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llena mi pecho, me siento orgulloso, y el señor ahora me muestra la foto de un hacha germánica, y me pregunta si puedo hacer una igual, y yo digo que sí, y me meto de cabeza en el nuevo encargo.

      Se genera una relación en la que deposito todo. Me vuelco a atender los pedidos del señor y dejo a un lado a mi clientela de antes. Devuelvo señas, recibo insultos, pierdo la confianza de mucha gente. Sé que hablan mal de mí. Pero mi prioridad es satisfacer las demandas de él, porque eso es lo que me calma, lo que hace acallar el repiqueteo. Cuando trabajo en sus armas, todas réplicas de antigüedades que están en museos de Europa, mi cabeza está serena, las chispas y el humo no me molestan y no escucho las voces. Solo escucho mi música, que ya no es Metallica, sino Iron Maiden. Escucho “The trooper” una y otra vez. No entiendo la letra, no sé inglés, pero sé que habla de una batalla del mil ochocientos y pico donde los soldados de la caballería inglesa cayeron como moscas, y eso me tranquiliza. Me da paz.

      Para el señor fabrico lanzas, alabardas, mazas, bolas de pinchos, escudos, tridentes, ballestas. Lo hago cada vez con más dedicación. Es lo que da sentido a mi vida. Y ni hablamos de plata. Él no me paga. Está claro que son favores que me pide y que yo acepto de corazón. El mejor salario que recibo son sus elogios, sus halagos. Aunque son medidos, a veces parcos, para mí significan mucho. Colman mi espíritu. No me importa si no tengo para comer. No me importa vender la soldadora para comprar los materiales necesarios para cada nuevo encargo del señor. Lo importante es que él está contento con mi trabajo. Yo encuentro mi felicidad en su felicidad.

      Una noche me cita en la estancia, en la casa principal. Yo voy, por supuesto, y él me lleva al sótano, y me muestra una sala enorme, con paredes de ladrillo, donde están exhibidas todas las armas que fabriqué para él, y me siento en la gloria, le digo que es hermoso.

      “Es hermoso”, repite el señor, “pero esto ya es pasado”. “Lo que viene es esta habitación”, dice, y me muestra un cuarto igual al otro, pero vacío, y asegura que hay que llenarlo con cosas nuevas. “¿Con más armas?”, pregunto. “No, con elementos especiales”, responde, y me entrega la foto de un cepo.

      Tengo que aplicar conocimientos de carpintería. Porque ahora no es solo metal, hay mucha madera. Construyo réplicas de instrumentos de tortura. Hago un potro, una cruz de San Andrés, jaulas, máscaras de hierro, grilletes, cadenas, destripadores, aplastadores de cabezas, quebradores de rodillas. Y mientras fabrico esto alcanzo un grado alto de concentración. Como si mi mente viviera en otro tiempo y otra dimensión. El vacío llena mi cabeza. No hay preocupaciones, no hay voces, no hay nada que me perturbe. Solo trabajo y alegría. Y la música, por supuesto, la música inmensa de Iron Maiden. Ahora escucho, en un sinfín que programé en la compu, “2 Minutes to Midnight”. “Dos minutos para la medianoche”. Una canción que habla del apocalipsis que se acerca, que está ahí nomás, a dos minutos. Y yo no creo en eso. Creo en la vida eterna, en una vida por siempre, pero en fin, el tema se refiere a eso y está buenísimo, no necesito oír otra cosa.

      Y ahora el señor me hace un pedido muy especial. Lo de muy especial lo remarca él, y me muestra la foto de un sarcófago de doble puerta que, en la parte de adentro, tiene un montón de puntas afiladas. Quedo extasiado con esa imagen. Todo toma sentido. Ese instrumento de suplicio y ejecución es la “Dama de Hierro”, la “Doncella de Hierro”, la “Iron Maiden”, algo que estaba en un castillo de Nüremberg, y de ahí es de donde tomó su nombre el grupo.

      ¿Cómo no sentirme inundado de dicha mientras construyo la Dama de Hierro con Iron Maiden de fondo? Es la apoteosis, es el éxtasis, es el delirio, es un estado de gracia divina en la Tierra. También es un desafío muy superior a los anteriores, porque acá tengo que darle forma, meta maza y martillo, a grandes superficies de chapa, para construir el fondo y las puertas del sarcófago. La cabeza es algo aparte, me recibo de escultor con ella, debo hacerle una especie de corona y los rasgos de la cara de la manera más refinada posible. Los ojos, la nariz, los labios… Los labios que beso porque no puedo resistirme.

      Termino mi obra (no es un trabajo, es una auténtica obra de arte) y la cargo en la camioneta con gran dificultad, porque pesa cerca de quinientos kilos. La llevo a la estancia a eso de las cinco de la tarde. Y se presenta un detalle en el que no pensé, y es que la Dama no pasa por la puerta que lleva al sótano. Entonces la desarmo y la bajo por partes, y una vez en el subsuelo me encuentro con el salón de los instrumentos de tortura casi lleno, potente, estremecedor, y veo que hay un lugar de privilegio que está vacío, que está iluminado con una luz cenital, y llevo ahí las piezas y comienzo a montarlas. Y el procedimiento es lento, hay que hacerlo con mucho cuidado, eso no es problema, tengo todo el tiempo del mundo. Mi tiempo, mi vida, le pertenecen al señor, que no está, pero va a venir de un momento a otro.

      Se hace de noche, y a mí todavía me falta ensamblar una puerta, y llevo a cabo esta labor con placer, deteniéndome en cada vuelta de tuerca. Y cuando termino me quedo contemplándola. No puedo creer tanta hermosura. No puedo creer que tanta perfección salió de estas manos ásperas, llagadas, lastimadas. Mis manos son un sacrificio que no siento. Las heridas son mi paga.

      Y me quedo ahí esperando, y pasan las horas, y sé que debo aguardar. Y para recibir mejor al señor abro las puertas de la Dama de Hierro, para que pueda apreciar el trabajo interior en toda su magnitud ya desde lejos, a primer golpe de vista. En cuanto aparece, siento que el efecto buscado se logra. Esa mirada lo dice todo. Está complacido. Sabe que me esforcé, que hice lo mejor, que con esta obra alcancé mi punto más alto, que ya está, que no podré superarme, y yo también entiendo que es así.

      Entonces, cuando el señor me felicita, y toca mis manos, y apoya su diestra en mi hombro, y me dice que va a pedirme un último encargo, y yo le digo que sí, lo que guste mandar, y él sostiene que la obra no está terminada, que falta algo, y me pide que entre, yo no dudo, sobre todo cuando él aclara que tiene que ser ahora, ya, cuando faltan dos minutos para la medianoche. Ingreso mansamente, y él cierra las puertas, y las puntas se clavan en mi carne. En la espalda, en las piernas, los brazos, el torso, la cara. Y el dolor es gozo y entrega, porque en mi mente solo hay música, sin repiqueteo, sin voces, sin palabras, sin chispas cegadoras ni gases tóxicos. Y, aunque sé que la agonía será lenta, siento alivio. Estoy y no estoy. Estoy en la oscuridad. Me dejo devorar por mi obra. Por la Dama de Hierro. Larga vida al metal.

       El experto

      “Vamos. Revisá bien. Chequeá todo. Tiene que salir perfecto”, se repite una y otra vez Marcelo Troncoso, el experto en fuegos artificiales, mientras recorre la playa de estacionamiento donde desplegó los cinco mil efectos de pirotecnia que encenderá en una hora, cuando culmine la fiesta de fin de año de un conocido centro comercial.

      Controla las bombas de estruendo, las bengalas, las cañas, las metrallas, los morteros, las candelas, las lluvias de fuego. Luego sale del “área de ignición”, el espacio vallado donde solo él y dos asistentes de máxima confianza han entrado durante los últimos dos días mientras armaban las baterías de explosivos.

      Habla con el musicalizador, con el iluminador, con el locutor que hará la presentación del espectáculo. Y también con los productores que lo contrataron.

      El show arranca puntualmente. Cuando le dan luz verde, Marcelo acciona la llave de seguridad del control electrónico y, por último, presiona el botón que inicia la secuencia de disparos.

      La pirotecnia y la música van sincronizadas. El público festeja, saca fotos. Las condiciones meteorológicas son ideales. Hay un viento que se lleva el humo, pero es una corriente suave, que no alcanza a desviar la trayectoria de vuelo de los efectos ni acalla el ruido. La gente disfruta no solo por la belleza de los fuegos. También siente en el estómago el sacudón de cada estruendo.

      Marcelo baja la mirada para vigilar que, en la playa de estacionamiento, las cosas marchen bien. Efectivamente, las baterías se están quemando en la forma adecuada, por completo. No quedan cartuchos sin disparar.

      De pronto, una cañonera que lanza bombas de estruendo a ciento cincuenta metros de altura

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