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escrúpulos de la niña se volaron como un bando de asustadas codornices, y algo vergonzosa, pero más contenta, se colgó del brazo de Artegui prontamente.

      —Veremos las calles, ¿verdad?—exclamó entusiasmada.

      Y al bajar despacio los encerados y resbaladizos escalones, dijo con un resto de encogimiento y meticulosidad provinciana:

      —Por supuesto, señor de Artegui, que mi marido le abonará a usted todos estos gastos....

      Artegui, sonriendo, la sostuvo mejor en el brazo, y diéronse a andar por Bayona tan cordiales como si en toda su vida otra cosa hubiesen hecho. La noche era digna del día: en el cielo de aterciopelado azul centelleaban claras y vivas las estrellas; el gas de las innumerables tiendas con que Bayona explota la vanidad de los españoles pudientes y trashumantes, ponía a las obscuras manzanas de casas un collar de luz, y en los escaparates se lucían, con todos los tonos de la escala cromática, telas ricas, porcelanas y bronces caprichosos, opulentas joyas. Caminaba la pareja silenciosa, a paso igual y rítmico, midiendo Artegui su andar largo y varonil por el paso más corto de Lucía. En las calles la gente circulaba de prisa, animada, como el que va a algo que le interesa: no con esa lentitud de los españoles que se pasean por tomar el aire y matar el tiempo. Ante los cafés, las mesas al aire libre tenían mucho parroquiano, porque la templada atmósfera lo consentía; y bajo la claridad fuerte de los reverberos bullían los mozos sirviendo cerveza, café o bavaresa de chocolate, y el humo de los cigarros, y el crujir de los periódicos que desdoblaban, y las conversaciones, y el sonido seco de las fichas del dominó dando contra el mármol, llenaban de vida aquel trozo de acera. De pronto Artegui, al volver una esquina, se metió en una tienda no muy ancha, cuyo escaparate ocupaban casi por entero dos luengos peinadores salpicados de cascadas de encaje y lazos de cinta azul el uno, rosa el otro. Dentro, era una exhibición de cuantos objetos componen el tocado íntimo del niño y la mujer. Las camisas presentaban coquetonamente el adornado escote, ocultando la lisa falda; los pantalones estiraban, simétricas y unidas, una y otra pierna; las chambras tendían los brazos, las batas inclinaban el cuerpo con graciosa laxitud.

      El blanco suave y ebúrneo de las puntillas contrastaba con el candor de yeso del madapolán. Alguna cofia de mañana, colocada sobre un pie de palo torneado, lanzaba un toque de colores vivos, de seda y oro, entre las alburas que cubrían aquel recinto como una capa de nieve.

      Hablaba español la dueña de la tienda, semejante en esto a la mayoría de los comerciantes de Bayona; y al pedirle Lucía dos juegos de ropa blanca, aprovechó sus conocimientos en la lengua de Cervantes para tratar de embarcarla en más compras. Tomando a Lucía y a Artegui por recién casados, se puso lisonjera, insinuante, pesadísima, y se empeñó en enseñarles un equipo completo, barato, de lo más distinguido; echó sobre el mostrador brazadas de prendas, una marea de randas, de bordados, de cintas y de batista. No contenta con lo cual, y viendo que Lucía, semianegada en olas de lino, hacía signos negativos con cabeza y manos, tocó otro resorte y trajo enormes cajas de cartón, que, destapadas, mostraron encerrar gorritas microscópicas, pañales de franela festoneados menudamente, capas de merino y de piqué, faldones inverosímilmente largos, y otras menudencias que arrebataron a Lucía la sangre al rostro.

      Artegui puso fin al ataque pagando los juegos elegidos y dando las señas del hotel para que se enviasen.

      Libres ya, salieron; pero Lucía, enamorada de la hermosura y sosiego de la noche, se mostró deseosa de prolongar algo más el paseo.

      Volvieron a cruzar ante los iluminados cafés, bordearon el teatro y tomaron hacia el puente, a tales horas casi solitario. Las luces de la ciudad se reflejaban trémulas en el dormido seno del Adour.

      —¡Cómo brillan las estrellas!—exclamó Lucía.

      Y tirando repentinamente del brazo a Artegui para que se detuviese:

      —¿Cuál es—preguntó—aquella que brilla tanto?

      —Se llama Júpiter. Es un planeta de nuestro sistema.

      —¡Qué bonita y qué resplandeciente! Algunas parece que tienen frío, que tiemblan al brillar, y otras se están quietas, como si nos mirasen.

      —Son, en efecto, las estrellas fijas.... ¿Ve usted esa faja de luz que cruza el cielo?

      —¿Eso que parece una cinta de gasa de plata, muy ancha?

      —Es la Vía Láctea: un conjunto de estrellas, tantas en número, que la imaginación no puede concebirlas siquiera. Nuestro sol es una hormiga de ese hormiguero, una de esas estrellas.

      —¿El sol... es una estrella?—interrogó asombrada la niña.

      —Una estrella fija. Nosotros damos vueltas en torno de ella como locos.

      —¡Ay, qué gusto es saber todo esto! En el colegio no nos enseñan ni jota de esas cosas, y se reía de mí Doña Romualda cuando le dije que iba a preguntarle al Padre Urtazu (que siempre está mirando al cielo con un catalejo muy largo) lo que son las estrellas y el sol y la luna.

      Artegui torció a la derecha, siguiendo el malecón, mientras explicaba a Lucía esas nociones elementales astronómicas, que parecen novela celeste, cuento fantástico escrito con letras de lumbre sobre hojas de zafiro. La niña, embelesada, miraba tan pronto a su acompañante, como al firmamento apacible. Sobre todo, la magnitud y cantidad de los astros la confundía.

      —¡Qué grande es el cielo! Santo Dios de bondad; si así es el material, el visible, ¡cómo será el Empíreo, donde están la Virgen, los ángeles y los santos!

      Artegui sacudió la cabeza, e inclinándose hacia Lucía, murmuró:

      —¿Qué le parece a usted del aspecto de esas estrellas? Cualquiera diría que están tristes. ¿No es verdad que su centellear las hace muy semejantes a una pupila que vierte lágrimas?

      —No están tristes—respondió Lucía—; están pensativas, que es cosa muy diferente. Meditan ¡y no les falta en qué! sin ir más lejos, en Dios, que las crió.

      —¡Meditar! Lo mismo meditan ellas que ese puente o esos barcos. El privilegio de la meditación—Artegui subrayó amargamente la palabra privilegio —está reservado al hombre, rey de los seres. Y si en esas estrellas existen—como no puede menos—hombres dotados de todas las inmunidades y franquicias humanas ¡esos sí que meditarán!

      —¿Usted cree que habrá hombres en esos luceros? ¿Serán como nosotros, señor de Artegui? ¿Comerán? ¿Beberán? ¿Andarán?

      —Lo ignoro. Una sola cosa puedo asegurarle a usted de ellos; pero esa, con pleno conocimiento y entera certeza.

      —¿Cuál?—interrogó la niña curiosamente, mirando, a la vaga luz de los astros, el rostro descolorido de Artegui.

      —Que sufrirán como nosotros sufrimos—contestó él.

      —¿Cómo lo sabe usted?—murmuró ella impresionada por aquel hondo acento—. Pues a mí se me figura que en las estrellas, que son tan bonitas y lucen tanto, no ha de haber penas, ni riñas, ni muertes, como acá.... ¡Si allí debe de ser la gloria!—afirmó alzando la mano, para señalar al refulgente globo de Júpiter.

      —El dolor es la ley universal, aquí como allí—dijo Artegui, mirando fijamente al Adour, que corría, negro y silencioso, a sus pies.

      Poco más departieron, hasta volverse al hotel. Hay conversaciones que despiertan pensamientos profundos y tras de las cuales pega mejor el silencio que palabras frívolas. Lucía, quebrantados los huesos, sin saber por qué, se afianzaba fuertemente en el brazo de Artegui, y él andaba despacio, con su aire de indiferencia. Las últimas frases del diálogo fueron casi desapacibles, casi hostiles.

      —¿A qué hora llega el tren de mañana?—preguntó Lucía de pronto.

      —El primero, a las cinco o cosa así.

      La voz de Artegui era seca y dura.

      —¿Iremos a esperarlo, a ver si viene el señor de Miranda?

      —Irá

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