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      Descubriendo una Argentina infinita

      Estamos nuevamente aquí, subidos a este curioso globo aerostático que se eleva por los cielos del país y lo mira desde las alturas para revelar sus historias escondidas. Hace algunos años, Mario Markic nos invitó a realizar un primer viaje titulado Misteriosa Argentina. Diario de viaje (El Ateneo, 2013), recorriendo extensas llanuras y lagos inmensos, altas montañas y ríos caudalosos, sierras antiguas y cavernas misteriosas. De su mano iniciamos con este libro un segundo y apasionante periplo; es que la Argentina es, de algún modo, insondable. Sus desafíos son interminables y, a pesar de suponerse que tiene una historia “corta” –muchas veces se habla solo de los últimos doscientos años−, la riqueza de sus paisajes, sus climas y sus biomas; la variedad de sus habitantes y culturas la convierte en una tierra, si se quiere, infinita. ¿Cuántos otros países comparten posesiones cerca del Polo Sur, con selvas subtropicales y punas desérticas; qué otros disponen de mares amplísimos, ríos y cataratas de los más imponentes del mundo, una pampa pródiga y casi excesiva y, trazando una frontera natural en el horizonte, la cadena montañosa más alta del continente?

      La Argentina goza de eso y mucho más porque los pueblos originarios que la poblaban hace casi diez mil años, y los millones de inmigrantes del siglo xix y principios del xx, así como los más cercanos en el tiempo −negros, “indios”, mestizos, “blancos” y criollos; italianos, japoneses, rusos, españoles, polacos, ingleses, gitanos y ahora, también, chinos y coreanos, bolivianos y peruanos, senegaleses y caboverdianos−, nutren con sus “músicas” y sus “aires”, sus creencias y costumbres, puras o imbricadas, una tradición nacional que, como todo en la vida, nunca termina de conformarse, de hallar un perfil identitario. La Argentina es un país en construcción y recoger sus pasados es parte de la búsqueda de su futuro.

      Mario Markic, que parece en ocasiones un científico que escudriña en los territorios con interés y pasión por revelar historias ocultas, pero que lo hace con el interés del periodista, para compartirlas con su público, nunca deja de transmitir placer y amor por sus “descubrimientos”, y por el respeto a las tradiciones de quienes recogen esas historias, las transmiten de boca en boca, las hacen suyas. Siempre apela a dos fuentes: aprovecha las contribuciones de historiadores e investigadores que aportan sus conocimientos académicos y, a la vez, ausculta los recuerdos vívidos que portan de memoria los personajes de la región. Algunos de ellos son ya gente muy anciana y, por lo tanto, testigos únicos de algún episodio casi olvidado. Markic reverdece así una disciplina hoy en boga, la historia oral, y la deja por escrito para que su difusión sea aún más amplia y perdure en el tiempo.

      De este modo, el autor de tantos guiones televisivos, notas de ocasión y textos de divulgación, transforma leyendas orales en palabras indelebles e historias reales, en relatos novelescos. Porque todo en este libro de viajes transcurre en ese delgado hilo que hay entre la “verdad” y la “ficción”, que solo para algunos representan campos enfrentados. Markic, por el contrario, descubre fantasmas y monstruos que existen y viven siglos, y también devela animales y personas que, después de muertos, se convirtieron en verdaderos fantasmas. Ese amor por los “cuentos” es el mismo que en uno de los relatos profesa el jinete por sus heroicos protagonistas de la aventura en común: “Mis dos caballos me querían tanto que nunca debí atarlos –dice el señor Aimé Tschiffely, uno de los tantos protagonistas de este libro−. Hasta cuando dormía en alguna choza solitaria, sencillamente los dejaba sueltos, seguro de que nunca se alejarían más de algunos metros y de que me aguardarían en la puerta a la mañana siguiente, cuando me saludaban con un cordial relincho”. También es el espíritu que animó a Clemente Onelli cuando organizó la expedición en busca del plesiosaurio, otra de las perlas de este libro. Uno de los encargados de su organización dio cuenta de la repercusión insólita que tuvo en su momento: “De todas partes me llovían cartas entre las que había las cosas más notables: un tango ‘El plesiosaurio’, una caja de cigarrillos marca ‘Plesiosaurio’, lápices hechos por los presos con la efigie del presunto monstruo…”. Y el mismo Onelli se permitía increpar a los descreídos de la empresa, que la calificaban de “aventurera” y “mítica”, preguntándoles a su vez si no era acaso más fantástico que buscando agua en las costas patagónicas se hubiera descubierto petróleo. Una vez más, las historias rescatadas por Markic muestran que la realidad y la fantasía se mezclan y conjugan en todo tiempo y lugar.

      Por eso es casi imposible definir al autor y su obra. Mario Markic es lo más parecido que hay a un verdadero cazador con sombrero y todo –porque lo usa−, montado sobre una camioneta 4 x 4: cazador de historias, dedo atento en el gatillo del lente de instantáneas, retratista de imágenes pasajeras que el tiempo desvanece, observador innato de eventos curiosos, rastreador de leyendas y cuentos, recopilador de fábulas, indagador sistemático de relatos singulares, buscador incansable de misterios y, también él, por excelencia, fino narrador de anécdotas y episodios. Y si no avanzo más en esta descripción de su estilo es porque la infinitud de sus rastreos por distintas geografías y épocas acaba con los sinónimos; sencillamente su mirada se puede posar sobre detalles “pequeñísimos”, que a otros podrían parecer intrascendentes, como su interés volar hacia los grandes problemas de la física, la astronomía o la filosofía. Markic resume todas esas visiones, que se enriquecen porque sus buenas y variadas lecturas y su curiosidad insaciable le permiten transmitir sus vivencias con belleza y fluidez, con rigor y estilo ameno, con respeto y humildad por sus intercesores y, también, en ocasiones y cuando cabe, con sutilezas y hasta dejos de ironía.

      Anticipemos desde este avistaje introductorio algunas de las figuras que desfilarán: Aarón Castellanos, el pionero –casi− de la inmigración europea; Jean Durando, un autoproclamado “hijo de Dios”; Domingo Penizzi, capitán de barcos pesqueros que fundó una dinastía marpla­tense; el suizo Tschiffely, organizador de una travesía insólita; el “Tata Dios”, un asesino poseído por quién sabe qué ímpetu irrefrenable; la enamorada de un imposible, la bella Camila O’Gorman; la maestra de maestras Elizabeth King; el ingeniero Cipolletti, que hizo posible que, cada año, crezcan las exquisitas manzanas y peras de Río Negro; Carlos Gesell, un porfiado en convertir sueños en realidades; las tres marquesas pontificias y los consejos de una de ellas a Evita; el “santito” Ceferino Namuncurá; el misterioso griego Acoglanis, que decía poder visitar ciudades de extra­terrestres; Clemente Onelli, el pionero de la criptozoología argen­tina; y −¿frutilla del postre?− Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito, uno de los libros más leídos en el mundo.

      Además, hay historias que nos acercan, desde ángulos curiosos, a algunas de las principales figuras políticas de la Argentina, como el prolífico y generoso Justo José de Urquiza y su mansión “de novela”; el circunspecto Arturo Frondizi, devenido en constructor de modestas casitas playeras y, desde distintos lugares visitados de la Patagonia, el común “lugar en el mundo” de dos personajes tan disímiles como Ernesto “Che” Guevara y “Juancito” Perón.

      ¿Y los grupos humanos que buscaban destinos propios? Claro, también revistan en este libro la orden de los caballeros templarios, los anónimos integrantes del falansterio entrerriano –una especie de cooperativa filoanarquista−, los esotéricos que siguen las huellas de Fabio Zerpa, el iniciador del estudio de los ovnis en la Argentina; los pirquineros de San Luis, que aún hoy destilan ríos en busca de pepitas de oro;

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