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a lectora de El abrazo del viento acompañará a Juanito en un periplo recargado de hostilidad: un padre golpeador, un ambiente de pobreza, de segregación clasista y la presencia de una dictadura feroz que golpeará también en forma directa sobre el pequeño núcleo familiar. Si el padre de Juanito está quebrado y simultáneamente es víctima y victimario, su madre, en cambio, está en lucha permanente contra el medio, no se rinde. Es a través de ese vínculo que podemos sospechar la salvación del personaje, ya no en el viaje a través de los caminos y los suburbios, sino en su viaje interior, ese que todo niño transita cuando está a punto de convertirse en adulto.

      Un perro compañero y un caballo con alas, entre otros elementos, suministran el aire necesario para el viaje del protagonista: una ventana por la cual el lector o la lectora, también podrán intuir que el mundo es, aún en las peores condiciones, respirable.

      El abrazo del viento es un relato breve, pero con identidad de novela. Fue publicado en papel en 2017 por Narvaja Editor. En la presente edición digital se suman las ilustraciones de Luciana Bongiovanni.

      Mariano Marucco

      El abrazo del viento

      con ilustraciones de Luciana Bongiovanni

      Mariano Marucco

       El abrazo del viento

      1a edición, 2019

      Ilustraciones: Luciana Bongiovanni

      Diseño de cubierta: Mailén Tamargo Gandía

      ISBN: 978-987-86-2201-9

      Este libro no cuenta con dispositivos que limiten su uso (DRM). No obstante, el autor y el editor conservan los derechos sobre su comercialización.

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      Uno

      Esta es la historia de un chico como cualquier otro. Su nombre era Juanito.

      Tenía los ojos negros y una mirada de caracol. Los pelos despeinados y la cara de esas que parecen siempre sucias, con una fina pelusa sobre los cachetes enrojecidos. Una remera celeste, desteñida, y un pantalón hasta las rodillas. Los bolsillos llenos de piedras, y una hondera colgada al cuello.

      Vivía en un barrio de ranchos bajos, humildes como su gente.

      El padre de Juanito se llamaba Julio.

      La madre, Antonia.

      Él tenía el rostro tallado en madera.

      Ella era de arcilla.

      Él tenía las manos grandes, huesudas.

      Los nervios habían comido las uñas de las manos de ella.

      Los ojos del hombre eran de vino.

      Los ojos de la mujer guardaban cierto parecido a las lluvias que por alguna extraña razón nunca terminan de caer.

      La casa temblaba cuando oía los pasos del hombre, volviendo, al atardecer.

      Cuando la mujer cerraba la puerta, a media mañana, la casa volvía a respirar.

      La hora de la siesta era un coro de chicharras cantando bajo el sol.

      Pero cuando caía la tarde, otra vez el mismo chirrido en la puerta, y ella dejando todo para atender las manos urgentes de él, que respiraban como branquias de un pez afuera del agua. Y todas las noches, la misma paliza de siempre.

      —Andate de una vez… —le decían las vecinas—. Algún día te va a matar.

      —Mientras no me toque al chico…

      A Juanito nunca lo tocó. Era un padre como todos los de allí, seco de afecto y reservado como animal silencioso. Los domingos de sol, dejaba a su hijo subir al carro y lo llevaba a pasear por las orillas del pueblo. Volviendo una vez, frenó con las riendas el andar del caballo y armó un cigarrillo.

      —Ya es hora que te hagas hombre… —le dijo.

      A Juanito no le quedó más que pitar. Tosió, tuvo arcadas y una flojera en el cuerpo como si estuviera mecido por los brazos de una nube.

       «¿Hacerse hombre es fumar?

       ¿Emborracharse?

       ¿Pegarle a una mujer?»

      Todo eso pensaba sin pensar, más bien lo sentía en el centro de su bronca. Asqueado, se descolgó del carro y empezó a correr. Su perro lo seguía. Después, caminó siguiendo los hilos tristes del viento.

      Dos

      En esas estaba cuando llegó al basural. Andaba pateando unas botellas cuando vio un animal que parecía muerto. Se acercó despacio hasta distinguir que era un caballo. Tenía dos alas, una aplastada por su cuerpo y de la otra chorreaba un poco de sangre. Juanito se refregó los ojos, y se acordó del Tacuara, cuando cada vez que iban al basural y veían los caballos flacos hurgando la basura, le decía:

      —Mirá si un día encontramos un caballo con alas…

      El perro olfateó. Un círculo luminoso se extendía por el suelo hasta perderse a los metros. El chico se acercó en silencio. Empezó a acariciarlo. El caballo abrió los ojos, miraba extraviado como si volviera de un sueño. El perro empezó a ladrar.

      El animal, a duras penas, se puso de pie.

      —¿De dónde vino? —pensaba Juanito.

      Mientras tanto, lo acariciaba.

      —¿Qué dirá el Julio?

      «No hay lugar para dos… Ya el Babieca se nos muere de hambre». Eso diría su padre. Y era cierto.

      —Y bueno, mejor así… —pensó Juanito, y se volvió para su casa.

      El caballo lo siguió.

      Caminaba deshilachado.

      Juanito le gritó.

      —¡Andate!

      Pero el caballo era porfiado, así que el chico no tuvo más remedio que llevarlo para su casa. Cuando lo vieron llegar, todos en el barrio se refregaron los ojos.

      Los chicos, que estaban jugando a la pelota, se acercaron.

      Los viejos, que estaban tomando mate, fueron en busca de los lentes.

      —¡Un caballo con alas! —dijeron.

      Julio miró a Antonia.

      Antonia miró el piso.

      Juanito acariciaba al Malambo, como le llamó.

      Esa noche, durmió feliz. Soñó que cabalgaba en el viento.

      A la mañana siguiente, ruidos de serrucho lo despertaron.

      Juanito se refregó los ojos.

      —Los caballos con alas no existen… —aclaró Julio, con las manos llenas de sangre. Andaba necesitando otro, el Babieca está débil, puro hueso…

      Luego agarró las alas, hizo un pozo en el patio y las enterró. Los terrones de tierra seca, sobre las plumas blancas, borrosas por las lágrimas, serían una imagen difícil de borrar.

      A Juanito le creció una piedra en la garganta.

      Llevaba al Malambo al río, a que pastara los pocos pastos que había.

      Lavaba sus costados.

      El caballo tiraba del carro.

      Soportó

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