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vieron; luego su efecto sombrío les fue entrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañas negras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre del cielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas de un angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otras violentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso y desencadenado.... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán y señorita:

      —¡Qué día tan triste!

      Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha y los suyos propios; y, pensando alto, prorrumpía:

      —Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella, pero... es un poco miedosa . ¿No le parece?

      Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinado un sentimiento que no se atrevía a manifestar.

      —Desde que ha venido el invierno—murmuró hablando consigo misma—no sé qué tiene ni qué trazas saca... que no me parece la misma.... Hasta las murallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura.... Será una tontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mi habitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todas partes.... Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella.... Necesito ver si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca.... Hágame el favor de venir, Julián, ahora que la niña duerme.... Quiero quitarme de la cabeza estas aprensiones y estas tontunas.

      Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase al atravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio más respuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar. Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas, casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo en tiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante, y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestra columpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por una escalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas eran de piedra.

      Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilar que tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún un eslabón comido de orín.

      —¿Sabe usted qué era esto?—murmuró con apagada voz.

      —No sé—respondió Julián.

      —Dice Pedro—explicó la señorita—que estuvo ahí la cadena con que tenían sujeto sus abuelos a un negro esclavo.... ¿No parece mentira que se hiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!

      —Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política, todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay su legua de mal camino.... Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y la religión anda perdida desde estas grescas.

      —Pero como aquí—observó Nucha, formulando sencillamente una observación histórico—filosófica de bastante alcance—no ve uno sino las atrocidades de los señores de otro tiempo..., parece que son las únicas que le dan en qué pensar.... ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres?—añadió entreabriendo los labios con cándido asombro.

      El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; un relámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas del claustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa el aspecto trágico de una faz de imagen.

      —¡Santa Bárbara bendita!—articuló piadosamente el capellán, estremeciéndose—. Volvámonos arriba, señorita.... Está tronando. Como este año no tuvimos cordonazo de San Francisco ..., ya se ve, el equinoccio no quiere pasar sin esto.... ¿Subimos?

      —No—resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores—. Ésta es la puerta del sótano.... ¿Cuál será la llave?

      La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura y empujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica el sitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado al principio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por la cólera, y Nucha retrocedió con espanto.

      —¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede?—gritó el capellán.

      —¡Nada... nada!—tartamudeó la señora de Ulloa—. Se me figuró al abrir que estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba y se me echaba para morderme.... ¿Si no los tendré cabales? Pues mire usted que juraría haberlo visto.

      —¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, es que es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos.... Retírese usted; yo buscaré lo que haga falta.

      —No—replicó Nucha con energía—. Ya me carga de veras ser tan boba.... Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente que todas son necedades.... ¿Trae usted la cerilla?—gritó ya desde dentro.

      El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano, mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confuso montón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en los rincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas y vagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en el hacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a las ratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de un reloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montar carcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en la fantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante, Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, con la voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfo sobre sí mismos, gritó:

      —Aquí está el arcón.... Que me lo suban después....

      Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la lucha cuerpo a cuerpo con el caserón que la asustaba. Al subir otra vez por la escalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela del Santísimo y rezar el Trisagio!

      Así lo hicieron al punto. La vela fue colocada sobre la cómoda de Nucha: un cirio bastante largo aún, de cera color de naranja, con muchas lágrimas y un pábilo que chisporroteaba y no acababa de arder. Antes de arrodillarse, cerraron las maderas de la ventana, para evitar que la ojeada fulgurante del relámpago les deslumbrase a cada minuto. Rugía con creciente ira el viento, y la tronada se había situado sobre los Pazos, oyéndose su estruendo lo mismo que si corriese por el tejado un escuadrón de caballos a galope o si un gigante se entretuviese en arrastrar un peñasco y llevarlo a tumbos por encima de las tejas. ¡Con cuánto fervor empezó el capellán a guiar el Trisagio misterioso! Anonadándose ante la cólera divina, cuya violencia sacudía y hacía retemblar a los Pazos como si fuesen una choza, pronunciaba:

      De la subitánea muerte del rayo y de la centella libra este Trisagio, y sella a quien lo reza: y advierte....

      Nucha, de repente, se incorporaba lanzando un chillido, y corría al sofá, donde se reclinaba lanzando interrumpidas carcajadas histéricas, que sonaban a llanto. Sus manos crispadas arrancaban los corchetes de su traje, o comprimían sus sienes, o se clavaban en los almohadones del sofá, arañándolos con furor.... Aunque tan inexperto, Julián comprendió lo que ocurría: el espasmo inevitable, la explosión del terror reprimido, el pago del alarde de valentía de la pobre Nucha....

      —¡Filomena, Filomena! Aquí, mujer, aquí.... Agua, vinagre..., el frasquito aquél.... ¿Dónde está el frasco que vino de la botica de Cebre? Aflójele el vestido.... Ya me vuelvo de espaldas, mujer, no necesitaba avisármelo.... Unos pañitos fríos en las sienes.... ¡Si truena, que truene! Deje tronar.... Acuda a la señorita.... Déle aire con este papel aunque sea.... ¿Ya está cubierta y floja? Se lo daré yo, poquito a poco.... Que respire bien el vinagre...

      —XXI—

      Notóse días después alguna mejoría en el estado general de la señora de Ulloa, con lo cual el capellán revivió y se le

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