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estoy loco. Cuando te digo que la raza humana está condenada, no lo hago hiperbólicamente, como la gente que dice que todos estamos muriendo desde el momento en que nuestras madres nos expulsan de sus cuerpos y nos dejan en un mundo donde todo es más pesado, más brillante y demasiado ruidoso. Yo lo que te digo es que mañana, 29 de enero de 2016, más vale que te despidas de la salsa de chipotle y de los frapuchinos.

      Seguramente no me crees (yo tampoco me lo creería si estuviera en tu lugar), pero he tenido ciento cuarenta y tres días para aceptar nuestra destrucción inevitable, y me he pasado la mayor parte de esos días pensando en el futuro. Me preguntaba si tenía algún futuro o si quería tenerlo, e intentaba decidir si el fin de la existencia es una tragedia, una comedia o algo tan irrelevante como el trabajo de Química que se me olvidó entregar la semana pasada.

      Pero lo más gracioso no es que los limacos me revelaran la fecha del fin del mundo, sino que me dieron la opción de evitarlo.

      Querías una historia, y aquí está. Empezaré con la noche en la que los limacos me dijeron que el mundo se iba al carajo y, cuando termine, podremos esperar el final juntos.

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       7 de septiembre de 2015

      La mayor decepción cuando te abducen los alienígenas es la abundancia de gravedad en la nave. Nos pasamos los primeros nueve meses de nuestra vida flotando en un saco amniótico, ciegos y sin peso que cargar, antes de convertirnos en esclavos de la gravedad, y la atracción seductora de viajar al espacio es la promesa de regresar a ese estado de perfección. Pero es una estafa. La gravedad es celosa, sádica e infinita.

      A veces pienso que la gravedad puede ser la muerte disfrazada. Otras veces pienso que la gravedad es amor, porque nos exige que caigamos rendidos a sus pies.

      Los limacos no son grises como las babosas. No tienen ojos enormes ni una boca fina sin labios. Hasta donde yo sé, ni siquiera tienen boca. Tienen la piel irregular, como si fuera cuero húmedo, y es de todos los colores de una proliferación de algas. Sus ojos negros y esféricos son los extremos de una especie de tallos bamboleantes que les brotan de la parte superior de la cabeza. En lugar de brazos, tienen como apéndices que les crecen del cuerpo cuando hacen falta. Si las llaves de su ovni se les caen al suelo, ¡bum!, brazo al instante. Si necesitan sujetarme o acallar mis gritos de terror, pueden generar una docena de tentáculos para cumplir con la tarea. Es de lo más eficiente.

      Por raro que parezca, los limacos tienen pezones. Son unos botoncillos marrones que parecen tan inútiles como los de la mayoría de hombres. Consuela saber que, a pesar de las grandes diferencias y de los años luz que separan nuestros mundos, siempre tendremos los pezones en común.

      Debería poner esa frase en una pegatina para el coche, © Henry Jerome Denton.

      Antes de que lo preguntes: no, los limacos nunca me han metido nada por el recto. Estoy bastante convencido de que se reservan ese trato especial para la gente que habla por el móvil en el cine o escribe mensajes mientras conduce.

      La cosa va así: las abducciones siempre empiezan con sombras. Incluso en una habitación oscura, con las ventanas cerradas y las cortinas echadas, las sombras descienden dando vueltas en círculos, como si fueran buitres que sobrevuelan una comida apestosa.

      Después, noto un peso en la entrepierna, como si tuviera que ir a hacer pis; un peso dolorosamente insistente, por mucho que le suplico a mi cerebro que no le haga caso.

      Luego, llega la indefensión. La parálisis. La imposibilidad de defenderme. De luchar. De respirar.

      La imposibilidad de gritar.

      En algún momento, los limacos me llevan a una sala de examinación. Me han abducido ya más de diez veces, y todavía no sé cómo me transportan desde mi habitación hasta su nave. Ocurre en la oscuridad, entre parpadeos, en el vacío entre respiraciones.

      Una vez a bordo, empiezan con sus experimentos.

      Eso es lo que supongo yo que hacen. Intentar comprender los motivos de una raza alienígena que cuenta con la tecnología para viajar por el espacio es como si la rana que diseccioné con catorce años intentara entender por qué la abrí en canal y deposité sus entrañas sobre la mesa. Los limacos podían estar exponiéndome a radiación letal o llenándome de huevos de limaquito simplemente para ver qué pasaba. Vamos, que puede que yo sea el proyecto de ciencias de una cría de limaco.

      Dudo que llegue a saberlo con certeza.

      Los limacos no hablan. Durante los largos ratos en que no puedo controlar mi cuerpo, a menudo me he preguntado cómo se comunican. Quizás segregan sustancias químicas como los insectos, o quizás los movimientos de sus tallos oculares son algún tipo de lenguaje, como las danzas de las abejas. O puede que sean como mi madre y mi padre, que se comunicaban exclusivamente dando portazos.

      Yo tenía trece años cuando los limacos me abdujeron por primera vez. Mi hermano mayor, Charlie, roncaba en la habitación de al lado y yo estaba en mi cama, traduciendo mentalmente la pelea de mis padres. Quizás creas que todas las puertas suenan igual cuando las cierras de golpe, pero te equivocarías.

      Mi padre daba portazos clásicos: mantenía el contacto con la puerta hasta que estaba totalmente cerrada. Esto le daba un control sobre el volumen y el tono, y producía un golpe profundo, sólido y capaz de hacer temblar la puerta, el marco y la pared.

      Mi madre prefería la variedad. A veces empujaba las puertas de manera dramática y, otras veces, prefería cerrarlas con un golpe de talón. Aquella noche prefirió un multigolpe, que era ruidoso y efectivo, pero le faltaba sutileza.

      Los limacos me abdujeron antes de que pudiera enterarme de por qué se estaban peleando. La policía me encontró dos días después vagando por las sucias carreteras al oeste de Calypso, llevando una bolsa de la compra a modo de ropa interior y lleno de chupetones que no era capaz de explicar. Mi padre se marchó tres semanas después de aquello, dando un portazo tras él por última vez. No hizo falta ninguna traducción.

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      Nunca me he acostumbrado a estar desnudo delante de los alienígenas. Jesse Franklin me veía desnudo a menudo y aseguraba que le gustaba, pero él era mi novio, así que no cuenta. Creo que estoy demasiado delgaducho y me da corte, e imagino que los limacos me juzgan por mis defectos: la mancha que tengo en medio del pecho con forma de Abraham Lincoln, la manera en que me sobresalen las clavículas o el culo trágicamente plano que tengo. Una vez, mientras estaba haciendo cola en la cafetería para recibir mi plato de carne picada con puré de patatas, Elle Smith me dijo que tenía el culo más plano que había visto en su vida. Yo no sabía a cuántos culos había estado realmente expuesta una niña de doce años de Calypso, pero el comentario me infectó como una calentura que de vez en cuando resurgía a la superficie y se aseguraba de que nunca olvidara mi lugar.

      Una parte de mí se pregunta si los limacos envían a su planeta fotos pervertidas para que sus colegas alienígenas se rían. «Mira el mutante que hemos pillado. Lo llaman un “adolescente” y tiene cinco brazos, pero uno es diminuto y deforme».

      No es deforme de verdad, lo juro.

      Cuando los limacos terminaron de experimentar conmigo aquella noche, el bloque sobre el que estaba tendido se transformó en una silla mientras yo aún estaba encima. En abducciones anteriores, los alienígenas me habían encerrado en una sala totalmente oscura, habían intentado ahogarme y una vez liberaron una especie de gas en el aire que me hizo reír hasta que vomité, pero nunca me habían dado una silla. Eso me hizo sospechar al instante.

      Uno de los limacos se quedó después de que los otros desaparecieran en las sombras. La sala de examinación era la única sección de la nave que había visto, pero su verdadera forma y tamaño quedaban

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