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      © de la edición: Diego Pun Ediciones, 2017

      © del texto: Ernesto Rodríguez Abad, 2017

      © de las ilustraciones: Luis San Vicente Oliveros, 2017

      1.ª edición: mayo 2017

      2.ª edición: enero 2018

      1ª edición versión electrónica: Febrero 2019

      Diego Pun Ediciones

      Factoría de Cuentos S.L.

      Santa Cruz de Tenerife

      www.diegopunediciones.es

      [email protected]

      Dirección y coordinación:

      Ernesto Rodríguez Abad

      Cayetano J. Cordovés Dorta

      Consejo asesor:

      Benigno León Felipe

      Elvira Novell Iglesias

      Maruchy Hernández Hernández

      Diseño y maquetación: Iván Marrero · Distinto Creatividad

      Conversión a libro electrónico: Eduardo Cobo

      Impreso en España

      ISBN formato papel: 978-84-946630-7-9

      ISBN formato ePub: 978-84-120101-2-1

      Depósito legal: TF 218 - 2018

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      A Estíbaliz de la Cruz y Nelva Ramos

       que me ayudan a construir los días.

      A Maruchy Hernández por tantas palabras tejidas.

      Índice

       La tinta oscura

       El castillo de la niebla

       La pared

       Cicatrices de aguas negras

       Cucarachas

       Ojos muertos

       Palabra de vampira

      X

      Cuando abrió la puerta de la habitación, aun con la luz apagada vio brillar los folios blancos sobre el escritorio. Alargó la mano temblorosa y tocó el interruptor con los dedos. El vértigo subió desde el estómago. Encendió la luz. Avanzó hacia la mesa. Se apoyó en el espaldar de la silla. Se sentó. Tenía una gran idea. Pero lo que más aterra a un escritor es sentirse paralizado frente a una hoja vacía. Tenía la pluma estilográfica en la mano. Temblaba. Fijó los ojos irritados en el papel, hasta sentir dolor. Sudaba. La mirada se le perdía por caminos confusos. Quería gritar, romper los folios, salir corriendo. Las palabras no venían.

      No podía escribir.

      Lo incapacitaba su propia idea. Estaba seguro de que sería su mejor libro si lograba redactarlo. Temblaba emocionado y asombrado de sí mismo cuando conseguía imaginar la historia. Sería el más terrible cuento jamás escrito, si en algún momento lograba hacerlo. Sabía que todos los que lo leyesen quedarían atrapados en su escabrosa y oscura trama. Nadie quedaría indiferente después de abrir su libro. Algunos enloquecerían, otros no podrían volver a conciliar el sueño, otros no volverían a tener confianza en los seres humanos…

      Solo faltaba algo: escribirlo.

      Tomó la pluma y no pasó nada.

      Algunas gotas de tinta mancharon el folio.

      No pudo trazar ni una letra durante las horas que quedaban de sol. No comió. Paseó con ansiedad por la habitación, como un águila atrapada en una red. No cenó. Ni siquiera bebió agua. Durmió solo unos minutos, lo suficiente para tener un extraño sueño. Caminaba por una calle interminable. Su sombra se proyectaba hasta perderse en una densa niebla. Al final había un edificio de altos muros; en el piso bajo había una tienda sombría, solitaria, tenebrosa. Oía sus propios pasos retumbar. Tocó en la madera oscura. Unos instantes de silencio. Se abrió la puerta con un chirrido desagradable. Entró. Lo atendió un inquietante ser de gran nariz y huesudas manos. Abrió la boca, que parecía una cueva oscura, y pronunció una enigmática frase: «En las estanterías de mi tienda hay tintas capaces de escribir palabras que harán temblar a quienes las lean». El hombre extendió la mano hacia él. Le ofrecía un frasco oscuro. Salió a la calle con la tinta en la mano. Miró alrededor. Todo era blanco, inmenso. Había perdido su sombra.

      Despertó agitado, asfixiándose. Se levantó, se vistió desaliñado y salió de la casa.

      Buscó la extraña tienda del sueño. La encontró en una sinuosa calle, en el otro extremo de la ciudad. El dueño de huesudas facciones lo esperaba con un frasco de tinta oscura en las manos. Revivía el sueño. Notó el frasco muy frío cuando lo cogió. El escritor, desconcertado, mostró su agradecimiento con una sonrisa triste. Emprendió el camino tembloroso, con el frasco enigmático. Suspiró. ¡Ahora podría escribir! ¡Vendrían solas las palabras a él!

      ¿Cuál sería el precio?

      Llegó a su casa sudoroso.

      Entró a la habitación y cerró la puerta con llave. Se colocó delante de los folios inmaculados, hirientes. Tomó la pluma en la mano. La destapó, la introdujo en el tintero y absorbió toda la tinta oscura. La agarró entre sus dedos y la colocó sobre el papel. Todo lo hacía con los ojos cerrados, con cierto miedo. La sintió viva. Notó que comenzaba a perder voluntad y sensibilidad. Ella sola se deslizaba por las hojas. No podía dominarla ni parar.

      La historia surgía sin que tuviera que pensar…

      Los folios se llenaban de palabras, de frases…

      La historia estaba allí.

      Su respiración se hizo lenta, dolorosa. Sus ojos se empañaron vidriosos, no podían leer lo que escribía. Su cuerpo se diluía. Desaparecía como la neblina arrastrada por la brisa.

      Perdía la sensibilidad en los pies, las piernas…

      No sentía.

      No notaba el vientre, el pecho, la boca…

      Quiso gritar.

      No pudo.

      La mano. Ya solo notaba la mano.

      Los dedos.

      Nada.

      Solo la pluma chorreante de palabras brillaba sobre la mesa.

      Nadie.

      Un cuento escrito con una tinta oscura y espesa reposaba en la mesa.

      Él no estaba. Desapareció.

      La habitación permanecía cerrada

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