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en superior rango, hubo de admitir los usos de la nueva categoría, por singulares que fuesen. Miranda se lo pintó así, y el señor Joaquín convino en ello: las inteligencias medianas ceden siempre al aplomo que las fascina.

      El que conozca un tanto las ciudades de provincia, imaginará fácilmente cuánto comentario, cuánta murmuración declarada o encubierta provocó en León la boda del importante Miranda con la obscura heredera del ex lonjista. Hablose sin tino ni mesura; quién censuraba la vanidad del viejo, que harto al fin de romper chaquetas, quería dar a su hija viso y tono de marquesa (Miranda parecía a no pocas gentes el tipo clásico del marqués). Quién hincaba el diente en el novio, hambrón madrileño, con mucho aparato y sin un ochavo, venido allí a salir de apuros con las onzas del señor Joaquín. Quién describía satíricamente la extraña figura de Lucía la mocetona, cuando estrenase sombrero, sombrilla y cola larga. Mas estos runrunes se estrellaban en la orgullosa satisfacción del señor Joaquín, en la infantil frivolidad de la novia, en la cortés y mundana reserva del novio. Fiel Lucía a su programa de no pensar en la boda misma, pensaba en los accesorios nupciales, y contaba gozosa a sus amigas el viaje proyectado, repitiendo los nombres eufónicos de pueblos que tenía por encantadas regiones; París, Lyón, Marsella, donde las niñas imaginaban que el cielo sería de otro color y luciría el sol de distinto modo que en su villa natal. Miranda, a cuenta de un empréstito que negoció contando satisfacerlo después a expensas del generoso suegro, hizo venir de la corte lindas finezas, un aderezo de brillantes, un cajón atestado de lucidas galas, envío de renombrado sastre de señoras. Mujer al cabo Lucía, y nuevos para ella tales primores, más de una vez, como la Margarita de Fausto , se colgó ante un espejillo los preciosos dijes, complaciéndose en sacudir la cabeza a fin de que fulgurasen los resplandores de los pendientes y las flores de pedrería salpicadas por el obscuro cabello. En esto se solazan las mujeres cuando son niñas, y todavía muchísimo tiempo después de dejar de serlo. Pero Lucía no era niña para siempre.

      —III—

      Seguía corriendo el tren, y la desposada no lloraba ya. Apenas se advertían en su rostro huellas de llanto, ni sus párpados estaban enrojecidos. Así acontece con las lágrimas que vertemos por las primeras penillas de la vida: llanto sin amargura, rocío leve, que antes refresca que abrasa. Comenzaban a entretenerla las estaciones y la gente que se asomaba curiosa a la portezuela, escudriñando el interior del departamento. Llovía preguntas sobre Miranda, el cual daba pormenores de todo, esmerándose en divertirla, y entreverando con las explicaciones alguna terneza, que la niña escuchaba sin turbarse, pareciéndole naturalísimo que el esposo mostrase afecto a la esposa, sin que el más leve oscilar de su corpiño delatara la dulce confusión que el amor despierta. Hallábase ya en su centro Miranda, habiendo cesado los lloros y reaparecido el buen humor y el temple normal del ánimo. Satisfecho de tal resultado, hasta bendecía interiormente a una de sus causas, una vejezuela que con enorme banasta al brazo se coló en el departamento algunas estaciones antes de Palencia, y cuya grotesca facha ayudó a llamar la sonrisa a los labios de Lucía.

      Al llegar a Palencia, dejolos la vejezuela y subió un hombre grave, decentemente vestido, silencioso.

      —Se parece a papá—dijo Lucía en voz baja a Miranda—. ¡Pobrecillo!—Y esta vez sólo un suspiro pagó la deuda del amor filial.

      Caía ya la noche; andaba el tren lentamente, como si temblase de pavor al confiarse a los raíles, y observó Miranda que llevaba notable retraso.

      —Llegaremos a Venta de Baños—pronunció volviendo la hoja del Indicador —mucho más tarde de lo que se acostumbra.

      —Y en Venta de Baños...—interrogó Lucía.

      —Podemos cenar... si nos dan tiempo. En circunstancias ordinarias, no sólo se cena, sino que hasta se descansa un rato, esperando el otro tren, el expreso, el que ha de llevarnos a Francia.

      —¡A Francia! (Lucía palmoteó como si escuchase nueva inesperada y gratísima.) Reflexionando después, añadió en voz grave—: Pues lo que es yo tengo ganas de cenar.

      —Cenaremos, cenaremos: al menos para cenar espero que nos alcanzará el rato que dure la parada.... ¿Hay apetito, eh? Ello es que... que tú no has probado casi nada hoy....

      —Con la prisa y el ahogo... y atender a que sirviesen bien los chocolates... y la pena de dejar al pobre papá, y de verle tan alicaído... y también....

      —¿Qué más?

      —¡Y vamos! que eso de casarse no sucede todos los días... y es natural que trastorne un poco... es cosa grave, muy grave, ya me lo avisó el Padre Urtazu..., y así es que yo anoche no pegué ojo, y conté todas las horas, las medias y los cuartos que dio el cuco de la antesala... a cada campanada que oía.... ¡tam, tam!, exclamaba yo ¡maldito! aguárdate, que voy a taparme la cara con las sábanas, y a llamar el sueño, y no volverás a hacer de las tuyas..., pero ni por esas. Ahora, como ya pasó, es lo mismo que cuando hay que saltar un foso muy ancho: se salta, ¡zas!, y ya no se piensa en ello. ¡Se acabó!

      Miranda se reía, sentado próximo a su novia, mirándola de cerca y hallándola muy linda, transformada casi con el tocado de viaje y la animación que encendía sus mejillas y arrebolaba su fresca tez. Lucía también comenzaba a recobrar la antigua familiaridad con Miranda, algo interrumpida últimamente por la novedad de la situación respectiva de ambos.

      —No se ría usted de mis tonterías, señor de Miranda—murmuró la niña.

      —Hazme el favor de no equivocarte, hija... me llamo Aurelio, y debes hablarme de tú como yo a ti.... ¿sabes?

      Todo este diálogo pasaba en discreto tono, a media voz, inclinados el uno hacia el otro ambos interlocutores, con misterioso y casi amante silabeo. El testigo de vista, silencioso, recostado en un ángulo, imponía a la plática de los esposos, plática llana y corriente, cierta intimidad y secreto que acrecentaban su atractivo, dándole visos de tierno coloquio. Las mismas cosas, dichas en alto, serían indiferentes y sencillas por demás. De ordinario sucede así, que no sean las palabras importantes en sí mismas, sino por el tono con que se pronuncian y el lugar en que se colocan, a la manera de menudas piedrecillas que incrustadas convenientemente en la labor de mosaico, ya dibujan un árbol, ya una casa, ya un rostro.

      Detúvose al cabo el tren en Venta de Baños, y las luces de la estación mostraron su encendida pupila a través de la niebla leve de sosegada noche de otoño.

      —¿Es aquí? ¿Es aquí donde nos bajarnos y se cena?—preguntó Lucía, a quien el suceso, nuevo para ella, de una cena en la estación, abría a un tiempo apetito y curiosidad.

      —Aquí—contestole Miranda en tono mucho menos regocijado—. ¡Ahora, cambio de tren! ¡Los suprimiría todos! No hay cosa más incómoda. Busque usted el equipaje para que no se lo lleven a Madrid... mueva usted todos esos embelecos....

      Diciendo lo cual, cogió de la red manta, saco y lío de paraguas; pero Lucía con su juvenil vigor y sus hábitos de hija del pueblo arrebatole de la mano lo más pesado, el saco, y brincando, ligera como un ave, al suelo, dio a correr hacia la fonda.

      Sentáronse a la mesa dispuesta para los viajeros, mesa trivial, sellada por la vulgar promiscuidad que en ella se establecía a todas horas; muy larga y cubierta de hule, y cercada como la gallina de sus polluelos, de otras mesitas chicas, con servicios de té, de café, de chocolate. Las tazas, vueltas boca abajo sobre los platillos, parecían esperar pacientes la mano piadosa que les restituyese su natural postura; los terrones de azúcar empilados en las salvillas de metal, remedaban materiales de construcción, bloques de mármol blanco desbastados para algún palacio liliputiense. Las teteras presentaban su vientre reluciente y las jarras de la leche sacaban el hocico como niños mal criados. La monotonía del prolongado salón abrumaba. Tarifas, mapas y anuncios, pendientes de las paredes, prestaban al lugar no sé qué perfiles de oficina. El fondo de la pieza ocupábalo un alto mostrador atestado de rimeros de platos, de grupos de cristalería recién lavada, de fruteros donde las pirámides de manzanas y peras pardeaban ante el verde fuerte del musgo. En la mesa principal, en dos floreros de azul porcelana, acababan de mustiarse lacias flores, rosas

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