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para caminar con Snickers, así que contrató a Julia para que ella la paseara.

      —¡Snick, te ves bien, bebé! —llamo por la ventana abierta, y ella me responde con su labio curvado y sus ojos entrecerrados, aunque pensándolo bien, es más o menos como se ve siempre.

      Como de costumbre, Snickers viste a la última moda. Lleva puesto un poncho rosado, un brillante sombrero para la lluvia y unas diminutas botas rosas.

      —Esas botas fueron hechas para burlarse —agrego de paso.

      Se siente bien causarle un poco de aflicción. Pero antes de que pueda disfrutar el momento, aparece otro molesto conocido mío.

      Nutwit

      Nutwit, la ardilla gris que vive en el roble de nuestro jardín delantero, salta a una rama más baja y me mira con una compasión apenas disimulada.

      Odio la compasión. En particular, la apenas disimulada.

      —No sé por qué te burlas de ella —dice—. No estás en condiciones de hablar, Bob. Ustedes son iguales.

      —Ven a la ventana y repite eso.

      —Para que puedas ¿qué?, ¿babearme hasta la muerte?

      —¿Eres consciente de que mi mejor amigo es un gorila? —pregunto—. Serías una fantástica comida para simios, cola esponjada.

      Nutwit se estira para alcanzar una bellota que cuelga frente a él y la jala para liberarla.

      —Creía que los gorilas eran vegetarianos.

      —Iván come termitas —digo—. Podría hacer una excepción contigo.

      —Enfréntalo, Bob. Eres doméstico. Sólo estás a un paso de tus propias botas rosas para la lluvia.

      —Él tiene razón —dice Minnie, una de los conejillos de Indias de la familia, desde su jaula, a un lado del televisor.

      —No, no la tiene —dice Moo, su compañero de jaula.

      —Sí, tiene razón —chilla Minnie.

      —No la tiene.

      —La tiene.

      —La tiene.

      —No la tiene… —Minnie hace una pausa—. ¡Espera, me engañaste!

      Los conejillos de Indias rara vez están de acuerdo en algo.

      Nutwit salta hacia la ventana, con una bellota en la pata. Presiona su pequeña e inquieta nariz contra el cristal.

      —No podrías durar un día aquí afuera, Bob. Algunos de nosotros tenemos que buscarnos la vida.

      —Hey, viví en la calle más tiempo del que tú has estado vivo.

      Nutwit mordisquea su bellota. Es un tragón bastante melindroso.

      —Lo que tú digas, Bob.

      —Digo que te largues de aquí.

      —Bien. Sugerencia aceptada. De cualquier forma, la tormenta viene en camino. Debería estar almacenando mi reserva de nueces mientras pueda —Nutwit me dirige una mirada que pretende ser sabia—. Así es como se hace en el mundo real.

      Se escabulle con una ostentosa floritura acrobática.

      Las ardillas nunca hacen un salto simple cuando una vuelta de carro-voltereta hacia atrás-salto cuádruple es opción.

      —Estás lleno de porquería —digo a nadie en particular.

      —¡Estamos llenos de porquería! —dice Minnie.

      —¡Sí, estamos extremadamente llenos de porquería! —dice Moo, y salta como palomita de maíz para manifestar su acuerdo.

      Los conejillos de Indias saltan arriba y abajo cuando se sienten felices. A eso se le llama palomitear. Y es totalmente ridículo.

      ¿Eres feliz? Mueve la cola como un verdadero mamífero.

      —No soy doméstico —murmuro, oliendo mi sobresaliente barriga.

      Salto con esfuerzo fuera del sofá. Luego me dirijo al baño para dar un buen trago del tazón de agua turbulenta.

      Mimado

      Sé que Nutwit tiene razón.

      Me he convertido en un animal de costumbres, mimado, después de aquella época en que yo era responsable de mi futuro y tomaba mis propias decisiones. Durante mucho tiempo fui Bob, el fiero, el astuto, el callejero.

      Como callejero, vivía de las sobras en el centro comercial mientras Snickers cenaba croquetas de fina selección, vestida con sus sofisticadas prendas. Caramba, cómo me encantaba ese algodón de azúcar que se había quedado pegado al suelo. Los inesperados OVNI. Los trozos de salchicha de hot dog cubiertos de cátsup y esparcidos debajo de las gradas como, no sé, dedos gordos o algo así.

      Iván se ofrecía a compartir su comida de gorila conmigo, y Stella y Ruby siempre estaban listas para pasarme una zanahoria o una manzana. Pero me negaba. Necesitaba estar en forma, ser resistente, mantenerme fiel a mi naturaleza salvaje.

      De acuerdo, tal vez de vez en cuando comí un plátano del desayuno de Iván.

      Pero luego las cosas cambiaron. Me volví civilizado. Doméstico. Una mascota.

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      No me malinterpretes. Definitivamente tiene sus ventajas. Julia, que es toda una artista, pintó mi nombre en un tazón de comida. Me dio esta manta tan maravillosamente suave. En ella podrías hacer el baile de cama por siempre hasta que puedas acurrucarte.

      Amo esa manta. Pero simplemente no puedo dormir sin Noesquetepilla, el viejo gorila de peluche de Iván.

      Por supuesto, justo cuando ya tenía marcados mi manta y Noesquetepilla con la cantidad correcta de Eau de Bob, la mamá de Julia hace lo impensable. Los arroja en la lavadora y elimina hasta el último rastro de… mí.

      Hay otras indignidades que tolero.

      La caminata diaria con una cuerda de tira y afloja, después de haber salido sin correa durante toda mi vida.

      Los intentos de entrenarme. Como si eso fuera a pasar alguna vez.

      Los besos y los arrumacos.

      Bueno, los arrumacos están bien, supongo.

      Pero no entiendo los besos, en verdad. Si quieres besar a tu perro, ¿por qué no le das una gran lamida en la cara y terminas con eso?

      Como sea. ¿Y qué si me he vuelto un poco mimado? ¿Un poco doméstico?

      Hay una diferencia entre ser doméstico y ser un cobarde.

      Otra confesión

      Lástima que no puedo negar la verdad.

      Soy ambos.

      Grillo bravucón

      Cuando Julia regresa de sus deberes, corro y le doy un buen saludo al viejo estilo Bob. Muchos ladriditos y vueltas, seguidos de algunos intentos de saltar a sus brazos.

      Los humanos aman esas cosas.

      Julia me dirige una mirada severa y dice:

      —Abajo, Robert.

      Salto un poco más porque estoy decidido a convencerla de que soy incorregible. Indomable. Es parte de mi encanto. Mi sello único.

      —Abajo —dice ella de nuevo. Del bolsillo de su abrigo saca su pequeño pulsador de metal, junto con algunas golosinas.

      Odio ese pulsador. Se supone que su cliqueo debería ayudar a entrenarme. Pero es más como un grillito bravucón.

      Ésta es la teoría. Hago algo bien, Julia da un clic. Me da un premio. Los clics me dicen cuándo me estoy comportando bien y los premios sirven como refuerzo.

      Si

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