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      A pesar de la sensación agradable, Coriane se apartó de Sara.

      —Somos amigos. Esto no puede ni podrá ser nunca otra cosa —forzó una risa muy distinta a la habitual—. No es posible que tú creas que Tibe me ve como algo más, que quiera o pueda querer algo más de mí, ¿o sí?

      Supuso que su amiga reiría con ella, que desdeñaría todo eso como una broma. En cambio, Sara jamás se había comportado tan seria.

      —Todo apunta a que sí, Coriane.

      —Pues te equivocas. Yo no, tampoco él, y además hay que pensar en la prueba de las reinas. Tendrá que ser pronto, él ya es mayor de edad y a mí nadie me elegiría nunca.

      Sara la tomó otra vez de las manos y se las apretó suavemente.

      —Creo que él lo haría.

      —¡No me digas eso…! —susurró Coriane —miró las rosas, pero lo que veía era el rostro de Tibe. Ya le era conocido, después de varios meses de amistad. Conocía su nariz, sus labios, su mandíbula y más que nada sus ojos. Despertaban algo en ella, una afinidad que no sabía que pudiera tener con otra persona. Se veía en ellos, su propio dolor, su propia alegría. Somos iguales, pensó. Buscamos algo que nos mantenga firmes, solos los dos en una habitación llena de gente—. Es imposible. Y decirme esto, darme esperanzas con él… —suspiró y se mordió el labio—. No necesito esa pena adicional. Él es mi amigo y yo lo soy de él. Eso es todo.

      Sara no era dada a las fantasías ni a las ilusiones. Se ocupaba de curar huesos fracturados, no corazones rotos. Así que Coriane no tuvo otro remedio que creerle, aun contra sus propias reservas.

      —Amigos o no, eres la favorita de Tibe. Y sólo por eso debes cuidarte. Él acaba de colocar una diana en tu espalda y todas las jóvenes de la corte lo saben.

      —Todas las jóvenes de la corte apenas saben quién soy, Sara.

      De cualquier modo, volvió alerta a casa.

      Y esa noche soñó que unos puñales envueltos en seda la hacían pedazos.

      No habría prueba de las reinas.

      Transcurrieron dos meses en la Mansión del Sol y la corte esperaba el anuncio con cada amanecer. Damas y caballeros importunaban al rey con la pregunta de cuándo elegiría el príncipe a una esposa de entre sus hijas. Pero él no se dejaba presionar y enfrentaba a todos con sus bellos e impasibles ojos. La reina Anabel adoptó la misma actitud y no daba indicio alguno del momento en que su hijo cumpliría su más importante deber. Sólo el príncipe Robert tenía el descaro de sonreír, con plena conciencia de la tempestad que se avizoraba en el horizonte. Los rumores aumentaron al paso de los días. Se preguntaban si acaso Tiberias era igual que su padre y prefería a los hombres sobre las mujeres, pese a lo cual estaría obligado a escoger una reina que le diera hijos. Otros fueron más listos y seguían el rastro de las migajas que Robert tenía la bondad de ofrecerles, las que pretendían ser señales útiles y gentiles. “El príncipe ha puesto en claro su decisión y ningún ruedo lo hará cambiar de parecer”.

      Coriane Jacos cenaba regularmente con Robert, lo mismo que con la reina Anabel. Ninguno de los dos escatimaba elogios para la joven, tanto así que los chismosos se preguntaban si la Casa de Jacos era en verdad tan débil como parecía. “¿Es un ardid?”, inquirían. “¿Una mala pantalla para esconder un rostro poderoso?” Los cínicos entre ellos tenían otras explicaciones. “Ella es una arrulladora, una manipuladora. Vio al príncipe a los ojos e hizo que se enamorara de ella. No sería la primera ocasión en que alguien infringe nuestras leyes por una corona.”

      A Lord Harrus le deleitaba esta renovada atención. La usó como palanca para cambiar el futuro de su hija por tetrarcas y crédito. Pero era un mal practicante de un juego complicado. Perdía todo lo que le prestaban, porque apostaba a las cartas tanto como a los certificados del Tesoro y emprendía negocios costosos e irreflexivos para mejorar la región bajo su mando. Fundó dos minas a instancias de Lord Samos, quien le aseguró que había ricas vetas de hierro en las montañas de Aderonack. Ambas fracasaron en cuestión de semanas, sin producir otra cosa que tierra.

      Julian era el único que tenía conocimiento de esas quiebras, y procuraba esconderlas a su hermana. Tibe, Robert y Anabel hacían lo propio, para resguardarla de los chismes más arteros, y se aliaron con Julian y Sara en el propósito de mantener a Coriane dichosamente sumida en su ignorancia. Claro que ella se enteraba de todo, a pesar de tantas precauciones. Y para que su familia y amigos no se preocuparan, para tenerlos a ellos felices, aparentaba ser la misma de siempre. Sólo su diario sabía del costo de tales mentiras.

       Papá nos llevará directo a la ruina. Se ufana de mí con sus supuestos amigos, a los que les dice que seré la próxima soberana de este reino. Nunca antes me había prestado atención, e incluso ahora es ínfima y no por mi bien. Si me ama hoy es debido a otro, a Tibe. Sólo cuando alguien más ve valor en mí, él se digna a hacer lo mismo.

      Por culpa de su padre soñaba en una prueba de las reinas en la que no ganaba, por lo que se le descartaba y devolvía a la antigua finca. Una vez ahí, se las arreglaba para descansar por siempre en el sepulcro familiar, junto al quieto y desnudo cuerpo de su tío. Cuando el cadáver se movía y unas manos se dirigían a su garganta, despertaba empapada en sudor y ya no podía conciliar el sueño el resto de la noche.

      Julian y Sara me creen débil, frágil, una muñeca de porcelana que se hará añicos si la tocan, escribió. Peor todavía, empiezo a creer que están en lo cierto. ¿De veras soy tan quebradiza? ¿Tan inútil? De seguro puedo ayudar de algún modo, si Julian preguntara, ¿no? ¿Las lecciones de Jessamine son todo lo que puedo hacer? ¿En qué me estoy convirtiendo en este lugar? Dudo que recuerde incluso cómo reparar un circuito dañado. Ya no me reconozco. ¿En esto consiste volverse adulto?

      Por culpa de Julian, se soñaba en una hermosa habitación cuyas puertas y ventanas estaban cerradas y en la que nada ni nadie le hacía compañía, ni siquiera libros. No había nada que la perturbara. La habitación se convertía siempre en una jaula de barrotes dorados que se encogía hasta herir su piel, y entonces despertaba.

       No soy el monstruo que los rumores imaginan. No he hecho nada, no he manipulado a nadie. Ni siquiera he intentado utilizar mi habilidad desde hace meses, pues Julian ya no tiene tiempo para enseñarme. Pero ellos no lo creen. Veo cómo me miran, incluso los susurros de la Casa de Merandus. Incluso Elara. No la he oído dentro de mi cabeza desde el banquete, cuando sus mofas me arrojaron a los brazos de Tibe. Quizás esto le enseñó más que entrometerse. O tal vez teme mirarme a los ojos y oír mi voz, como si yo fuera un digno rival de sus susurros afilados. No lo soy, por supuesto. Estoy totalmente indefensa contra personas como ella. Quizá debería darle las gracias a quien inició el rumor. Impide a depredadores como ella convertirme en su presa.

      Por culpa de Elara, soñaba que unos ojos azul hielo seguían cada uno de sus pasos y la veían ponerse una corona. La gente se inclinaba bajo su mirada y se burlaba cuando ella se volvía, pues conspiraba contra su reina recién coronada. Le temía y la odiaba en la misma medida, cada cual un lobo a la espera de que ella se revelara como un cordero. En el sueño entonaba una canción sin palabras que no hacía sino aumentar la sed de sangre de sus enemigos. A veces la mataban, otras la ignoraban y otras más la metían en una celda. Todos estos casos le impedían dormir por igual.

       Hoy Tibe me dijo que me ama, que quiere casarse conmigo. No le creo. ¿Por qué querría tal cosa? Soy una persona insignificante, sin belleza ni intelecto, sin fuerza ni poder para ayudar a su reino. No soy para él más que una carga y un motivo de preocupación. Necesita alguien fuerte a su lado, una persona que sonría a los chismes y venza sus propias dudas. Tibe es tan débil como yo, un muchacho solitario sin un camino propio. Yo sólo complicaré las cosas. Sólo le traeré penas. ¿Cómo es posible que haga eso?

      Por culpa de Tibe, soñaba que dejaba la corte para siempre, como Julian quería hacerlo

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