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bebé, Gunner, su hijo recién nacido... no dormía. Ni de noche, ni apenas durante el día. Así que él y Becca tampoco conseguían dormir. Además, parecía como si Becca no pudiera dejar de llorar. El médico acababa de diagnosticarle depresión posparto, acentuada por el agotamiento.

      Su madre se había mudado a la cabaña para vivir con ellos. No estaba funcionando, ya que la madre de Becca... ¿Por dónde empezar? Nunca en su vida había tenido un trabajo. Parecía desconcertada cada vez que Luke se iba por las mañanas, para hacer un largo viaje hasta los suburbios de Washington DC, desde Virginia. Parecía aún más desconcertada cuando él no aparecía hasta por la noche.

      La cabaña rústica, bellamente situada en un pequeño acantilado sobre la bahía de Chesapeake, había pertenecido a su familia durante cien años. Había estado yendo a la cabaña desde que era una niña y ahora actuaba como si fuera la dueña del lugar. De hecho, ella era la dueña del lugar.

      Había estado insinuando que Becca y el bebé deberían mudarse son ella, a su casa en Alexandria. La parte más difícil para Luke era que la idea comenzaba a parecer sensata.

      Había comenzado a disfrutar las fantasías de llegar a la cabaña después de un largo día, y que el lugar estuviera en silencio. Casi podía visualizarse a sí mismo. Luke Stone abriendo el viejo y ruidoso frigorífico, cogiendo una cerveza, y saliendo al patio trasero. A tiempo para ver el atardecer, sentándose en una silla de jardín y...

      ¡CRACK!

      Luke casi echa el corazón por la boca.

      Detrás de él, un equipo de fusileros compuesto por siete hombres había disparado una descarga al aire. El sonido hizo eco a través de las laderas. Llegó otra salva, y luego otra.

      Una salva de veintiún cañonazos, siete cada vez. Era un honor que no todos merecían. Martínez era un veterano de guerra, altamente condecorado en dos escenarios de guerra. Muerto ahora, por su propia mano. Pero no tenía que haber sido de esa manera.

      Tres docenas de militares estaban en formación cerca de la tumba. Un puñado de Deltas y exDeltas estaban vestidos de paisanos un poco más lejos. Se podía ver que eran chicos de las Delta porque parecían estrellas de rock. Se vestían como estrellas de rock. Grandes, anchos, con camisetas, chaquetas y pantalones caqui. Barbas espesas y aros en las orejas. Uno de ellos llevaba un corte de pelo estilo mohicano.

      Luke estaba solo, vestido con un traje negro, examinando a la multitud, buscando a alguien que esperaba encontrar: un hombre llamado Kevin Murphy.

      Cerca del frente había una fila de sillas plegables blancas. Una mujer de mediana edad vestida de negro era consolada por otra mujer. Cerca de ella, una guardia de honor compuesta por tres Soldados, dos Marines y un Aviador cogieron cuidadosamente la bandera del ataúd y la doblaron. Uno de los soldados se arrodilló frente a la mujer en duelo y le presentó la bandera.

      —En nombre del Presidente de los Estados Unidos, —dijo el joven Soldado, con la voz entrecortada, —el Ejército de los Estados Unidos y una nación agradecida, por favor acepte esta bandera como símbolo de nuestro agradecimiento por su honorable hijo y por su fiel servicio.

      Luke miró a los chicos de las Delta nuevamente. Uno se había separado del grupo y caminaba solo por una ladera cubierta de hierba, a través de las lápidas blancas. Era alto y fibroso, con el pelo rubio afeitado cerca de la cabeza, llevaba vaqueros y una camisa celeste. Delgado como era, aun así, tenía hombros anchos y brazos y piernas musculosos. Sus brazos casi parecían demasiado largos para su cuerpo, como los brazos de un jugador de baloncesto de élite. O un pterodáctilo.

      El hombre caminaba lentamente, sin ninguna prisa en particular, como si no tuviera compromisos apremiantes. Miraba la hierba mientras caminaba.

      Murphy.

      Luke dejó el servicio y lo siguió colina arriba. Caminó mucho más rápido que Murphy, ganándole terreno.

      Había muchas razones por las que Martínez estaba muerto, pero la razón más clara era que se había volado los sesos en la cama del hospital. Y alguien le había traído un arma para hacerlo. Luke estaba casi cien por cien seguro de saber quién era ese alguien.

      —¡Murphy! —dijo él. —Espera un minuto.

      Murphy levantó la vista y se dio la vuelta. Hacía un momento, parecía perdido en sus pensamientos, pero sus ojos se pusieron instantáneamente alerta. Su rostro era delgado, como el de un pájaro, guapo a su manera.

      —Luke Stone, —dijo, su tono era plano. No parecía estar contento, ni tampoco disgustado de ver a Luke. Sus ojos eran duros. Como los ojos de todos los muchachos de las Delta, había una fría y calculadora inteligencia allí.

      —Déjame acompañarte un minuto, Murph.

      Murphy se encogió de hombros. —Haz lo que quieras.

      Acompasaron los pasos el uno con el otro. Luke ralentizó sus zancadas para acomodarse al ritmo de Murphy. Caminaron un momento sin decir una palabra.

      —¿Cómo te va? —dijo Luke. Ofreció una delicadeza extraña. Luke había ido a la guerra con este hombre. Habían estado en combate juntos una docena de veces. Tras la muerte de Martínez, eran los dos últimos supervivientes de la peor noche de la vida de Luke. Se podría pensar que había cierta intimidad entre ellos.

      Pero Murphy no le mostró nada a Luke. —Estoy bien.

      Eso fue todo.

      Ni “¿Cómo estás?”, ni “¿Ya habéis tenido al bebé?”, ni “Tenemos que hablar de algunas cosas.” Murphy no estaba de humor para conversar.

      —He oído que dejaste el Ejército, —dijo Luke.

      Murphy sonrió y sacudió la cabeza. — ¿Qué puedo hacer por ti, Stone?

      Luke se detuvo y agarró a Murphy del hombro, este se enfrentó a él, ignorando la mano de Luke.

      —Quiero contarte una historia, —dijo Luke.

      —Dispara, —dijo Murphy.

      —Ahora trabajo para el FBI, —dijo Luke. —Una pequeña sub-agencia dentro de la Oficina. Recogida de información en Operaciones Especiales, la dirige Don Morris.

      —Bien por ti, —dijo Murphy. —Eso era lo que todos solían decir. Stone es como un gato, siempre cae de pie.

      Luke ignoró ese comentario. —Tenemos acceso a la mejor información. Lo tenemos todo. Por ejemplo, sé que se denunció tu desaparición a principios de abril y que fuiste dado de baja deshonrosamente unas seis semanas después.

      Murphy se echó a reír ahora. —Debes haber cavado un poco para dar con eso, ¿eh? ¿Enviaste a un topo a examinar mi archivo personal? ¿O te lo acaban de mandar por correo electrónico?

      Luke siguió adelante. —La policía de Baltimore tiene un informante que es un lugarteniente cercano a Wesley “Cadillac” Perkins, líder de la banda callejera Sandtown Bloods.

      —Qué bien, —dijo Murphy. —El trabajo policial debe ser infinitamente fascinante. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar de nuevo.

      Luke caminó con él. —Hace tres semanas, Cadillac Perkins y dos guardaespaldas fueron asaltados a las tres de la mañana, mientras se metían en su coche en los aparcamientos de una discoteca. Según el informante, sólo les atacó un hombre. Un hombre alto, delgado y blanco. Dejó inconscientes a los dos guardaespaldas en tres o cuatro segundos. Luego golpeó con la pistola a Perkins y le quitó un maletín que contenía al menos treinta mil dólares en efectivo.

      —Parece un hombre blanco atrevido, —dijo Murphy.

      —El hombre blanco en cuestión también le quitó a Perkins un arma, una peculiar Smith & Wesson .38, con un eslogan particular grabado en la empuñadura. El Poder Da La Razón. Por supuesto, ni el ataque, ni el robo del dinero, ni la pérdida del arma fueron denunciados a la policía. Eso es sólo algo de lo que este informante habló con el que le había contratado.

      Murphy

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