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      Edición en formato digital: junio de 2020

      © 2019, Aleko Capilouto

      © 2020, Trampa ediciones, S. L.

      Vilamarí 81, 08015 Barcelona

      «Chilaquiles» es una versión del relato «El trueno y la manzana» recogido en la antología de cuentos Barcelona-Buenos Aires (Trampa ediciones, 2019)

      Diseño de cubierta: Edimac

      Imagen de cubierta: © Marisa Maestre

      Trampa ediciones apoya la protección del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

      ISBN: 978-84-121677-8-8

      Composición digital: Edimac

       www.trampaediciones.com

      

       Dedicado en orden alfabético y de aterrizaje

       a Alex, Annie, Cris y Dylan

       Gracias por el amor

       Poems, everybody!

       The laddie reckons himself a poet!

      El maestro de Pink,

      en la película The Wall

BITÁCORA ALEATORIA Y VERSOS EN ÓRBITA

      BIOGRAFÍA DE UN ASTRONAUTA

      (PRIMERA PARTE)

      Albert Einstein, Johann Strauss y Quincy Jones no nacieron el mismo año, aunque sí el mismo día: el catorce de marzo. En el formato estadounidense esta fecha se escribe 3/14, por lo que también es conocida como el Día de Pi. Por otro lado, el catorce de marzo de 1975 se estrenó la película Monty Python and the Holy Grail, financiada, entre otros, por Pink Floyd y Led Zeppelin. Estos últimos no pudieron asistir al estreno, ya que aquella noche realizaron un concierto multitudinario en el legendario Sports Arena de San Diego. Curiosamente, ninguno de estos acontecimientos fue opacado por mi nacimiento, que tuvo lugar ese mismo viernes a las 11.30 en Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, República Argentina.

      Cuando cumplí tres años empecé a ir al jardín de infantes donde me incentivaron a dibujar y a hacer collages. No sólo me abrieron la cabeza de forma metafórica, también lo hicieron literalmente como acredita la cicatriz que aún conservo. Se ve que me gustó (no me refiero al golpazo sino a ilustrar, recortar y pegar) porque, cuatro décadas después, continúo dedicando parte de mi tiempo a estas actividades.

      En la escuela primaria ya tuve claro cuál era mi vocación; supe que sería astronauta. Me apasionaba confeccionar planos de cohetes y naves espaciales, dibujándolos vistos desde arriba, desde abajo, de costado y con corte transversal, de modo que se viera el interior: la cabina de mando, el compartimiento para el combustible, el baño, la cocina y el salón para ver la tele. Otra de mis recurrencias era la recreación de muros saturados de grafitis. Me esmeraba en reproducir, con distintos estilos caligráficos, lo que veía en las paredes de mi barrio. Ignoraba el significado de la mayoría de los mensajes y consignas pero por la reacción de mis padres captaba que ciertas frases abordaban asuntos no aptos para niños. Además, esbozaba cómics de aventuras detectivescas e inventé una banda de rock, Los Mazzita, cuyas ilustraciones incluían el escenario, los instrumentos, amplificadores y sistema de iluminación. Contaban con avión privado y una vez dieron un concierto en la luna. Pasaba muchas horas así, «trabajando» en el suelo de mi habitación.

      Mi padre tenía un buen surtido de casetes y los escuchábamos a menudo. Mis preferidos eran uno de Les Luthiers, Jazz de Queen y Abbey Road de The Beatles. Este último era el que más me gustaba y a día de hoy sigue siendo mi álbum favorito.

      Alrededor de mis once años solía capturar el audio de los videoclips que daban por la tele colocando un grabador de casetes frente al televisor y solicitando silencio a mi familia durante el precario registro. No siempre lograba el ambiente anhelado y los mixtapes quedaban como quedaban: aún hoy, si por lo que sea escucho la canción «We are the world», sobre la intervención de Bob Dylan creo oír la de mi madre advirtiendo que «¡Se van a enfriar las milanesas!».

      Llené un montón de cintas con The Cure, Talking Heads, The Police, Paul McCartney, Duran Duran y un largo etcétera. También supo fascinarme la película The Wall de Pink Floyd; la vimos en familia varias veces y cada tanto regreso a ella. Nunca la he abandonado. Por otro lado, la democracia volvió al país en el 83 y la creatividad local se disparó. Gracias a ello me empapé de rock nacional, cuyo espectro abarca desde el reggae hasta el dark, pasando por el pop, la psicodelia y tantos otros estilos.

      Uno de los recuerdos más emotivos de mi vida: con ocho años a hombros de mi padre en la plaza de Mayo atiborrada de gente. De todas las gargantas brota la misma canción. Mire mire qué locura, mire mire qué emoción, se acabó la dictadura, la reputa madre que los reparió.

      Escribo esto y se me pone la piel de gallina. Más allá de la explicación que me dieran aquel día, está claro que a esa edad no podía entender la dimensión de lo que estaba sucediendo. Sin embargo, ver a mis padres y a miles de personas a nuestro alrededor entonando semejante frase, tan felices y entre lágrimas, me impactó. Ser testigo de tamaña exaltación, de los muchos abrazos de alegría que se daba la gente sin conocerse de nada… fue estremecedor.

      A finales de los ochenta empecé a vibrar con grupos de rock duro como AC/DC y Led Zeppelin, con el heavy clásico de Iron Maiden y con el thrash de Megadeth y Metallica. Los casetes rolaban de mano en mano. Cuando me enteraba de que un amigo, o un amigo de un amigo, poseía un álbum que me interesaba, empezaban las gestiones para conseguir una copia y no descansaba hasta que el tesoro llegaba a mis oídos. Cada nuevo disco era recibido con devoción. Los exprimía, me sumergía en ellos, los devoraba. Consumía un poco de todo, aunque el metal acaparó tanto mi atención que en 1988 me convertí. Dejé de cortarme el pelo y por culpa de la preciosa tolerancia de mis padres adopté un look espantoso que yo creía que era de heavy.

      Calzaba zapatillas de lona tipo All Star en las que escribía con tinta indeleble los nombres de mis grupos favoritos. Los pantalones que usaba eran jeans con agujeros y parches. Aquellos parches eran trozos de otros pantalones vaqueros y rectángulos de cuero que sacaba de los muestrarios de tapizados para sillones de mi padre. Me hubiera ahorrado picores en las piernas de haber cosido los parches por fuera, pero los cosía desde dentro para que el pantalón siguiera viéndose roto; mostrarse desaliñado era fundamental. Lucía también un cinturón de cuero, ancho y negro, con una hebilla metálica, plateada y fea. Mis remeras eran en su mayoría de color negro y con estampas de Iron Maiden o Metallica.

      Para ser un verdadero heavy necesitaba una chaqueta de cuero, así que conseguí una. Nadie podía decir que yo no tuviera mi campera de cuero. Lo que sucede es que la mía llevaba elásticos en los puños y en la cintura y, para más inri, era de un tono marrón clarito. La había desechado

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