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la desposada llegándose al que su negra faja declaraba por jesuita, y, asiéndole la mano, sobre la cual cayeron a un tiempo sus labios y dos lágrimas, claras como agua—, pida usted a Dios por mí....

      Y acercándose más, añadió bajito:

      —Que si papá tiene algo, me lo avise usted, usted ¿verdad? Yo le enviaré a usted las señas de todas partes donde nos detengamos.... No me lo descuide usted; ¿irá usted de vez en cuando a ver cómo lo pasa? Se queda el pobre tan solito....

      Alzó el jesuita la cabeza y fijó en la niña sus ojos levemente bizcos, como son los de las personas hechas a concentrar y sujetar la mirada. Y con la vaga sonrisa distraída de las gentes meditabundas, y en el propio tono confidencial:

      —Vete en paz, y Dios Nuestro Señor te acompañe, que es buen acompañante—contestó—. Ya he rezado por ti el itinerario, para que volvamos tan sanos y satisfechos.... Acuérdate de lo que te avisé, chiquilla; ahora ya somos, como quien dice, una señora casada y de respeto; y aunque nos parece que todo se va a volver florecicas y mieles en el nuevo estado, y nos largamos por esos mundos a echar canas al aire y divertirnos.... ¡cuidadito, cuidadito!, puede que donde menos se piense salte la liebre, y tengamos rabietas, y pruebecitas y trabajos que no tuvimos de niños.... No ser tonta entonces.... ¿eh? Ya sabemos que Aquel que anda por allá arriba moviendo aquellas estrellas tan preciosas, es el único que nos entiende y nos consuela cuando a Él le parece... mira, en vez de tanto trapo como has metido en las maletas, mete paciencia, ¡chiquilla! mete paciencia. Es mejor aún que el árnica y los emplastos...; si a quien era tan grande le hizo falta para aguantar aquella cruz, tú que eres chiquitita....

      Durara aún la homilía, acompañada de blandos golpecitos en los hombros, a no interrumpirla la trepidación del tren, brusca como la realidad. Produjose confusión momentánea. Se apresuró el novio a despedirse de todo el mundo con cierta llaneza cordial, donde ojos expertos podían advertir matices de afectación y superioridad protectora. Al suegro abrazó con un solo abrazo, y recostole en el hombro la mano, pulcramente calzada con guante de castor, color bronce.

      —Escriba usted si se enferma la chica—suplicó con paternal angustia, preñado de lágrimas los ojos, el viejo.

      —Pierda usted cuidado, señor Joaquín..., ¡no hay que afectarse, vamos!, cuenta con esa salud.... Adiós, Mendoya, adiós, Santián.... Gracias, gracias. Señor gobernador de la provincia, a mi vuelta, reclamo esas ofrecidas botellas de Pedro Jiménez.... ¡No se haga usted el olvidadizo! Lucía, hay que subirse: el tren andará en seguida, y las señoras no pueden....

      Y con ademán cortés y discreto ayudó a subir a la novia, empujándola levemente por el talle. Después saltó él, sin casi apoyarse en el estribo, arrojando antes el puro a medio fumar.

      Ya oscilaba la férrea culebra cuando él penetró en el departamento, cerrando la portezuela tras de sí. El compasado balance fue acelerándose, y el tren completo cruzó ante las gentes de la despedida, dejándoles en los ojos confusos torbellino de líneas, de colores, de números, la visión rápida de las cabezas asomadas a todas las ventanillas. Algún tiempo se distinguió la cara de Lucía, sofocada y bañada en llanto, y su pañuelo que se agitaba, y oyose su voz diciendo: Adiós, papá..., padre Urtazu, adiós, adiós.... Rosario.... Carmen..., abur.... Al fin se perdió todo en la distancia, la escamosa sierpe del tren revelose a lo lejos por una mancha obscura, luego por desmadejado penacho de turbio vapor, que presto se disipó también en el ambiente. Más allá del andén, extrañamente silencioso ya, resplandecía el cielo claro, de acerado azul; se extendían monótonas las interminables campiñas; los rieles señalaban como arrugas en la árida faz de la tierra. Un gran silencio pesaba sobre la estación. Quedáronse inmóviles los acompañantes, como sobrecogidos por el aturdimiento de la ausencia. Fueron los amigos del novio los primeros en moverse y hablar. Se despidieron del padre con rápidos apretones de mano y frases triviales de sociedad, un tanto descuidadas en la forma, como dirigidas de superior a inferior; tras de lo cual, el pelotón entero tomó el camino de la ciudad, reanudando la broma y algazara.

      Por su parte, el séquito de la novia empezó a animarse también, y a vueltas de algún suspiro y de limpiarse los ojos con los pañuelos y aun con el dorso de la mano, fueron rebullendo los grupos de hormigas negras, con ánimo de abandonar el andén. La incontrastable fuerza de los hechos las empujaba a la vida real. Hasta el padre sacudió la cabeza, alzó con elocuente resignación los hombros, y rompió el primero a andar. A su lado iba el jesuita, que estiraba su corta estatura para hablarle, sin conseguir, a pesar de sus laudables esfuerzos, que el cerquillo de su corona pasase más allá de los atléticos hombros del viejo afligido.

      —¡Vaya, señor Joaquín—decía el padre Urtazu—, que ahora sienta bien esa cara de Viernes santo! ¡No parece sino que a la chica se la llevan robada y que usted no es gustoso en el enlace! ¡Pues estamos buenos, hombre! ¿No ha sido usted mismo, desgraciado, quien resolvió este casorio? ¿A qué vienen los gimoteos?

      —¡Y si en todo lo que uno hace estuviese seguro del acierto!—pronunció con ahogada voz el señor Joaquín, balanceando su cuello de toro.

      —Eso se mira antes..., ¡pero teníamos tanta prisa..., tanta prisa, que no sé para qué sirven esos pelos blancos y esos añitos que llevamos acuestas! Lo mismito estábamos que los chicos de mi clase cuando les ofrezco contarles algo, que se les despierta la curiosidad... y no les cabe en el cuerpo la impaciencia. A fe de Alonso, que parecía usted la novia... digo, no; porque la novia, maldito el apuro que....

      —¡Ay padre! ¿Si tendría usted razón? usted quería diferir la boda....

      —No, poco a poco; cepitos quedos, amigo: yo quería no hacerla. Soy muy claro.

      El señor Joaquín se puso más tétrico aún.

      —¡Por vida de la Constitución! ¡Qué aprieto y qué compromiso es para un padre!...

      —Tener hijas—concluyó el jesuita con su vaga sonrisa, adelantando el belfo labio, en mueca de benévolo desdén. Y añadió—: El peor aprieto es ser más terco que una mula, con perdón sea dicho, y creer que el pobre Padre Urtazu sólo entiende de sus piedras y de sus astros y de su microscopio, y es un bolonio, un simplón, para aconsejar en la vida....

      —No me aflija usted más, Padre. Harto tendré con no ver a Lucía en qué sé yo qué tiempo. Sólo me faltaba que también salga mal la cosa, y que pase ella penas....

      —Bueno, bueno. Déjese de eso ya: a lo hecho, pecho. Esto de matrimonios, sólo lo ata y lo desata el de arriba. ¿Y quién sabe si saldrá muy bien, a pesar de todos mis agüeros y mis necedades? Porque ¿quién soy yo sino un cegato, un miope? ¡Bah! Esto es como lo que pasa con el microscopio. Mira usted una gota de agua a simple vista ¡y parece tan clara!, vamos, que dan ganas de bebérsela. Pero aplique usted aquellos lentecicos y... ¡zas, zis!, ya se encuentra usted con los bicharracos y las bacterias que bailan dentro un rigodón.... Pues el que anda por allá, encimita de las nubes, también ve cosas que a los bobos de por acá nos parecen tan sencillas... y para él tienen su quid .... ¡Bah, bah!, él se encargará de arreglarnos las cosas... nosotros, ni que nos empeñemos.

      —Lleva usted razón.... Dios sobre todo—aprobó el señor Joaquín, arrancando doliente suspiro de la vasta cavidad de su pecho. Esta noche, con el mal rato, la condenada asma va a darme qué hacer.... Encuentro ya la respiración muy corta. Dormiré, si duermo, casi incorporado.

      —Llame, llame a ese mala cabeza de Rada... tiene mucho acierto—murmuró el jesuita considerando compadecido, a la luz oblicua del sol de otoño, la inyectada tez y los ojos edematosos del viejo.

      Mientras el acompañamiento desfilaba, con lentitud de duelo, por las calles mal empedradas de León, el tren corría, corría, dejando atrás las interminables alamedas de chopos que parecen un pentagrama donde fuesen las notas verde claro, sobre el crudo tono rojizo de las llanadas. Hecha Lucía un ovillo en la esquina del departamento, sollozaba sin amargura, con algún hipo, con vehemente llanto de niña inconsolable. Bien comprendía el novio que le tocaba decir algo, mostrarse afectuoso, compartir aquel primer dolor, ponerle término; mas hay en la vida situaciones especiales,

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