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de banco desde el primer día en el colegio secundario, un privado religioso donde los cursos seguían divididos. Varones por un lado, mujeres por otro.

      La vida de Lula transcurrió aburrida, temerosa y oscura hasta que una tarde Cori le propuso un juego.

      Capítulo 4

      Ocurrió cuando las dos tenían 15 años. Más preci-samente, al final de la temporada de cumpleaños de 15, que las había dejado agotadas y asqueadas de ver cómo se repetían aquellos rituales espantosos.

      Con variantes, todos los cumpleaños parecían una copia del anterior, pero recargados, con más artistas, mejor comida, mayor despliegue de música, luces y efectos especiales, mesas dulces desbordantes y cotillón de calidad creciente. Porque las chicas del colegio privado Gregorian, y sus familias, competían por ver quién daba la fiesta más memorable.

      “¡Puaj!”, decían Lula y Corina mientras criticaban a los presentes, sin reparar en que ellas no desentonaban dentro del conjunto. No se vestían con harapos. Tenían vestidos, calzado y accesorios tanto o más caros que los de sus compañeras.

      Sus personalidades eran complementarias y eso resultaba bueno para sobrevivir a la adolescencia. Cada una, sola, sentía que valía poco. En cambio, cuando se apoyaban como si la otra fuese una muleta, las dos explotaban. Se transformaban. Por momentos parecían chicas avasallantes.

      Usaban ese poder para defenderse, para marcar territorio, para decir “hasta acá llegaste”, cuando alguna compañera se pasaba de la raya buscando pelea.

      Lo que más anhelaban era pasar inadvertidas. Que nadie se fijara en ellas. Por eso su deporte favorito durante aquel año fue sentarse en un rincón en las celebraciones de 15 y criticar.

      Coincidieron en que no querían fiestas para ellas. Se morían de miedo y vergüenza ante la idea de enfrentar, como protagonistas, la entrada triunfal en el salón, el baile, los discursos, el hecho de que las revolearan por el aire durante el carnaval carioca. Aborrecían ser el centro de atención.

      El asunto fue que la temporada de cumples estaba terminando y las amigas tenían, como recuerdo, una cantidad de máscaras y antifaces sofisticados, con brillos dorados, plumas y piedras. Era el cotillón que se repartía entre las tandas de baile y ellas, por alguna razón, lo habían guardado. Los antifaces les permitían jugar a ser otras. Se los ponían para bailar, cantar, sacarse fotos, filmarse.

      En determinado momento, Lourdes –amparada por la protección que le daba la máscara– comenzó a cantar de una manera inusitada, proyectando su voz, alcanzando graves y agudos que nunca, en las clases, había conseguido.

      Cori quedó maravillada con la íntima, secreta y deslumbrante actuación que estaba entregando Lula. La emoción no la petrificó. Agarró el teléfono y empezó a grabar.

      Cuando Lourdes terminó, Cori se le tiró encima, casi llorando. La aplaudió, la abrazó, la besó y le dijo:

      —Tenemos que subir esto a Internet.

      —¡Pará! ¡Mis viejos me matan si me ven cantando en YouTube! –reaccionó Lourdes.

      —No tienen por qué enterarse –se justificó Cori y le mostró la filmación–. Fijate, nadie te reconoce.

      —¡Yo me reconozco! Y ellos, con lo paranoicos que son, también se van a dar cuenta. Alguien les va a avisar. No quiero.

      —Pero…

      —¡Pero no, Cori, entendelo! Mis viejos me rompen con que no suba información personal, ni fotos que muestren dónde estoy, a dónde voy, dónde queda mi casa, cuál es mi colegio, nada. No me dejan hacer nada.

      —Ese es el problema, amiga.

      —Bueno, ya sabés cómo son las cosas. Además, ¿por qué subiría un video?

      —Porque cantaste como los dioses, Lula.

      —¿En serio? ¿Para tanto?

      —¿No te diste cuenta? Estás a la altura de Ariana Grande. ¿Sos sorda?

      —A ver…

      Recién entonces, Lourdes accedió a ver y escuchar el video y quedó impactada. Igual, trató de justificarse:

      —En el celular cualquier cosa suena bien. Zafa. Habría que ver en un buen equipo.

      Corina hizo las conexiones y en cuestión de segundos la voz de Lula salió por unos parlantes de excelente calidad que tenía en su cuarto. Estaban en la casa de Cori.

      —¡Uau! –exclamó Lula frente a la evidencia; unos segundos después, prosiguió–. Igual, ¿para qué lo subiría? No quiero hacerme famosa. Tengo pánico cuando doy un examen oral. Imaginate si canto frente a un público. Imposible. No podría cantar ni en un cantobar, un karaoke, nada.

      —El antifaz te cubre y te da coraje. Esta no es tu voz normal. Es distinta, es superior. Nadie va a asociarla con vos. ¡Hacelo para divertirte!

      —No me gusta hacer cosas porque sí.

      —Okey –admitió Corina–. Hacelo para tener un secreto. Algo tuyo. Algo que nadie pueda quitarte. Vas a darle al mundo algo único, maravilloso. Tu arte. Y el mundo va a devolverte la mejor onda.

      —No sé…

      —Con el antifaz sos otra. Te convertís en una Lula mejor. Sin límites. Sin inhibiciones. Es la fantasía de todos. Tener otra personalidad. Un doble. Un otro yo. Vos podés concretarla y ¿no querés?

      —Dejámelo pensar.

      Capítulo 5

      Tomás y Lourdes se conocieron cuando los dos tenían 20 años. Fue un viernes cerca de las 7 de la mañana en una calle de Palermo, a media cuadra de la casa de ella.

      Cuando llegaba tarde después de una noche larga, Lula le pedía al taxista que la dejara en la otra esquina, a la vuelta, incluso a dos o tres cuadras. No quería que nadie pudiera identificar el edificio donde vivía. Aquella madrugada, ya de día, estaba particularmente cansada. Como no quería caminar mucho, bajó la guardia. Le pidió el conductor que se detuviera cuarenta o cincuenta metros pasando su puerta.

      Toto estaba terminando su trabajo nocturno y emprendía el regreso a Parque Patricios. Desde lejos vio que del taxi bajaba una chica hermosa. De manera instintiva disminuyó la velocidad, solo para mirarla. Ni loco se hubiese animado a decirle nada. Él no era esa clase de chicos que abordan mujeres.

      En simultáneo, Toto adivinó las intenciones de otro motoquero, de casco blanco con visor polarizado. Le resultó obvio, por su lenguaje corporal, que iba a lanzarse sobre la chica para robarle la cartera.

      Tomás no lo pensó. Aceleró con el objetivo de cruzarse en el camino del ladrón y alertar a la víctima. Pero el asaltante era muy bueno, muy rápido, y le ganó de mano.

      Lula gritó cuando sintió el arrebato. Buscó sujetar la cartera con las dos manos. El tipo actuó con violencia. Le pegó, le dio un empujón y la tiró al piso. Todo en menos de un segundo.

      Cuando Tomás se le puso delante, para tratar de bloquearle la huida, el tipo le gritó a través del casco:

      —¡¿Qué te metés, tarado?! ¡Te mato!

      Y lo amenazó con un cuchillo.

      Toto se quitó su propio casco. Quería usarlo para golpearle la mano y obligarlo a soltar el puñal.

      El delincuente zafó con una maniobra increíble. Lo eludió sin enfrentarlo y se fue a toda velocidad, haciendo rugir el motor, mientras agitaba el cuchillo en alto y lo usaba para despedirse con un gesto de burla.

      Tomás

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