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Santopietro y qué le había hecho cometer los delitos por los que había sido incriminado antes de tener nada que ver con Zamagni y sus hombres? ¿Quién podía ser la persona a la que les llevaría todo?

      Y, sobre todo, ¿cómo pensaban obtener resultados en la investigación partiendo de algo que había pertenecido a una persona que no podía ya jamás ser interrogada?

      Con todas estas preguntas sin respuesta el inspector Zamagni tomó una de las primeras cajas por examinar, la abrió y comenzó a sacar de uno en uno los distintos objetos.

      En cada una de las cajas habían escrito con un rotulador negro DANIELE SANTOPIETRO y 3347820A, el nombre y el número de detención, respectivamente, de la persona a la que se le había retenido el material.

      –Una navaja... –nombró el agente Finocchi. –Quizás la usaba durante los atracos.

      –Es probable –admitió Zamagni volviendo a poner la navaja y extrayendo de la caja otro objeto.

      –Un encendedor –continuó el agente –¿Sabemos si era fumador?

      –No –contestó el inspector –o al menos yo no lo sé.

      Marco Finocchi asintió.

      –Si consideramos que Daniele Santopietro estaba loco, podríamos pensar también que el encendedor le sirviese para provocar incendios –continuó el inspector con ironía.

      –Cierto, no debemos excluir nada –admitió el agente. –No será fácil comprender qué buscar entre todas estas cosas y lo que todavía no nos ha sido entregado.

      –Cualquier pista puede ser útil –dijo Zamagni –Deberemos seleccionar los objetos útiles y aquellos que en cambio no lo son o que nos podrían hacer equivocar el camino. Recordemos que ahora ya no podemos interrogar a Santopietro y que la persona que estamos buscando es otra distinta. Esos objetos personales y cualquier otro material que tengamos a nuestra disposición en lo sucesivo nos podrá ser útil para entender qué tipo de persona fuese realmente este criminal y quizás también como indicio para sacar a la luz al propietario de la Voz.

      –Será como buscar una aguja en un pajar –admitió Finocchi.

      –Tienes razón –asintió el inspector –pero ya nos ha ocurrido encontrarnos en una situación similar, y sin embargo nos las hemos apañado perfectamente, ¿no?

      Se refería a cuando, poco antes, habían pasado días enteros leyendo el diario de Marco Mezzogori con la esperanza de encontrar algunos datos útiles para comprender el motivo de su muerte y posiblemente el nombre del culpable.

      –Sí. Esto significa que deberemos intentarlo de nuevo, con la consciencia de nuestra potencialidad.

      –Exacto –dijo Zamagni –con la diferencia de que esta vez no tengamos ninguna certeza de que examinar todo esto nos servirá efectivamente para algo.

      –Debemos intentarlo –dijo Finocchi como exhortación para los dos –En el fondo, por el momento, no tenemos mucho más, ¿verdad?

      –Por desgracia, así es.

      –Bueno, pues entonces continuamos. Quizás lleguemos a algo útil y, si no fuese así, intentaremos coger otro camino.

      El inspector asintió con la mirada, luego sacó de la caja algunos paquetes de jeringuillas.

      –¿Y esto? –preguntó Finocchi.

      –No sabría decir –admitió Zamagni –pero recordemos que no todos los objetos que encontremos aquí dentro nos servirán para nuestra investigación.

      –Lo sé –dijo el agente. –Y nosotros deberemos ser listos incluso para entender cuáles serán útiles y cuáles no.

      –Exacto.

      –Por el momento no se me ocurre nada –constató el inspector –pero, mientras tanto sabemos lo que pertenecía a Santopietro. A lo mejor, más tarde, sabremos lo que nos servirá y qué será un simple objeto... de relleno.

      Zamagni y Finocchi continuaron hasta vaciar la primera caja, sin que, por otra parte, encontrasen nada aparentemente útil, así que hicieron una pausa para beber algo en los distribuidores automáticos que se encontraban en el pasillo.

      Después de un cuarto de hora volvieron al escritorio del inspector para retomar el trabajo.

      Al hombre le gustaba Sevilla porque, de alguna manera, le parecía distinta de las otras ciudades en las que había estado en los últimos años.

      La capital de la Comunidad Autónoma de Andalucía, además de capital de provincia, le daba una sensación de serenidad y de libertad.

      Le encantaba pasar el tiempo paseando entre la calle Sierpes, Cuna, Tetúan, tres calles paralelas que representaban el núcleo viejo de la ciudad, y las otras callejuelas, para después, a lo mejor, pararse de vez en cuando en una confitería para degustar un dulce andaluz.

      Ahora ya conocía la ciudad bastante bien por lo que cada vez que volvía sentía como si Sevilla fuese su segunda casa. Y además adoraba la gastronomía local, con tantas exquisiteces que generalmente prefería saborear como tapas, porque las porciones pequeñas siempre le daban la oportunidad de degustar un mayor número de comida.

      Ahora ya sólo faltaban dos días para su vuelta a Italia y le fastidiaba un poco dejar España porque se estaba bien. Aparte de los meses estivales, en los que las temperaturas eran demasiado elevadas, el clima era siempre bueno, la gente era cordial... y, de todas formas, estar lejos del trabajo para él siempre era algo positivo.

      Aunque podía trabajar siempre con el calendario que él mismo decidía, le resultaba, de todas formas, una pequeña fuente de estrés.

      Desde hacía poco tiempo había conocido, aunque últimamente sólo hablaban por teléfono o no se encontraban nunca en persona, a esta persona que le había hecho algunos servicios, todos bastante sencillos, y que, para ser sinceros, pagaba incluso bien y puntualmente.

      Cada vez que se ponía en contacto con él le daba un encargo, incluso bastante detallado, y sabía que en el transcurso de pocos días le pagaría.

      Un día lo llamaba para darle un trabajo que hacer, él lo llevaba a término y el hombre le pagaba.

      Además de eso, lo había ya recibido hacía poco, pero nunca dos veces consecutivas en la misma cuenta bancaria.

      Pensándolo bien, entendía su necesidad de anonimato, porque él se encontraba en la misma situación... y también él poseía más de una cuenta bancaria, luego tarjetas de débito... en fin, lo fundamental eran dos cosas: que le pagasen y no ser rastreado.

      Se habían conocido por casualidad en una fiesta de personas de una cierta clase social.

      Él debía encontrarse con un cliente, así que le habían invitado, mientras que el otro estaba en el mismo lugar porque conocía a una de las personas presentes en la fiesta y se había colado de alguna manera.

      Habían charlado mientras tomaban un cocktail y esta persona le había propuesto trabajar para él, explicando enseguida que serían encargos muy sencillos, no regulares y que deberían ser llevados a cabo sin dejar rastro.

      Era la manera de trabajar que le gustaba más, por lo que se pusieron de acuerdo inmediatamente.

      Por los motivos enunciados, volver a Italia sabiendo que debería trabajar para esta persona le dio al hombre la certeza de una ganancia asegurada, pero sabía también que ahora sería más complicado de lo habitual: a diferencia de todas las otras veces, este servicio contemplaba un objetivo que podría ser una molestia en el caso de que no consiguiese hacer todo de la manera correcta. Además, el objetivo en cuestión era de un nivel de dificultad superior respecto a los estándares de los últimos tiempos. Por esto, hablando por teléfono, había preferido poner en claro enseguida los aspectos relativos a la remuneración, precisando, obviamente, que se trataría de un precio más alto con respecto a las otras veces.

      Y su cliente se lo tomó con calma.

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