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centro comercial del barrio. La gente nos miraba con curiosidad, me di cuenta de que el unicornio hacía unos movimientos raros con la cabeza, como señalando, y descubrí que su cuerno le servía para comunicarse e indicar las cosas que le gustaban como los helados, la verdulería y la peluquería de Mabel.

      No solo es un unicornio vegetariano, parecía que también le gustaba cuidar su apariencia: por momentos lo encontraba mirándose los dientes en las vidrieras y probando sonrisas de selfie.

      Quise seguir de largo, pero Mabel me saludó desde la puerta de su peluquería, me llamó por mi nombre y con un grito tarzanesco: “¡Renataaaa!”. Yo pensé: "Sonamos, no me queda otra que ir a saludarla”.

      Mabel es la más chusma del barrio. Mi mamá, mi tía, mi abuela, todas se atienden con ella, menos yo, porque no me gusta ir a la peluquería. Sabe vida, obra y secretos de toda la gente de la ciudad, tiene más información que el noticiero y el FBI juntos.

      La curiosidad fue más fuerte, verme con un unicornio era demasiado llamativo.

      Yo tardé en darme vuelta, pero Otto salió corriendo y entró al salón con paso firme y elegante, llevándose por delante el secador, los ruleros y la escoba, como si fuese el Príncipe de Inglaterra, pero con pelo.

      El casi caballo acomodó sus ancas en el sillón principal de la peluquería, esperando que alguien se dignara a atenderlo. Mabel no sabía si hacerle un alisado o llamar a Animal Planet.

      La peluquera no se pudo contener y preguntó: “¿Qué es esoooo?, ¿un perro?, ¿un caballo o una cebra después de un baño de lavandina?”. “Es una nueva raza oriunda del Valle de Jiuzhaigou, mi vecina me pidió que se lo cuidara, acá no hay muchos ejemplares pero en su país, son plaga”, respondí.

      Pero Mabel no quedó conforme con la respuesta, clavó su mirada, como si le salieran rayos láser de las pupilas y dijo: “¿Eso es un cuernoooo?”. “NOOOOO, ¡cómo va a ser un cuerno, Mabelita! ¡Cómo se te ocurre semejante cosa! En realidad, pasamos por la heladería y bromeando le apoyé el cucurucho en la frente. A Otto le divierte mucho este tipo de juegos, ¡los animales adoran los cucuruchos en la cabeza! ¡Es como disfrazarse de unicornio!”.

      Por suerte entró doña Clementina, una vieja y exigente clienta de Mabel que inmediatamente me pidió que sacara al animal del sillón. Traté de hacerlo rápido pero el unicornio me obligaba a arrastrarlo y se resistía clavando sus pezuñas en el parquet, no quería salir del salón de belleza y menos dejarle el trono a doña Clementina.

      Tuve que prometerle que iba a hacerle un peinado, algo sencillo y fácil como una trenza lateral con mechón frontal retorcido hasta que quedó conforme. A veces creo que entiende todo lo que le digo.

      Cuando llegamos a la casa, me acarició la cabeza con el cuerno. Me pareció tierno. Era una buena señal, ya empezábamos a ser amigos.

      4. Tercer día: Coiffure Renata, peinados que matan

      Hoy me atrasé un poco, tenía clase de karate. Cuando llegué, Otto me estaba mirando por la ventana con la cara aplastada contra el vidrio. Faltaba que gritara: “¡Sáquenme de aquí! ¡Guardias!”.

      Abrí la puerta, entre los dientes tenía un cepillo para el pelo: se veía que era bastante coqueto y que no se había olvidado de lo que prometí.

      Yo la verdad no sé nada de peluquería, pero traté de recordar algunos peinados y hasta me imaginé un cartel con mi nombre: “Coiffure Renata, peinados que matan”.

      Empecé intentando hacer la famosa trenza lateral frontal retorcida y fue imposible, mis dedos en forma de salchichones no eran aptos para ese tipo de trabajos, así que agarré de la cocina algunos ganchos para cerrar las bolsas y voilà, decoraron ese hermoso pelo con colores llamativos. Otto se miró al espejo. ¡Estaba fascinado!, movía la cabeza con mucha energía, sonreía, el cuerno empezó a brillar, miles de colores centellando en el aire, ¡parecía ilusionismo!, hasta que los ganchos salieron volando como lanzas y se estrellaron contra el piso.

      La magia se apagó, el cuerno volvió a su color y Otto me miró como acusándome de ser una pésima peluquera.

      Quise cambiar de tema y dije las palabras mágicas: “Otto ¡nos vamos a pasear!”.

      Aunque él quería encarar para el lado de la peluquería yo insistí en ir a la plaza.

      Cuando llegamos, todos los perros lo miraron, él agachó la cabeza, con un poco de vergüenza. Su cuerno brilló con el sol y los curiosos caninos se fueron acercando.

      Se sintió distinto, como a veces me siento yo.

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