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de acero corroído por el óxido.

      —¿Quieres jugar con él? —le preguntó Kharu.

      Tobble lo agarró con gesto codicioso y lo giró entre sus hábiles patas.

      —¡Mirad! Tiene vidrio en este extremo. Y... otro cristal más pequeño en este otro.

      —¿Creéis que Daf Hantch seguirá esperando que le llevemos estas cosas? —pregunté.

      —¡Querrás decir que si seguirá esperando para matarnos! —resopló Gambler—. No, a estas alturas ya habrá supuesto que no regresaremos.

      —Pero —Tobble titubeó, jugando con el desgastado cilindro—, me pregunto si...

      —¿Qué pasa, Tobble? —pregunté.

      Él se encogió de hombros.

      —¿Está bien que nos quedemos con estas cosas que no nos pertenecen?

      —¡Nos mintieron, Tobble! —gritó Renzo—. ¡Casi con certeza te digo que pensaban matarnos!

      Tobble miró a través del cilindro.

      —A pesar de todo, no me parece que esté bien.

      —Y hay una buena razón para eso. —Kharu le dio unas palmaditas en el lomo—. No te parece bien porque no lo está.

      —¡Por favor! —protestó Renzo—. Acabo de poner en riesgo mi vida por esas cosas. Son muy valiosas, y el dinero que nos darán bien podría salvarnos la vida más adelante. No van a servirle a nadie, allí sepultadas en lo profundo de un volcán hasta el fin de los tiempos.

      —¿Byx? —preguntó Kharu—. ¿Qué opinas tú?

      Me rasqué una oreja, para aplazar mi respuesta. En momentos como ése recordaba por qué jamás podré ser una líder. Tenía un millón de respuestas, no sólo una. Los líderes no pueden permitirse la indecisión.

      —Supongo —empecé al fin— que podríamos justificarlo diciendo que es un mal menor a cambio de un bien mayor.

      Renzo se quejó, en protesta. Pero Gambler asintió:

      —Estoy de acuerdo con Byx —dijo—. Encontrar más dairnes, ayudar a que una especie sobreviva, desafiar al Murdano... ésos son bienes mayores, que benefician a muchos.

      —¿Entonces puedo quedarme con esto? —preguntó Tobble esperanzado.

      —Sí —contestó Kharu—. Puedes quedarte con ese tonto juguete.

      —Pero asegúrate de sentir remordimiento —agregó Renzo girando los ojos.

      —Debemos seguir subiendo —dijo Gambler—. Lo siento, pero no comí mucho, y lo poco que comí no me sentó bien.

      —De acuerdo —aceptó Kharu—. Vamos.

      Subimos en silencio por esa escalera eterna. Parecía como si estuviéramos tratando de recorrer todo el camino hasta la lejana luna. El ascenso se componía de tramos de doscientos escalones seguidos que llevaban a un descanso, antes de continuar, y así sucesivamente.

      Cuando pasamos el quinto descanso, murmuré:

      —¿Quién construiría esto? —Nuestros largos viajes y las muchas penas me habían curtido, pero subir miles de escalones seguía requiriendo un gran esfuerzo. Y sabía que, si era difícil para mí, para Tobble lo sería aún más, aunque él todavía no se había quejado y rechazaba toda propuesta de ayuda.

      —Esta escalera fue construida de arriba abajo por alguien que quería defenderse de un ataque proveniente del fondo —dijo Kharu.

      —¿Y cómo lo sabes? —pregunté.

      Se encogió de hombros.

      —La mayoría de los guerreros utilizan el brazo derecho para blandir la espada. Si vas subiendo, verás que no hay espacio para mover el brazo derecho tanto como uno quisiera. Pero si vas bajando, tiene la suficiente amplitud.

      —Ése es el tipo de cosas que sabe toda chica promedio, común y corriente, armada con una espada más valiosa que un palacio, ¿cierto? —bromeó Renzo.

      —¡Qué pequeñas se ven mis patas de atrás! —exclamó Tobble. Estaba jugando con el cilindro, pero los demás estábamos demasiado cansados para responder.

      Subimos y subimos, más y más. Cuando llegamos al descanso número cincuenta, tras diez mil escalones, hicimos una pausa para comer... carne seca y hierba solar. Gambler probó un poco de la hierba y la escupió (y Perro aprovechó para devorarla).

      —Tendré que esperar —dijo Gambler—. Aún no me muero de hambre.

      Retomamos nuestra agotadora escalada sin fin. Los únicos sonidos eran la respiración agitada y las pisadas cansadas. Los músculos de mis patas parecían gritar, en una especie de agonía silenciosa, y el aire no alcanzaba a llenarme los pulmones ávidos de más.

      Al final, tras horas de gran esfuerzo, nos arrastramos hasta el último descanso, que era un espacio lo suficientemente amplio para contener a unas diez o doce personas. Allí nos encontramos de frente con un grueso portón de roble remachado en hierro.

      Pero antes de que pudiéramos pensar en atravesar esa puerta y enfrentarnos a los ignorados horrores que pudieran hallarse detrás, estábamos desesperadamente necesitados de sueño.

      Decidimos turnarnos para hacer guardia, y yo me ofrecí a hacer la primera. Kharu y Renzo se tendieron en el suelo, con Perro como almohada, mientras que Gambler se echó en un rincón, con la cabeza cubierta por una zarpa. Tobble se quedó dormido al instante, como era digno de su raza, con la cabeza apoyada en mi hombro. Seguía aferrado al objeto forrado en cuero que habíamos encontrado en la caja de piedra.

      Con cuidado, para no incomodar a mi dormido amigo, extraje el desgastado mapa que había llevado durante tanto tiempo en mi bolsa. A la luz plateada de la luna recorrí con el dedo el camino que habíamos hecho hasta ahora.

      Allí estaba Tarok, la isla flotante que afirmaban era carnívora.

      Allí estaba Dairneholme, la aldea que alguna vez había albergado una colonia de dairnes, según el mito.

      Allí estaban las traicioneras montañas, allí estaba el gélido mar.

      Y aquí estábamos nosotros, sentados dentro de un volcán por causa mía. Por mi desesperada esperanza de haber vislumbrado un dairne solitario en Tarok.

      —¿Byx? —susurró Tobble.

      —Lo siento —me disculpé, doblando el mapa—. No tenía intención de despertarte.

      —Estaba soñando. Había fuego y lava, y yo estaba tratando de huir en un poni babosa, pero no lo conseguía.

      —¿Y por qué no hiciste savrielle? —pregunté.

      Tobble ladeó la cabeza.

      —¿Qué es eso?

      —¿Los wobbyks no hacen savrielle? Es cuando controlas lo que sucede durante un sueño.

      —¿Mientras sigues dormido?

      —Pues claro —dije —. Ése es el punto, justamente. Los dairnes lo hacemos todo el tiempo.

      —Caramba —Tobble pareció impresionado—. ¿Y cómo se aprende eso?

      Me encogí de hombros.

      —Se requiere mucha práctica.

      —Si yo pudiera hacer savrielle, soñaría que vuelo todas las noches —dijo Tobble, ajustando el nudo en el extremo de su cola trenzada. Apuntó con su barbilla a la hoja de plaia doblada en mi mano—. Estabas mirando tu mapa.

      —Sí.

      —No te acongojes, Byx. Encontraremos tu isla. Y allá habrá más dairnes. Estoy seguro.

      Sonreí.

      —Eres un amigo

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