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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 2020 Jennie Lucas

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Entre el deseo y el temor, n.º 2807 septiembre 2020

      Título original: Claiming the Virgin’s Baby

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-695-6

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      PÁNICO. Terror. Amargo remordimiento.

      Todo eso sentía Rosalie Brown mientras miraba su abultado vientre. Estaba embarazada de siete meses y había pensado que podía hacerlo, que podía ser madre de alquiler para una pareja sin hijos. Se había convencido a sí misma de que cuando todo terminase sería capaz de poner al bebé en brazos de otras personas.

      Pero se había engañado a sí misma.

      Durante los últimos siete meses, mientras el bebé crecía en su interior, lo había sentido moverse y se había acostumbrado a hablarle en voz baja mientras paseaba por la bahía de San Francisco, mañana y tarde, lloviese o hiciese sol. Y mientras la niebla del invierno daba paso al sol primaveral, se había enamorado de aquel bebé.

      En secreto.

      Estúpidamente.

      Cuando vio el anuncio de la clínica de fertilidad buscando madres de alquiler estaba en una situación difícil. Con el corazón roto, incapaz de volver a casa y, sin saber qué hacer con su vida, el anuncio le había parecido un milagro.

      Sería una ayuda para su economía y, además, haría algo bueno por otras personas. La mejor manera, la única manera, de olvidar su sentimiento de culpa y su dolor.

      De modo que había conocido a la futura madre, una bella mujer italiana que, con lágrimas en los ojos, le había contado que su marido y ella anhelaban tener un hijo.

      –Por favor –le había rogado–. Usted es la única que puede ayudarnos.

      Había firmado el contrato de embarazo subrogado ese mismo día y se había sometido al procedimiento de inseminación artificial. Unos días después, supo que había quedado embarazada. Estaba esperando un hijo que, según el contrato que había firmado, tendría que entregar a la pareja italiana el día que naciese. Tendría que renunciar a un hijo al que no solo llevaba en su vientre sino con el que estaba emparentada biológicamente.

      Había cometido un terrible error.

      Sí, había concebido al bebé en una clínica de fertilidad y no conocía al padre, pero era su hijo.

      Había intentado hacerse a la idea de que el bebé no era hijo suyo en realidad. Se decía sí misma que el bebé era de Chiara Falconeri y su marido, Alex.

      Era hijo de los Falconeri, no suyo.

      Pero su cuerpo, su corazón y su alma estaban en violento desacuerdo y, por fin, no había podido soportarlo más.

      Se había hecho el pasaporte y, en un momento de locura, había comprado un billete de avión con destino a Venecia. ¿Pero cómo iba a convencer a la pareja italiana de que rompiesen el contrato y la dejasen quedarse con el bebé?

      –¿Signora?

      Un sonriente joven italiano con camiseta de rayas le ofrecía su mano para salir del vaporetto que los había llevado por la laguna desde el aeropuerto Marco Polo. Su vestido amarillo estaba arrugado después de un viaje de catorce horas y el ferry se balanceaba bajo sus pies. O tal vez estaba mareada por el estrés y la falta de sueño.

      –¿Quiere que la ayude con la bolsa de viaje? –le preguntó el joven.

      –No –respondió ella, colgándose la bolsa al hombro–. Grazie.

      –Ciao, bella.

      Rosalie esbozó una sonrisa. Ella no era bella. Los hombres italianos debían llamar así a todas las mujeres como un gesto de simpatía o de respeto, pensó, mientras pasaba frente a encantadoras terrazas y tiendas de objetos de cristal y máscaras venecianas.

      Venecia, la ciudad de los sueños. La Serenissima.

      Ella había crecido en una granja al norte de California antes de mudarse a San Francisco para trabajar como recepcionista. Nunca había imaginado que algún día viajaría a Europa y estaba abrumada por aquella maravilla renacentista.

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