocar primero dando palmadas en el cuerpo, y recién después pasar al tambor.

      De este modo, Palo podía incorporar el ritmo más rápido. Así que algo de cierto tenía que haber en la importancia que Ciro le asignaba a la piel.

      Pero había otras pieles a tener en cuenta, y eran las que se utilizaban para fabricar las membranas de los tambores.

      —En África –sostuvo un día Ciro– se usa mucha piel de antílope, pero también de gacela, de búfalo, de elefante, hasta de serpiente y de lagarto. Aún hoy, en algunas tribus, es normal que sobre la madera del tambor, en el lado interno, se derrame sangre del animal que va a usarse para el parche. Es una forma de “alimentar” el tambor.

      Casi instintivamente, Palo dio vuelta el instrumento que tenía a mano y miró en su interior.

      —No –dijo Ciro y largó una mueca, lo más parecido a una sonrisa que podía permitirse–. Muchos de los tambores que ves acá los fabriqué yo con cuero de vaca que compré en una curtiembre. Al animal no lo vi ni en fotos. Otros tienen piel sintética.

      —Pero hay algunos que te regalaron o que trajiste de viajes.

      —Quedate tranquilo, no encontré sangre en ninguno de ellos.

      —¿Estuviste en África? –preguntó Palo.

      Ciro hizo un movimiento raro con los ojos antes de contestar.

      —Ojalá. No. Nunca.

      —¿Y tenés algún tambor africano?

      —Son difíciles de conseguir. Muy caros –dijo Ciro negando con la cabeza y mostrando fastidio; ya era demasiada conversación para él.

      Palo sabía que estaba caminando sobre la cuerda floja. Se exponía a un reto si seguía haciendo preguntas. Igual se jugó y dijo:

      —Me gustaría leer sobre tambores africanos. ¿Tenés algo que puedas prestarme?

      Ciro no respondió. Dio media vuelta y se fue hacia el fondo de la casa. Al cabo de un rato, volvió con un libro y se lo extendió.

      —Cuidalo –le dijo.

      3.

      El libro se llamaba, sencillamente, El tambor africano, y Palo empezó a leerlo con entusiasmo, convencido de que accedería a algunos secretos acerca del instrumento que tanto le gustaba.

      Sin embargo, pronto se decepcionó. El libro era aburridísimo. Un auténtico bodrio. Básicamente, recopilaba textos de viajeros europeos que recorrieron el África negra a lo largo de los siglos.

      Tenía descripciones técnicas y dibujos en blanco y negro de cientos de tambores. A decir verdad, había apenas un puñado de modelos básicos, pero el libro se detenía en explicar los pequeños detalles (a veces insignificantes) que diferenciaban el instrumento de una comarca a la otra.

      Entre tantas ilustraciones, a Palo le llamó la atención un tipo de tambor al que llamaban jembé, que se destacaba por su forma de copa o de reloj de arena y estaba presente en numerosas tribus.

      Por un momento le pareció que los tambores que había visto en el galpón, al fondo de la casa de Ciro, pertenecían a la categoría del jembé, pero no podía asegurarlo porque los había divisado de lejos.

      El descubrimiento de esta coincidencia no sirvió para mejorar la lectura. El libro seguía siendo tedioso y Palo tuvo que hacer un gran esfuerzo para terminar las doscientas páginas. Estaba tan determinado a obtener algún dato útil que revisó hasta la última hoja, y así encontró un aviso del editor que anticipaba la próxima salida del tomo dos de la obra, con un temario que incluía “rituales con tambores”, “tambores que se alimentan de sangre”, “tambores de piel humana” y “tambores fabricados con calaveras”.

      Palo abrió grandes los ojos y su aburrimiento se transformó en desesperación por leer la continuación del libro.

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